El caso de Gisèle Pélicot redefine la lucha contra la violencia sexual y la impunidad social
La sentencia condena a Dominique Pélicot a 20 años de prisión y distribuye penas que suman más de 400 años para los otros 51 implicados en la violación más terrible de la última década.
Madrid-
El nombre de Gisèle Pélicot es a día de hoy todo un símbolo. Una imagen de arrojo y dignidad, pero a su vez de sufrimiento, indignación y una cruda ventana a las formas más brutales de violencia contra las mujeres. La sentencia dictada tras 15 semanas de juicio, por el tribunal de Aviñón este jueves, ha condenado a su exmarido Dominique Pélicot a 20 años de prisión y ha distribuido penas que suman más de 400 años para los otros 51 implicados en la violación más impactante de la última década. El fallo ha marcado, sin duda, un antes y después en la Justicia francesa. Más allá de las cifras y el procedimiento judicial en sí mismo, este caso ha puesto sobre la mesa como pocos lo habían hecho antes la necesidad de reflexionar sobre las estructuras sociales y culturales que permiten que se perpetren tales agresiones.
Entre 2011 y 2020, Dominique Pélicot drogó sistemáticamente a la que fuera su esposa con ansiolíticos mezclados en su comida y bebida. La sumisión química convertía a Gisèle Pélicot en una "muñeca de trapo", en palabras de ella misma, permitiendo que decenas de hombres la violaran repetidamente mientras él grababa las agresiones. Cada violación fue planeada y organizada por su propio marido, que utilizando plataformas digitales para contactar a los agresores. Las pruebas reunidas incluían más de 20.000 vídeos y fotografías que documentaban al menos 92 violaciones.
A priori, la magnitud de este horror desafía y pone contra las cuerdas cualquier intento de racionalización o entendimiento inicial. Sin embargo, como han explicado a Público estos meses atrás diferentes especialistas en violencia machista, analizar cómo pudo mantenerse en silencio una red de violencia tan extensiva durante tanto tiempo es clave e imprescindible, si de lo que se trata es de aspirar a una sociedad que se responsabilice en común de la violencia sexual. Y así lo desea Gisèle Pélicot: "Tengo confianza ahora en nuestra capacidad de afrontar colectivamente un futuro en el que todos, hombres y mujeres, puedan vivir en armonía con respeto y comprensión mutua", expresaba en la mañana de este jueves.
La violencia sexual, como muchas otras formas de violencia de género, encuentra refugio en el miedo y la vergüenza de las víctimas, la complicidad de los perpetradores y la indiferencia de quienes estamos alrededor. En este caso, ese pacto de silencio fue particularmente dañino: durante años, múltiples hombres participaron en estas agresiones con la certeza de que ninguno se delataría. Nadie ahí cuestionó la situación, ninguno denunció. Incluso tras haber sido identificados, solo 16 de ellos se han disculpado.
Gisèle Pélicot decidió justamente romper ese silencio impuesto con contundencia. Al decidir que su juicio fuera público, transformó su tormento en una vía de denuncia y, a su vez, de educación. "La vergüenza debe cambiar de bando", dijo en boca de su equipo jurídico, reivindicando su derecho a no esconderse, a no ser definida por el crimen que otros cometieron contra ella. Su valentía, aunque no debiera presuponerse en ninguna persona victimizada, ha convertido este caso en un punto de inflexión en la lucha contra la violencia sexual, pero también ha expuesto cómo las mujeres son conscientes de que la sociedad y las instituciones judiciales a menudo les fallan cuando piden auxilio.
La cosificación de Gisèle Pélicot por parte de su marido y de los otros agresores es reflejo de una percepción extendida de las mujeres como objetos sin agencia ni derechos. Prejuicio con el que decidió romper desde el momento en el que la vimos salir ella misma a declarar ante los medios y hablar sin tapujos, desmantelando a su vez los estereotipos que pudieran sobrevolar a los perpetradores. Entre los acusados había hombres de todas las edades, profesiones y niveles socioeconómicos. Desde un entrenador deportivo jubilado hasta un fontanero y un exsoldado, todos compartieron una visión deshumanizadora hacia Giséle Pélicot. No había un perfil único ni un patrón, más allá de la impunidad que les ha conferido históricamente el patriarcado a quienes violentaban a las mujeres. La narrativa del "monstruo" como una figura excepcional y ajena a la sociedad no se sostiene aquí; los victimarios eran hombres "normales", perfectamente integrados en sus comunidades.
En su testimonio ante el tribunal, Gisèle Pélicot se expresó con claridad: su lucha no era solo por ella, sino por todas las mujeres que nunca llegan a ser reconocidas como víctimas de un delito contra su libertad sexual. "En estos momentos pienso en las víctimas no reconocidas cuyas historias quedan en la sombra, quiero que sepan que compartimos la misma lucha", ha vuelto a repetir tras conocer la sentencia. Ella es consciente del largo camino que hay que atravesar para llegar a ahí, a la reparación; pero también para lograr armonizar y estructurar lo que el propio cuerpo ha parecido ocultamente. Hay que recordar que aunque sufría síntomas físicos y psicológicos sin aparente explicación, estos nunca fueron relacionados con la sumisión química a la que su expareja la sometía. Ya fuera por falta de perspectiva o de formación de quienes la asistieron, se tardó mucho en identificar que todas estas señales apuntaban a la violencia que experimentaba.
Parece que la sentencia ha dejado una sensación de justicia para Gisèle Pélicot. "Respeto a la corte y la decisión", ha leído ante los medios de comunicación. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si no existieran las grabaciones que documentaron las agresiones? ¿Cómo podemos asegurar que las víctimas de violencia sexual reciban apoyo y justicia, incluso en ausencia de pruebas tan contundentes con esas? Más allá de los tiempos judiciales, si algo se puede sacar en claro es que el caso abre un abanico de interrogantes que habrá que seguir haciéndose y pensando –a poder ser– en colectivo.
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