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La última esperanza de los haitianos

Coral Cesselesse alberga a 3.000 desplazados por el seísmo

DANIEL LOZANO

Cientos de luciérnagas solares iluminan la oscuridad en Coral Cesselesse, la gran apuesta humanitaria del presidente René Préval y de la ONU. Las pequeñas linternas, que se cargan con luz solar, acompañan la noche de los más de 3.000 desplazados que conviven en el campo de la esperanza, preparado para soportar las lluvias, que de hecho ya lo están poniendo a prueba. 'Llovió muchísimo, pero aguantamos bien. Canalizaron el agua. Aquí sí vivimos con dignidad', resume a Público Pierre Sanon, sociólogo y uno de los líderes de OU (Organización Unión), nacida en el interior del campo de desplazados.

El nuevo campamento piloto, situado a 20 kilómetros de Puerto Príncipe, se mejora a marchas forzadas. Es el modelo para enfrentarse a uno de los mayores desafíos en la historia de la comunidad internacional: proporcionar refugio seguro a más de un millón de haitianos sin hogar antes de que la estación de lluvias y los ciclones se ensañen aún más si cabe con esta tragedia humana.

Préval quiere desalojar todos los asentamientos improvisados

Por supuesto, Coral Cesselesse no es la Utopía de Thomas Moro. 'Por la mañana hace un calor terrible, y aquí no hay una sola sombra. La gente se deshidrata, hay insolaciones. Y luego por la noche vienen los mosquitos, infernales, y hasta ocho clases de bichos', se queja Sanon. Pero el gran problema es la lejanía de la capital y, por lo tanto, de un empleo con el que todos sueñan ahora en un país donde la economía se derrumbó junto a los edificios.

'Nosotros llegamos hoy desde el campamento del campo de golf de Pétionville, nos trajo la Minustah [ONU]', relata Charles Dumore. Este profesor de 32 años, junto a su mujer y a su hija, ya imagina la vida que les espera en los próximos meses en su tienda de campaña de cinco metros de largo por 2,5 de ancho. Abrumado al principio, la conversación le sirve para desahogarse, para soltar las cuentas de su alma. 'Allí estábamos casi inundados, pero podía ir a trabajar. Aquí, ¿cuál será nuestro futuro?'. Su vida y la de millones de haitianos se desplomó el 12 de enero en 43 segundos malditos. Han pasado más de cien días, una pequeña parte de todo lo que queda por sufrir.

La familia Dumore observa cómo los voluntarios construyen 300 inodoros y 24 duchas. Hay carpas de la policía, de Unicef, de la Minustah, incluso de las ONG que les alimentarán. Pero cuando Charles mira más allá de los límites de su campamento, sólo ve esa tierra de nadie con rastrojos y sin limpiar, donde varios cientos de tiendas de campaña han crecido de forma anárquica. Son 'los otros', desplazados que malviven en el vecino Campo Obama, desheredados entre los miserables. Hasta el campo vecino acuden a pedir agua y comida. Incluso algunos les ven como un peligro para su seguridad.

El salvaje terremoto del 12 de enero ha cambiado Haití de cabo a rabo; incluso sus clases sociales, no sólo determinadas por los privilegiados que hoy tienen empleo, sino por la vivienda. Al menos son cinco grupos con sueños comunes y pesadillas distintas. El primero, compuesto por los que conservaron sus hogares, sin desperfectos.

El campamento, a 20 kilómetros de la capital, hace difícil ir a trabajar

El segundo, los 200.000 que han emigrado de forma silenciosa a República Dominicana o al interior del país (unos 600.000), pero que pueden volver en cualquier momento. El tercero, los que malviven en los casi mil campamentos que marcan la nueva geografía humana de Puerto Príncipe. El cuarto está conformado por los que pasan el día en sus antiguas casas, pero que de noche duermen en la calle, unos por miedo, otros porque no quieren perder las ayudas. Y el quinto grupo, el más pequeño, el de los que ya viven en los campos de esperanza.

De momento, el Gobierno de Préval ha concedido una moratoria de tres semanas para que los desplazados que habitan en campos levantados en escuelas o lugares privados los abandonen. Se prevé mucha tensión si se fuerza su desalojo. 'Los que no tenemos dinero, ¿qué haremos?', se queja Guy Hilarie, obrero de 39 años. 'Si la policía viene con porras y bombas lacrimógenas para sacarnos de aquí, tendrán problemas', advierte, entre la aquiescencia de los que le rodean.

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