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"¡Que se vayan todos!": el estallido social argentino cumple veinte años
En las protestas del 19 y 20 de diciembre de 2001 hubo 39 muertos a manos de la policía, una ola de indignación nunca vista y un presidente que salió huyendo en helicóptero tras dejar a Argentina en la bancarrota.
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Un día después de decretar el estado de sitio en Argentina y de reprimir a sangre y fuego a los manifestantes, el presidente Fernando de la Rúa abandonaba la Casa Rosada en el helicóptero que le aguardaba en la azotea. Ésa es quizás la imagen más icónica de aquel diciembre negro de 2001. Abajo, en la Plaza de Mayo, una multitud de indignados, saqueados por banqueros y políticos, clamaba contra el establishment mientras esquivaba las balas de la policía: "¡Que se vayan todos!".
El estallido social del 19 y 20 de diciembre dejó un saldo de 39 muertos, cientos de heridos y miles de detenidos en todo el país. La crisis económica y el corralito bancario arruinaron las vidas de millones de pequeños ahorradores y asalariados. De la Rúa y su Gobierno caerían arrastrados por sus propios excesos. Cuatro presidentes se sucederían en el cargo en menos de quince días y las heridas económicas y sociales tardarían varios años en cicatrizar. Argentina vive hoy, veinte años después, otro diciembre lleno de incertidumbre, muy diferente al de 2001 pero marcado por esa sensación perenne de que una deuda externa descomunal y una devaluación constante de la moneda son tan argentinas como el mate y el asado de tira.
Como ocurre con los casos de los detenidos-desaparecidos de la dictadura, placas colocadas en las aceras del centro de Buenos Aires recuerdan a algunas de las víctimas de la feroz represión policial de 2001. El entonces secretario de Seguridad, Enrique Mathov, varios jefes de la policía federal y algunos agentes que abrieron fuego contra los manifestantes fueron condenados en 2016 (quince años después) a penas de entre cuatro y seis años de cárcel. Pero el gran responsable de aquella matanza, el presidente De la Rúa, falleció en 2019 sin haber sido juzgado.
Aquellos sucesos han quedado grabados en el imaginario de los argentinos. Imposible olvidar las caceroladas de la clase media, la rabia de los piqueteros, la desolación de miles de trabajadores que vieron cómo sus fábricas y talleres iban cerrando en cadena… Una exposición fotográfica, 2001: Memoria del caos, reúne estos días en Buenos Aires las imágenes de aquellos días de vértigo. Son las instantáneas del hundimiento de una sociedad, la parábola gráfica de una gran estafa perpetrada por el Estado.
"No podemos dejar de recordar esos días sin que aparezcan las causas y consecuencias del estallido traducidas en imágenes. Bitácoras del desasosiego luego de la fiesta liberal que vino a fagocitar nuestras vidas", escribe en la presentación de la muestra su comisaria, Verónica Mastrosimone. Dos imágenes simbolizan y resumen el caos de 2001: el cuerpo ensangrentado por las balas de la policía de Jorge Cárdenas en las escalinatas del Congreso y el helicóptero presidencial tomando vuelo desde la azotea de la Casa Rosada.
Hay otra imagen de aquel diciembre infame que nadie ha olvidado en Argentina. Es la del ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunciando a primeros de mes la aprobación del decreto 1570/2001, el denominado corralito. Cavallo había sido el artífice, diez años antes, de aquel invento endemoniado que fue la convertibilidad del peso-dólar. El corralito restringía la retirada de fondos de los bancos a 250 pesos o dólares a la semana y limitaba los giros al extranjero. Con el decreto, el Gobierno trataba de taponar la fuga de divisas, que para diciembre ya se acercaba a los 20.000 millones de dólares. Las grandes fortunas ya habían trasladado sus dólares a refugios seguros, pero los pequeños ahorradores se vieron atrapados por una red de la que ya no se liberarían.
El viaje al abismo de Argentina había comenzado, en realidad, unos años antes. La Alianza (la coalición de la Unión Cívica Radical y el centroizquierdista Frente País Solidario) llega al poder en 1999 y se encuentra con el legado neoliberal de Carlos Menem, una pesadísima losa económica provocada por una convertibilidad que asfixiaba la competitividad de las empresas argentinas. Cuando el Fondo Monetario Internacional (FMI) le soltó la mano al país, incapaz de hacer frente a sus vencimientos de deuda, la crisis se hizo ingobernable.
La mecha de la indignación fue prendiendo a lo largo y ancho del país. Las escenas de saqueos en supermercados se sucedían. Aquellos que habían depositado sus ahorros en cuentas bancarias se agolpaban a las puertas de las entidades, convertidas en edificios blindados. Las caceroladas eran el pan de cada día, el único desahogo para una población exhausta. Y entonces llegó el estado de sitio del 19D, la última cerilla arrojada desde la Casa Rosada a la gasolina que había ido derramando previamente.
Una multitud se dio cita en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, la zona cero de unas protestas que se extendieron de Jujuy a la Patagonia. Militantes de las organizaciones de izquierda se enfrentaron a la policía montada en las inmediaciones de la plaza. Esa noche y al día siguiente hubo varios muertos de bala en Buenos Aires y otras ciudades.
A las siete de la tarde del 20 de diciembre, De la Rúa da la espantada. El desenlace es conocido. Tras su dimisión, cuatro presidentes juran el cargo en menos de dos semanas: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde. El peronismo volvía a tomar las riendas del poder. Fue Rodríguez Saá, exgobernador de la provincia de San Luis, quien, en medio de una ovación, anunció en el Congreso el cese de pagos de la deuda externa.
Argentina, siempre desmesurada, presentaba el default más grande de la historia: 144.000 millones de dólares. Y la convertibilidad, ese falso sueño del "uno a uno", llegaba a su fin. La pesificación de los depósitos en dólares (tras una megadevaluación de la moneda argentina) dio la puntilla a una clase media que se precipitaba hacia el foso de la pobreza. El país tardó varios años en recuperar el aliento. El boom de las materias primas en la primera década del siglo y una acertada política de reestructuración de la deuda bajo el Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) hicieron que Argentina fuera saliendo poco a poco de la pesadilla de 2001.
De crisis en crisis
Veinte años más tarde, la situación económica es más estable pero la pandemia ha frenado en seco las expectativas que se generaron en octubre de 2019, con el retorno del kirchnerismo al poder y el fin de otra breve era de neoliberalismo salvaje bajo la conducción del derechista Mauricio Macri (2015-2019). El PIB se contrajo un 10% el año pasado, pero la economía se ha recuperado este año y se espera un efecto rebote que compense la caída de 2020.
La pandemia ha sido especialmente dañina en Argentina. La recesión amaina pero las secuelas de casi dos años de crisis sanitaria son enormes. La pobreza ya alcanza al 42% de la población (en 2001 llegaba al 35%). Y la inflación va a acabar el año por encima del 50% (la convertibilidad peso-dólar neutralizaba la subida de precios, pero en 2002 se disparó al 41%). El peso se ha devaluado tanto que cuesta seguir el rastro de su permanente caída. En abril de 2018, antes del último torbellino financiero, un dólar cotizaba a unos 20 pesos. En 2021 ronda los cien.
Hoy como ayer, la gran espada de Damocles de Argentina, la deuda externa, pende sobre las cabezas de los argentinos. El Gobierno peronista de Alberto Fernández negocia desde el año pasado con el FMI la refinanciación de una deuda contraída durante el mandato de Macri, en abril de 2018. El organismo multilateral otorgó entonces al gobierno conservador el mayor crédito de su historia: unos 45.000 millones de dólares, un monto que se deberá devolver entre 2022 y 2024.
Pero la crisis ha dejado al Banco Central argentino casi sin dólares para hacer frente a esos pagos. Como ha dicho Fernández recientemente, a su Gobierno le toca abonar algo que no pidió. La historia se repite. Hace veinte años, a los argentinos también les tocó pagar -con sus ahorros, sus empleos y sus vidas- una fiesta neoliberal a la que la gran mayoría de la población no había sido invitada.
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