berlín
Actualizado:Cuando creí ser emigrante aun no conocía el significado de esa palabra. Como muchas gallegas crecí escuchando las aventuras de mis abuelos en Buenos Aires y luego en La Habana. A través de sus historias, América se convirtió en un lugar mágico, donde habitaban gentes de otro color que, según mi abuela, "olían distinto" y hablaban con un acento extraño.
Mi abuela Josefa siempre recordaba el malecón cubano y los negros que trabajaban cargando y descargando barcos en el puerto. También contaba que había trabajado de ama de llaves de una familia pudiente, y que el señor de la casa intentó llevársela a la cama una decena de veces. "No lo consiguió nunca" decía siempre orgullosa.
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Josefa había nacido en Pola de Allande, que entonces debía ser uno de los municipios más diminutos de la cordillera Cantábrica. No quería saber nada de vacas y con catorce años subió a un barco; cuando regresó, en 1934, se había casado en Cuba con mi abuelo, un gallego soñador, que había conocido en un baile en el Centro Gallego de La Habana. Ella había emigrado por necesidad. Él, «por amor a la aventura».
Mi abuelo Andrés dejó un diario cerrado en 1919. Con una caligrafía hermosa, en una libreta con lomo de libro, y una prosa barroca y madura para un chico de su edad, mi abuelo anotó las peripecias que le sucedieron en su primer viaje de ultramar. Una serie de ocurrencias narradas por un muchacho de quince años, nacido en la aldea de los Carballás, cerca de Teixeiro, que antes de cruzar el Atlántico, solo había alcanzado a estar en una ciudad: A Coruña. En la primera página de su diario escribió el título: Ilusiones perdidas o mi entusiasmo de marchar a Buenos Aires.
El joven Andrés era un chico persistente y, tras insistir durante años, por fin logró convencer sus padres de que le dieran la bendición para viajar. No obstante, la noche antes de su partida tuvo ganas de cancelarlo todo por lo duro que le resultaba despedirse de su madre: "Tenía que llorar o reventar, una de dos". En su aventura le acompañaba un primo que, entre otras muchas cosas, llevaba una jaula con un canario.
Más adelante narra una situación rocambolesca en la que por culpa del pájaro, él, su amigo y un "cochero" estafador, terminan todos (incluyendo la jaula con el animal) en la comisaría. Me resultó curioso que fuera un canario el ave que su compañero llevó a la Argentina. Uno de los recuerdos más intensos que tengo de mis abuelos era que, "padrino y madrina", como les llamábamos, siempre vivieron con un canario cantarín, al que hablaban con un castellano de deje extraño y sofisticado, que me conmovía.
Mi abuelo salió del puerto de A Coruña el 3 de noviembre de 1913 en el vapor Amiral de Kersaint que años más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, sería hundido por un submarino alemán, el U-64, el 14 de septiembre de 1917, frente al fin y al cabo de Tortosa. Esto último no aparece en su diario, sino que lo he investigado y lo incluyo aquí porque creo que a mi abuelo le habría gustardo este detalle sobre la suerte que corrió el barco que lo transportó a la tierra de sus sueños.
Un mes más tarde, el 5 de diciembre, "el Amiral de Kersaint echó anclas en la dársena norte del puerto de Buenos Aires" y, al día siguiente, Andrés comienza a trabajar en la fábrica de tejidos Pereira, Pinto y Compañía. Allí está nueve meses mientras va conociendo la ciudad y a personajes como Patricio C. Ryan, "director de las Escuelas Sudamericanas por correspondencia". Gracias a este señor Ryan, estudia "teneduría de libros" hasta que le dan un diploma y abandona la fábrica de tejidos.
Después de eso, trabaja en la joyería-relojería del señor Ramón Escasany, natural de Barcelona. Tras buscarlo en Internet, descubro que es cierto que estos joyeros, emigrantes catalanes, llevan desde el año 1886 en Buenos Aires y siguen estando en las calles Ribadavia con Perú, exactamente donde los sitúa mi abuelo hace cien años. Entre "las casas de comercio" que menciona están la de Avelino Cabezas que, comenzó como una sastrería, "hoy tiene más de media manzana". El señor Avelino Cabezas, otro emigrante de éxito como Escasany, era natural de Ferrol.
De la Pampa y un poeta
Tras pasar tres años en Buenos Aires, Andrés decide "conocer un poco la vida y costumbres del campo". Para eso viaja a la Pampa Central, donde va como "apuntador y secretario" de la Estancia La Puna, donde trabajan peones, la mayoría italianos y criollos, y tres españoles. "No bien esclarecía el día se sentía la campana... El desayuno consistía en mate amargo y galleta más dura que el mármol". La estancia contaba con 92.000 cabezas de ganado, pero lo que más le sorprende es que "en el campo no hay justicia ni defensa... Del más chico al más grande traen cuchillo o revólver en jarra y por cualquier nimiedad se quitan la vida".
En su diario no queda claro se trabajó de periodista freelance o para la revista argentina El Hogar, que menciona en una ocasión. El asunto es que de pronto ya no está en la Pampa, sino haciendo su primera entrevista: "Fue al gran poeta Don Carlos Guido y Spano y me recibió según su costumbre muy amablemente... Me señaló una solla para que tomara asiento y me preguntó, entre otras muchas cosas, cuantos años tenía, y después de habérselo dicho, me habló de este modo: 'Pues hijo aquí donde estoy llevo más tiempo postrado en la cama que años tiene usted'".
Tras hacer mi propia investigación resulta que como dice mi abuelo, el escritor Guido y Spano fue un gran poeta romántico. También es verdad que no se movió de su cama durante muchos años, pero al contrario de lo que afirma mi abuelo, quien dice que "el reumatismo lo dejó postrado", al parecer Guido y Spano, no sufría de ninguna enfermedad física, sino que debía ser un señor poeta, sensible y extravagante, que se recluyó por pura voluntad.
La pandemia de hace un siglo
"La gripe en Buenos Aires". Así tituló una parte del diario donde narra una de las epidemias más graves de la historia reciente, que mató a cincuenta millones de personas. "En el mes de octubre de 1918 todos los diarios de la República y mayormente los de Buenos Aires se ocupaban extensamente de las muchas medidas que debían tomarse para evitar lo contagio de la gripe". Esa grippe, (lo escribe en francés, con dos pes) según los periódicos de la época, tenía su origen en la gripe española.
Según mi abuelo, la gripe no fue tan mala como en Europa quizás debido a las "acertadas medidas que se tomaron". Los barcos que llegaban de ultramar, eran revisados por un cuerpo de sanidad marítima y "el vapor era desinfectado y se ponía en cuarentena, mientras el enfermo o enfermos eran trasladados al 'aislamiento' del Hospital Muñíz o a la isla de San Martín García... Hicieron cerrar provisionalmente los teatros, biógrafos [locales donde se proyectaban películas], cafés, bares... Y toda clase de salones para espectáculos, lecherías y despachos de bebidas, que normalmente están abiertos toda la noche, tenían que cerrar a las once p.m.". Y, lo mismo que ocurrió con el covid-19 y nuestras urbes, la ciudad de Buenos Aires presentaba un aspecto muy triste: "No había ni un biógrafo abierto para ir a ver al gracioso Carlitos Chaplin".
El fin de la Gran Guerra
"El 11 de noviembre, fecha inolvidable en que terminó la gran carnicería europea... A las 8:45 a.m., hora en que llegó a Buenos Aires un telegrama con la feliz noticia de que había sido firmado el armisticio, fue como si la ciudad despertara de un sueño".
En aquella época parece que se entendía mejor el peso de una guerra. Mi abuelo relata que cuando reciben la noticia del final de la Primera Guerra Mundial, "por todas partes se sentían las sirenas de fábricas, las de la prensa, la de los buques fondeados en el puerto y en las redacciones de los diarios tiraban gran cantidad de bombas, las banderas de los países aliados salían como por máquina a las ventanas y balcones... Y en un momento la mayor parte de las casas de toda la ciudad quedaron adornadas con los múltiples colores de las banderas aliadas... Gran cantidad de público en manifestaciones con bandas de música y cantando la Marsellesa... Y entonces nadie hablaba de la grippe, ni se adoptaban más medidas de antes, todos alegres y contentos".
Leyendo lo que escribe sobre la guerra no me cabe duda de que mi abuelo Andrés era pacifista. Ahora entiendo cuánto le debió doler regresar a su país justo cuando comenzaba nuestra guerra civil. El pobre se salvó del "arte de matar para reparar injusticias cometiendo otras que no pueden repararse", para tener que vivir de aquella la sangría de nuestro propio conflicto.
Mis ilusiones perdidas
Su diario continúa narrando las maravillas de la gran ciudad de Buenos Aires hasta su regreso a España: "El 22 de mayo de 1919 embarqué en el vapor inglés Duma en el puerto de la Plata, muy contento y lleno de alegría, aunque para España no llevo las ilusiones que traía para Buenos Aires".
El 12 de junio llegan a Lisboa, "una de las ciudades para mi gusto más hermosas que vine". Aunque el diario tiene 79 páginas escritas y numeradas por mi abuelo, con todo, la narración se trunca en la página 72, cuando por fin se abraza a su madre y lloran juntos: "Me vi en los brazos de mi madre y que a los dos nos corrían abundantemente lágrimas, pero esta vez...".
Faltan las cinco páginas siguientes, que alguien arrancó y luego en la página 77 hay un largo poema sin título, en el que cavila sobre la vida y el paso del tiempo. Años más tarde, en algún momento, mi abuelo regresa a su América, esta vez a Cuba, donde conoce y se casa con mi abuela Josefa.
Los padrinos siempre nos hablaron con saudade de aquellas tierras americanas. Nos dejaron retratos en blanco y negro, placas fotográficas vestidos de punta en blanco, un par de canotiers, un bastón con mango de plata, ese manuscrito que tiene más de cien años y decenas de historias que a mí me alimentaron la fantasía para el resto de mis días.
Cada Navidad cantaban y lloraban su Buenos Aires querido. Sin duda, aquellas escenas y sus palabras emocionadas de nostalgia encontraron la manera de meterse bajo mi piel. El hornigueo que me causaron aquellas narraciones sobre tierras lejanas, gauchos de la Pampa, facas afiladas y salones alumbrados con candelabros que brillaban más que la luna, me acompañó toda la vida, desde que se me grabaron en la memoria, siendo una niña, hasta que a los dieciocho años me fui a Madrid, para después mudarme a los Estados Unidos. Su Buenos Aires era mi Nueva York.
Polaroids made in
La culpa de ese giro de compás hacia Norteamérica la tuvo otro pariente emigrante. Se llamaba Manuel y era un tío de Arteixo, hermano de mi abuelo materno, que había emigrado a la ciudad de los rascacielos en 1920. Al contrario que mis abuelos paternos, Manuel nunca regresó para quedarse. Se casó con Florence, tuvo tres hijos y muchos nietos, y pasó toda la vida trabajando para la cervecera Budweiser.
Con todo, durante años, nos visitaban cada verano y siempre nos traían camisetas de esa marca de cerveza y frascos de mantequilla de cacahuete, que mis hermanos y yo detestábamos. No obstante, yo adoraba las visitas de los tíos de Nueva York, como siempre los llamamos. Verlos aparecer con aquellas sonrisas de dientes inmaculados y ropas en tonos de cinemascope, era como vivir el comienzo de un día despejado, repleto de posibilidades.
Esa pareja de jubilados eran un vaso de agua fresco lleno de burbujas, un ramo de flores vivo en aquellos días grises, serios y lluviosos que componen mis recuerdos de los últimos años del franquismo. Florence, su esposa neoyorquina, modernísima para aquella época española, era alta, llevaba el pelo gris, largo y suelto; fumaba, pintaba los labios de un rojo intenso y siempre se vestía de colores que yo ni sabía que existían. Además, siempre llevaba pantalones.
Tenía una cámara Polaroid que era mágica y escupía fotos de mi familia: mis hermanos sonriendo y yo siempre con la boca abierta, fascinada con aquella pareja de mediana edad que, una vez al año, se teletransportaban a nuestro piso coruñés. Mi tío Manuel tenía el pelo blanquísimo, podía ser el doble de Spencer Tracy, vestía con camisetas hawaianas y llevaba un sombrero de paja. Siempre parecían felices, sonreían y bromeaban con nosotros.
Florence era una Katherine Hepburn en versión fea, graciosa. No hablaba una palabra de castellano, pero reía constantemente y fumaba mucho observándonos, hechizada: mi padre intentando practicar su inglés, mi madre repitiéndole las cosas a gritos mil veces y mi tío Manuel siempre traduciéndole todo con mucha paciencia.
Les gustaba beber vino de Rioja y martinis, que mi padre disfrutaba preparando. Muchos años más tarde visité la isla de Ellis y encontré su nombre, Manuel Cedeira, inscrito en el panel 497 del monumento que conmemora los emigrantes que construyeron los EUA. Este final feliz de Super 8 a veces también forma parte de ser emigrante.
Autorretrato
Entre las historias cubano-bonaerenses de mis abuelos y el estilo de mis tíos neoyorquinos, la idea de que al otro lado del océano había un mundo de colores y acentos extraños se me instaló de tal manera en algún lugar del corazón que, en cuanto pude, abandoné este país y desde entonces nunca volví para quedarme.
Emigrar a los Estados Unidos fue muy diferente de emigrar a Alemania, donde ahora resido. Cuando me fui a "América" en los años noventa, el país no estaba regentado por un psicópata racista que planeaba dividir la nación y construir un muro. No obstante, de igual modo, pronto comprendí las ventajas de ser blanca y europea.
Descubrí que no es lo mismo viajar en Iberia para convertirse en emigrante, que cruzar la frontera con un coyote porque no hay otra opción que ser emigrante. El privilegio es una de esas cosas que no se sabe que se tiene, hasta darse cuenta de que otros no lo poseen.
Poco a poco entendí qué significa hacer trabajos absurdos y mal pagados, solo para poder llegar al alquiler. Descubrí atónita que había críos de doce años que servían para fregar, los llamaban dishwashers (friegaplatos), aunque no sabían leer. Aprendí que la "migra" es el principio de la jaqueca y que el ilegal es diana de tiro para lo cual quiera disparar. No hay dónde esconderse. Los "sin papeles" están en manos ajenas, que pueden ser amables o sádicas. Esa vulnerabilidad también es ser emigrante.
Que limpie el invitado
Años más tarde me mudé a Berlín. En Alemania, al ser europeo, al ser legal, las cosas ya fueron mucho más sencillas. La xenofobia la sentí en contadas ocasiones por no manejar bien el idioma. Pero no el miedo a que alguien te amenace con llamar a la "migra". Tengo tanto derecho a trabajar en Europa como un banquero de Fráncfort.
Los chicos emigrantes españoles, que crecen como setas en Berlín, conforman esa nueva manera de emigrar que es más una ilusión por la aventura. Nada que ver con la emigración española a la Alemania de los años setenta, cuando no sólo la necesidad imperiosa era el compás que marcaba el rumbo, sino que el abuso y la falta de derechos de los trabajadores emigrantes estaban a la orden del día.
En esa época a los emigrantes nos denominaba "trabajadores invitados" (Gastarbeiter), eufemismo que la RFA se sacó de la manga para no facilitarles la estadía, cuando calculó que era más barato dejarles trabajar en barracas abarrotadas y después de un tiempo mandarles de vuelta a casa, que patrocinarles la asimilación en la sociedad alemana proporcionándoles educación, salarios dignos, sanidad y vivienda. Con frecuencia los "invitados" vivían en antiguos barracones del ejército, cerca de las fábricas donde trabajaban de sol a sombra, y dormían en literas con decenas de trabajadores italianos y turcos. Eso es ser emigrante.
Yo no sé si entendí el significado de esta palabra que los gallegos llevamos tatuada en el ADN. Creo que cada persona la define con un matiz distinto, a través de su propia experiencia. Emigrar hace cien años a América o a Europa hace cuarenta, me parece que era más duro de lo que es hacerlo ahora, ostentando un pasaporte de un país holgado, que forma parte de uno de los continentes más ricos del universo.
Yo creía ser emigrante y por un tiempo tal vez lo fui. Pero no me cabe duda de que mis abuelos lo fueron, de que mi tío Manuel también lo fue y de que los famosos "trabajadores invitados" que ayudaron a levantar la economía de la RFA en los setenta, cuando la crisis del petróleo reventó a medio planeta, fueron de verdad la personificación del término emigrante. Porque lo que sí creo entender del significado de este vocablo es que de lo que se trata es de mejorar. Emigrar es vivir y en ese camino te pondrán zancadillas, porque, como escribió mi abuelo, "por el mundo no se encuentran madres", pero se corren aventuras y se conocen personas afables y gentes nobles, que van a ir la donde haga falta para crearse una vida mejor. Y en eso, en esta tierra, somos expertos.
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