Opinión
El cambio climático y la roca que nos ciega
Por Rosa M. Tristán
El científico Fernando Valladares hablaba recientemente de "la roca que nos ciega", la que no nos permite ver ya más allá de nuestros pies, aunque ya nos esté comenzando a aplastar las uñas. Él hacía la metáfora al hilo del empeño del socialismo aragonés en invertir una millonada en negocios del esquí en los Pirineos, destrozando un paraje natural como es Canal Roya e hipotecando fondos destinados a "futuras generaciones" (de hecho, se llaman Next Generation). Horas después, el resumen de los informes de los últimos años del panel de expertos climáticos de la ONU (el llamado IPCC), nos ha puesto tales datos sobre la mesa y la necesidad de una urgencia para actuar que quienes, contra toda lógica racional, se empeñan en tener rocas delante, parece que viven en otro mundo.
En realidad, el resumen del VI informe del IPCC, que se inició en 2018, no nos descubre nada nuevo. Pero sí nos alerta: reaccionamos ya y con cambios drásticos o lo vamos a pasar muy mal. Para empezar, los expertos nos dicen que el calentamiento global actual de 1,1 °C por encima de temperaturas preindustriales será de 1,5 ° a mediados de siglo porque no hemos hecho nada, o casi nada, por evitarlo. Pese a que, en 2015, en el Acuerdo de París, con el funesto diagnóstico científico anterior, los líderes del mundo se comprometieron a tomar medidas con plazos y cifras. La situación ha empeorado. El pasado año, sin ir más lejos, las emisiones de efecto invernadero globales, lejos de disminuir, aumentaron un 1%. Y seguimos sacando combustibles fósiles de bajo de la tierra para ponerlos en la atmósfera, pero sin en 'recapturarlos' a gran escala para que el perjuicio sea menor, ya sea con más vegetación o tecnologías que no acaban de funcionar.
El rapapolvo tras el diagnóstico científico vino de nuevo del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, que ya no sabe qué decir para que los líderes, políticos y económicos, se quiten la roca que tienen delante y que mata, eso es verdad, más a unos más que otros: si naciste en un país en desarrollo y vulnerable al cambio climático, tu probabilidad de supervivencia es menor. Pero esa 'bomba climática' de las que les alerta no les inmuta: Biden abre Alaska a la extracción de petróleo; Xi Jinping, que preside la fábrica del mundo, ha aumentado los proyectos de carbón de China casi un 50 % en los últimos seis meses de 2022; y en la UE seguimos gastando más en armas para Ucrania que en políticas climáticas que no sean las de una transición energética que se está dejando en manos de las mismas multinacionales, generando con su forma de actuar un rechazo social en los territorios donde se implantan que es creciente y puede acabar generando indeseables negacionismos.
Cuenta el IPCC que se ha confirmado que el cambio climático exacerba fenómenos tan dañinos como sequías, inundaciones, huracanes u olas de calor, y que vamos a pasar hambre (inseguridad alimentaria, se llama) y sed (estrés hídrico) sobre todo en las regiones más vulnerables del planeta, como lo es España si no esperamos más para hacer algo, pero no sobre el papel, sino de verdad. Explica también que no es algo que vaya a impactar en unos pocos, sino que somos entre 3.300 y 3.600 millones de humanos habitando en zonas de riesgo y que en sólo 10 años ya ha habido 15 veces más víctimas en esos lugares vulnerables que en áreas menos afectadas. Y añade que si no queremos subir la temperatura más de ese 1,5 °C apenas tenemos siete años por delante, hasta 2030, para rebajar las emisiones contaminantes a la mitad.
Poco margen parece si miramos para atrás y comprobamos que la primera alarma científica sobre el calentamiento causado por el ser humano saltó hace medio siglo y que, desde entonces, hemos seguido como si no pasara nada, mientras el pequeño grupo que conforman las gentes de la investigación iban comprobando la infinidad de impactos asociados que estábamos generando. Hoy se sabe, por ejemplo, que la contaminación tiene una inercia que durará cientos o quizá miles de años, aunque la frenemos ya, que océanos y tierra van reduciendo su capacidad de captar CO2, que el deshielo de glaciares y polos es hoy irreversible salvo a muy largo plazo.
Los expertos, en la rueda de prensa internacional, querían dar un mensaje de esperanza ('hope' ha sido de las palabras más repetidas) y han vuelto a insistir en la necesidad de transformar la industria y el transporte, y mejorar la eficiencia energética, y cambiar el sistema de alimentación. Han insistido en el necesario desarrollo de energías renovables, sin profundizar en cómo se puede hacer a nivel global con materias primas finitas para ello, y han dicho que con apoyos financieros y de políticas "cada comunidad puede reducir o evitar el consumo con altas emisiones de carbono" además de pedir más fondos para adaptarse a los riesgos que ya no son evitables.
Una de las autoras de este informe del IPCC, la chilena Paulina Alduce, me comenta en una conversación telefónica que "esa esperanza está asociada a que se tomen decisiones de manera ambiciosa y urgente" y destacaba que ya se han perdido valiosos años. Me recordaba Alduce que antes de la transición energética "el informe deja claro que antes de la transición energética hay que cambiar los patrones de consumo, que son muy elevados, y eso pasa por cambiar los valores". "Yo creo que falta información, que si todos superan lo que tenemos enfrente habría más conciencia y más acciones", añade. Pero es la roca. Ese no querer ver detrás de ella porque lo que hay igual me cambia la vida, esa que basamos en el PIB.
Parece difícil, aunque poder se puede, que las comunidades contaminantes, como las que se mencionan, hoy dependientes del exterior para gran parte de los suministros, vayan a quitarse de los hombros el peso de un cambio de un sistema económico que está muy a gusto haciendo 'caja'. También lo parece que se vaya a conservar incólume a corto plazo entre el 30% y el 50% del planeta que se propone (pensemos que ha costado 20 años un Tratado Global del Océano) mientras en países como muchos africanos, Indonesia o Brasil, donde habita gran parte de la biodiversidad global a proteger, sigue imperando la pobreza. Y, además, sufren los impactos de un 'efecto invernadero' que ha hecho posible el bienestar en el hemisferio norte. Ahora, en Senegal, en Congo, en Mozambique o Mauritania descubren que tienen "oro negro" líquido o gaseoso que exprimir y que hay bancos europeos y americanos que se lo financian y empresas dispuestas a explotarlos cuyas sedes están en países tan respetables como Canadá, Reino Unido o Alemania. A fin de cuentas, ni los fondos para mitigar los daños climáticos, ni los destinados a adaptación, ni los que debieran compensar las pérdidas que ya son reales están funcionando, otra de las reclamaciones del IPCC.
Por otro lado, en una humanidad cada vez más urbanizada, los científicos climáticos indican que "las zonas urbanas ofrecen una oportunidad a escala global para fomentar una acción climática ambiciosa que contribuya al desarrollo sostenible". Y hablan de paneles verdes en las ciudades, esos focos de emisiones a compensar. Sin embargo, habito en una gran urbe, Madrid, en la que las plazas se convierten en sartenes de hormigón, granito y asfalto y están a la orden del día las talas de arboledas grandes y maduras para colocar palitroques que nunca podrán absorber tanto C02 como esos "cadáveres" de lo que parece una guerra contra la naturaleza viva. Decisiones tomadas por políticos que son elegidos por ciudadanos cegados por esa 'roca' a la que no hace mella la realidad.
Lo que no se comprende es que, dada la urgencia ante el desaguisado planetario, la ONU no haya cambiado los planes para que estos informes que, por lo menos, sirven para dar un 'virtual sopapo' a los mandamases, sigan haciéndose o ampliándose anualmente. Siguiendo la agenda prevista, hasta 2028 no habrá un nuevo compendio que retrate la evolución de la situación climática global, ya a las puertas de la década peligrosa, o mejor, aún más peligrosa. Nos quedan las cumbres del clima –la próxima en un país petrolero, Emiratos Árabes Unidos- pero que hace años que ya no llegan a acuerdos eficaces, a la vista está, y seguimos esperando a ver si el de hace ya siete años se cumple. De hecho, sólo la UE parecía estar avanzando hasta que se cruzó la guerra de Ucrania.
La "roca" no es fácil de quitar, aunque se puede. La forman cientos de miles de decisiones absurdas, como son invertir millones en un negocio para el esquí en una cordillera del sur de Europa, talar árboles en ciudades con crecientes olas de calor, desecar acuíferos en humedales por unas fresas, llevar melones a tierras meloneras desde el otro lado del mundo, cambiar el curso de los ríos que se quedan sin agua para regar en un desierto o construir campos de golf en islas volcánicas (La Palma). Son solo unos pocos ejemplos de un país que se dice en la senda de la sostenibilidad. El escritor Julio Llamazares me decía el otro día en una entrevista que hoy "todo lo que no es productivo económicamente no se considera que tenga valor", sean árboles, valles pirenaicos o ancianos. Al final, la roca arramblará con todos. Pensemos que estamos a tiempo de moverla. ¡PERO YA!
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