Opinión
La culpa de todo es de los posmodernos
Investigador científico, Incipit-CSIC
Llevamos años escuchándolo en tertulias y barras de bar: si estamos como estamos, es por culpa de los posmodernos –también conocidos como wokes. Ellos son los culpables de la decadencia cultural, social y económica de Occidente. Desde una perspectiva distinta, el pensamiento posmoderno viene siendo también objeto de crítica por parte de dos profesores de filosofía: José Antonio Marina y Diego S. Garrocho. Ambos han vuelto a la carga tras las elecciones en EEUU y su diagnóstico es el mismo: la victoria de Trump es culpa de los posmodernos, que han descartado la noción de verdad sin haberla reemplazado por nada equivalente, lo que ha aprovechado la derecha populista para imponer la suya. Ambos autores identifican el pensamiento posmoderno con la izquierda o el progresismo.
Pero hay varios problemas con esta argumentación.
Por un lado, cabría dudar del auténtico alcance del relativismo radical que abrazaron algunos filósofos postestructuralistas. El todo vale nunca fue principio dominante en el pensamiento académico, mucho menos fuera de la universidad. Pensar que si la gente se ha vuelto de Vox o trumpista es en última instancia por la deconstrucción de Derrida es atribuir a la filosofía un poder que no tiene ni indirectamente.
Da la impresión de que Garrocho y Marina confunden pensamiento postestructuralista y posmodernidad. La posmodernidad es una condición, como decía Lyotard. Nos guste o no vivimos (o vivíamos) en un mundo posmoderno, inestable, individualista y con identidades fluidas, y gente como Baudrillard, Jameson o Bauman lo que hicieron fue describirlo. Muchos, de hecho, lo criticaron: culpar al sociólogo Zygmunt Bauman por la modernidad líquida es como culpar al historiador Marc Bloch por la sociedad feudal.
Por otro lado, es significativo que la mayor parte de autores que citan nuestros filósofos lleven décadas muertos. Y no solo biológicamente. Buena parte del pensamiento posmoderno y sus excesos están igual de sepultados. Desde los años 80 ha habido varios cambios de paradigma, empezando por un giro material que ha descartado el relativismo postestructuralista o lo ha reinterpretado. Las teorías neomaterialistas reconocen la existencia de un mundo real y tangible que no puede ser reducido al lenguaje ni a la simbolización y se preocupan por cuestiones como la crisis ecológica y el cambio climático, mientras dialogan con las ciencias naturales y sociales. El pensamiento crítico hoy no es la caricatura que dibujan algunos.
Es, además, un error pensar que la crítica de la verdad sea una crítica a toda verdad. Cuando los afrodescendientes, las comunidades indígenas o el colectivo LGTBI+ la critican, no es en términos abstractos ni absolutos. Están criticando una forma de razón que los convirtió en seres inferiores o desviados; una verdad producida por el poder para construir sujetos subalternos o para justificar su eliminación. La crítica a esa verdad fabricada por el poder es la gran lección de Michel Foucault, la bestia parda de Marina y Garrocho, y es una lección que sigue siendo válida hoy. También frente a la extrema derecha.
Ni los indígenas ni los afrodescendientes, además, son partidarios del relativismo extremo. Tienen muy claro que las violencias que han sufrido y siguen sufriendo son muy reales, así que lo que pretenden no es abolir la verdad, sino que el hecho objetivo de su opresión sea reconocido como verdad universal. Una aspiración perfectamente ilustrada, basada en la razón, la justicia y el deseo de emancipación. Y no quieren solo compensaciones simbólicas. Porque el derecho posmoderno a narrar está bien, pero el derecho tangible a la tierra y las reparaciones sociales y económicas está aún mejor.
Lo más preocupante de la crítica de Garrocho y Marina es la asociación que realizan entre pensamiento posmoderno e izquierda. La asociación debería establecerse, en todo caso, con el centro político. De hecho, los pensadores de izquierda llevan denunciándola desde hace años: gente como Nancy Fraser o Slavoj Žižek, críticos impenitentes de la lógica cultural del neoliberalismo. Mientras el centro-derecha liberal abrazaba las políticas identitarias y el relativismo para según qué cosas, buena parte de la izquierda seguía insistiendo en sus temas de siempre: la justicia social y la desigualdad. No es casual que los best sellers progresistas en los últimos años no los haya escrito ningún posmoderno, sino David Graeber, un pensador anarquista sin un ápice de simpatía por Foucault.
Escribe Marina que lo único que puede oponerse al populismo reaccionario es la Ilustración, la cual en este momento no puede ser de izquierdas ni de derechas. Pero la realidad es que hoy la principal defensora de la Ilustración es la izquierda. Porque es sobre todo ella la que defiende la razón (en forma de ciencia) y los valores universales (en forma de derechos humanos), frente a una derecha radicalizada que, como en el período de entreguerras, o bien se ha entregado en brazos de la irracionalidad o bien cede ante la ultraderecha por puro tacticismo.
La izquierda debe desde luego hacer autocrítica, pero es la derecha liberal quien carga con el peso de la culpa en la deriva ultra que parece engullir el mundo en estos tiempos. Y a esa derecha liberal se la oye muy poco flagelarse.
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