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ROESZKE (FRONTERA SERBO-HÚNGARA).- “Venga, bienvenida a nuestra casa”, dicen señalando las vías de tren. “Esta es nuestra casa desde hace dos días”. Desde que cruzaron la frontera que separa Serbia de Hungría, viven en el campo de maíz que se extiende entre la valla fronteriza y la carretera que conduce al pueblo de Roeszke. “Tres mil euros para pasar de Turquía a Grecia, de allí a Macedonia, después a Serbia y ahora aquí”, comenta uno de los jóvenes. Es la tarifa que ha pagado para tocar suelo europeo. Duermen en el suelo, en una tienda de campaña, y comen lo que llevan en la mochila. Su destino final es Holanda.
En la carretera, un ejército de policías y periodistas rodea a las personas que van llegando. Durante el día han pasado la frontera más de 2.000 personas, la mayoría familias jóvenes con niños pequeños. Desde un megáfono se les informa de que deben subir a los autobuses para trasladarse a las oficinas de policía y registrarse como refugiados: “Estáis en suelo europeo. Si queréis pedir asilo, un requisito es no tener antecedentes policiales aquí. Así que tenéis que ir a registraros”. Sin embargo, pocos suben a los buses.
Mucha gente quiere ir a Alemania, y otros siguen bloqueados en el campo de maíz, junto a la carretera, esperando. Algunos llevan más de tres días allí y han montado tiendas. Permanecen indecisos, nerviosos. “No, no podemos subir a los buses. Si nos registran en Hungría como refugiados, no nos acogerán en Suecia, que es adonde vamos. Nos devolverán a Hungría. Mi familia vive en Suecia, quiero reunirme con ellos”, comenta Aiham, un joven sirio de Homs.
Conoce bien la normativa establecida por el Tratado de Dublín II, conforme a la cual Suecia debería devolver a la persona que entra sin permiso de residencia en su país al primer país que haya pisado en la UE. Si le registraran como refugiado en Hungría, se quedaría más de tres años atrapado en el país: el periodo que duran los trámites para obtener el estatuto de refugiado, que puede superar ocho meses, más el tiempo que concede su permiso de estancia, solo válido para Hungría, que es de tres años.
Tanto él como los otros cuatro jóvenes que acampan en las vías del tren planean huir directamente por la noche por las tierras de cultivo cercanos al pueblo de Roeszke, para evitar ser llevados a un campo de refugiados. La tensión y el cansancio van en aumento y la gente protesta frente a los policías que les bloquean el paso: “¡No camp!”. Desconfían de la información que reciben. No quieren que los registren como refugiados, ni que los trasladen a los campos, donde podrían pasar meses. Prefiere quedarse en sus tiendas improvisadas: “Nadie sabe dónde vamos a acabar esta noche.”, repite la familia de Aiham.
La mayoría lleva más de tres días durmiendo al raso, en el suelo, y comiendo lo que reparten las ONG: algo de fruta y agua. En la zona de Roeszke no existen ni duchas, ni servicios médicos de emergencia.
El cordón policial aumentó durante la tarde del pasado lunes, y los refugiados que no suben a los buses hablan de dos opciones: cruzar por la noche directamente por el campo o romper el cordón policial en bloque y avanzar por la autopista. Antes del martes, los autobuses llevaban a la gente a los campos de refugiados para su registro policial y luego a la estación de trenes de Szeged.
Desde ayer, la policía ha empezado a enviar a los refugiados directamente a los campos de refugiados, sin dejarlos salir. Por la mañana, la estación de Szeged, punto de salida de los refugiados hacia Budapest, estaba vacía. Sólo quedaba el grupo de voluntarios que se desplaza a la frontera para llevar comida y mantas. Sin embargo, las actuaciones de la policía cambian de forma constante. "Nadie sabe qué harán mañana”, comenta un voluntario de Migzsol en la estación de trenes de Szeged.
En medio del caos, mucha gente elige huir directamente por la autopista, sin ser interceptados por el cordón policial de la frontera. Caminan durante horas por el aslfalto y esperan a que alguien los lleve en coche. "Pero en Hungría se considera delito transportar a personas sin documentos, así que la gente no los ayuda. Sólo algunos activistas se acercan cuando cae la noche e intentan llevarlos en sus vehículos", comenta el voluntario de Migzsol.
Es la opción que escogieron Rojeen y Biken, una joven pareja kurda del norte de Siria. Ella está embarazada y los dos se muestran agotados tras una semana de viaje entre las fronteras de Macedonia y Serbia para llegar a Hungría. Sin embargo, están felices de rozar su sueño europeo. Quieren sacarse su primera foto en el punto cero de la frontera europea. En la vía de tren, junto al lado de la alambrada que acaban de cruzar.
“En Siria solo quedará la gente que está implicada directamente en la lucha armada. Ellos y sus familias, porque ellos están protegidos. Los que no queremos y no participamos en la guerra estamos amenazados. No puedes salir de casa. Se irán todos los jóvenes si no acaba la guerra. Para nuestros padres es más difícil abandonar Siria, ya que tienen que caminar muchos kilómetros a pie y les cuesta. Como los kurdos, los cristianos también tienen miedo de vivir allí por el Estado Islámico y las otras milicias que pelean entre ellas”, comenta Rojeen.
Como otros jóvenes, Rojeen y Biken se muestran nerviosos y preocupados. Lo único que tienen claro es que no quieren ir al campo de refugiados, ni tramitar su permiso en Hungría. Su destino es Alemania.
La espera, la incertidumbre y los llantos de los niños colman la frontera mientras las horas pasan. A escasos metros de la vía de tren, las obras para reforzar la valla fronteriza de desarrollan sin demora: a las alambradas instaladas se suman postes que alcanzan más de cuatro metros. Si no hay contratiempos, en noviembre este muro que separa a Hungría de Serbia estará acabado. En la construcción de la valla se han invertido más de cien millones de euros, según los presupuestos oficiales. En cambio, los niños que hoy cruzaban la frontera solo recibían un bocadillo, una manzana y una botella de agua, repartidas por un grupo de voluntarios.
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