Columnas
Bárbara Rey y Juancar dan las campanadas
Por David Torres
Escritor
Actualizado a
Prefiero no consultar la tira de años que hace que abdicó el rey Juan Carlos por el vértigo que me da asomarme al pasado. Por aquel entonces yo tenía más pelo, más dinero, más trabajo, más salud, más testosterona, más futuro, más novias y no sigo, que me deprimo. Vamos, que estaba más surtido de todo excepto de años, achaques y borbones. Antes tenía un monarca y ahora tengo dos: el emérito y el oficial, el viajero y el quieto, el electrón y el protón, el caducado y el apto para el consumo. Uno por el precio de dos, gran oferta de MediaMarkt, y dos mejor que uno, como los plátanos de Canarias. La monarquía en España es un no parar de reproducirse, ya sea por el método tradicional, ya sea por subdivisión, como las amebas.
En España es que no tiramos nada. Nuestras madres nos enseñaron a usar las latas de galletas vacías para guardar botones caídos y relojes parados, a gastar la ropa hasta el límite y reconvertir las camisetas viejas en trapos de cocina. Por eso, al rey Juan Carlos también había que darle alguna utilidad, aparte de servir de fondo en las postales navideñas, rellenar revistas del corazón y hacerse fotos con beduinos. En seguida se nos ocurrió lo de comisionista, porque el rey Juan Carlos conoce a mucha gente, jeques árabes mayormente, y tampoco es plan de que los grandes empresarios hispánicos vayan por el mundo presentándose solos. Lo de transformarlo de pilar de la democracia y salvador de la patria televisivo en galán de la tercera edad con una rubia filosófica de por medio fue un giro de guion acojonante, toda una novedad en una teleserie dinástica francesa cuyo primer okupa en el trono, Felipe V el Animoso, a lo más que llegó fue a creerse una rana.
Antes de Corinna I, rubias filosóficas Juan Carlos las había tenido a montones, un secreto nacional a voces del que no se podía hablar en España por respeto a la corona y al matrimonio, dos instituciones que el rey emérito también respetaba a rajatabla. Pero de todas las amigas entrañables rubias que disfrutaron del favor real (por emplear un eufemismo acorde con ambas instituciones), ninguna más rubia que Bárbara Rey, actriz, vedette y monumento nacional, una mujer cuyo apellido ya daba pistas de por dónde iban a ir los tiros. Los españoles tardamos décadas en certificar otro secreto a voces que se rumoreaba en tabernas, ministerios, burdeles y colegios, a saber, que el romance entre nuestro campechano monarca y su rubia favorita nos había costado un chantaje millonario que pagamos a tocateja. Lo que no sabíamos era si los cheques estaban incluidos en el apartado de regatas o en el de campechanía.
De repente, el guion da otro volantazo y Bárbara Rey empieza a revelar unos cuantos detalles sórdidos en lo que suponíamos una historia de amor encuadernada en las rutilantes páginas de la prensa rosa. Dice, con notorio rencor, que Juan Carlos era un rácano, que nunca le hizo un regalo, ni siquiera unas flores, un rasgo que en realidad muestra cuán cuidadoso era nuestro querido monarca con el dinero de todos los españoles. Que Manuel Prado y Colón de Carvajal le colocó 25 millones de pesetas en un banco en Suiza para que cerrase la boca. Que una vez intentaron matarla cortándole la dirección del coche y que era ella quien tenía que tomar precauciones para no quedarse embarazada. Parecía Belén Esteban comentando sus polvos con Jesulín de Ubrique, pero era Bárbara Rey aireando los suyos con el rey de España. Si esto no es una democracia plena, que venga Franco y lo vea.
Dejando aparte los detalles ginecológicos, es enternecedor vivir en un país donde la jefatura del Estado pasa de puntillas desde unos artículos de la Constitución a una tertulia salchichera de Telecinco. No me hagan mucho caso, pero yo apostaría a que el rey Felipe VI no va a comentar estas excitantes novedades familiares en su tradicional mensaje navideño. Dicen que la república está más cerca que nunca, pero si por cualquier cosa hay otra abdicación, tengan por seguro que la princesa Leonor subiría al trono, aunque yo, la verdad, preferiría a Froilán, no por machismo, sino por las risas. Así seguiríamos con una nueva versión de la Santísima Trinidad envasada en un bote de 3-en-uno. Otra cosa no, pero los borbones tienen banquillo para hartarnos. En cuanto a Bárbara Rey y Juan Carlos, no sé qué está esperando alguna cadena para ofrecerles la retransmisión de las campanadas en Nochevieja mientras se reconcilian en directo. Lo petan.
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