LONDRES
Ni las estatuas de Winston Churchill (1874-1965) que campan por Reino Unido se están librando del movimiento Black Lives Matter, desencadenad a raíz de la muerte de George Floyd en EEUU. ¿Héroe o villano? ¿Era racista: mucho, poco o nada? La figura del titán de la Segunda Guerra Mundial está siendo revisada y dividiendo a los historiadores. Su liderazgo contra el nazismo aflora como el mayor consenso, con la paradoja de que los destellos de "héroe de guerra" se apagaron el 5 de julio de 1945 al perder las elecciones, generando un rencor disimulado para siempre.
En Gran Bretaña, a los bebés calvos y regordetes les adjudican "cara de Churchill". Hasta ahí llega la incrustación y glorificación del personaje en la mitología británica. La conocida como guerra de las estatuas ha trasladado a los medios una polémica que mantenían los académicos. Escasos historiadores en universidades del eximperio, desde Canadá a India o África, comparten la fascinación que se cuestiona ahora en Gran Bretaña. Max Hastings, historiador militar de talante conservador y uno de los numerosos biógrafos de Churchill, escribe en The Sunday Times lo siguiente: "Churchill era racista, pero aún así merece respeto. Los hombres blancos de su tiempo asumían su superioridad sobre otras razas". Analizar hechos y personajes de otras épocas con la moral e ideas actuales engendra desajustes, aunque en tiempos de Churchill la esclavitud estaba prohibida tras décadas de debate sobre qué debía predominar si lo humano o lo económico en el comercio de personas. Con la prohibición, la aristocracia inglesa fue compensada con dinero porque perdían mano de obra en las plantaciones del imperio.
Andrew Roberts, autor de Winston Churchill, la biografía (Crítica) -más de mil páginas de lisonjas- arremete contra los críticos del aristócrata. "No creo que Churchill fuera racista, a pesar de los esporádicos chistes y comentarios que hacía y que hoy serían totalmente inaceptables a nuestra moderna sensibilidad", apunta Roberts, quien apostilla que "Churchill era escolar cuando Charles Darwin vivía, y creían en la jerarquía de las razas, que hoy sabemos que es ridículo y obsceno, pero entonces lo consideraban un hecho científico; por eso pensaba que, por ser superior, tenía un deber moral con los pueblos nativos del imperio británico, al que dedicó su vida". El papel del líder británico –aparte de la Segunda Guerra Mundial- se ha convertido en la patata caliente de su legado. Su decisión de luchar en Gallipoli (Turquía) en la Primera Guerra Mundial causó 150.000 muertes, de ellas, 115.000 británicas. "De Gallipoli aprendió una lección", apunta Roberts en su designio de iluminar las sombras del personaje.
El historiador David Olusoga, de la universidad de Manchester, destaca más sombras que luces en el legado de Churchill a quien hace "si no del todo responsable, sí en gran parte responsable del hambre de Bengala de 1943 o de lo que hoy llamaríamos crímenes de guerra en el norte de África". La hambruna de Bengala (India) diezmó a dos millones -cifra intermedia entre las que se barajan- de personas en lo que se considera la mayor hambre de aquel continente no causada por la sequía, sino por la política del entonces primer ministro, Winston Churchill, por dar prioridad a los ejércitos del imperio, con el agravante de un ciclón que mermó las cosechas de arroz en la zona.
En lo que coinciden los historiadores es en que Churchill, primer ministro de 1940 a 1945 y de 1951 a 1955, acertó en continuar la guerra en mayo de 1940 -y ganarla en 1945- contra Alemania a pesar de que su ministro de Exteriores y una parte de su partido favorecían un acuerdo con los nazis. Por eso se ganó el mayor galón que lo adorna. Su dominio de la lengua inglesa (Premio Nobel de Literatura en 1953), su carácter campechano y su sentido del humor son rasgos consensuados como los de imperialista y más monárquico que los reyes. En contra le van, entre otras cosas, la formación de paramilitares en Irlanda en 1919-20 o la ruinosa medida económica del patrón oro (sobre valor a la moneda o divisa).
El rey Jorge VI le ofreció a Churchill, como consuelo, la Orden de la Jarretera al perder las elecciones de 1945. Él contestó: "No puedo aceptarla tras haber sido galardonado por el pueblo con la orden de la patada". Roberts, en su biografía, amalgama un montón de detalles y anécdotas, alternados con acontecimientos históricos. Así es como relata la mosquitera colocada en el dormitorio de Churchill para la Conferencia de Postdam, que dibujaba la Europa del futuro, o cuenta que el gato de la familia Churchill murió en 1942, el día que cayó Tobruk (Libia), con 3.500 muertos o heridos y 35.000 prisioneros. Una mezcolanza que aligera la lectura. "He incluido unas 200 de sus bromas o chistes en el libro", apunta Roberts, quien añade que el 43% de la biografía trata de la Segunda Guerra Mundial, una cifra que no concuerda con la suya del 80% entre pre-guerra, guerra y pos-guerra.
En lo internacional, la hipocresía y diplomacia británica -lo que ellos llaman double standards-, es la más sutil de toda Europa. Churchill la tipifica mejor que Margaret Thatcher, que convocó elecciones tras el triunfo de las Malvinas y, a diferencia de Churchill, las ganó. Se alían y/o se enfrentan a España según les conviene en economía o en estrategia política. Churchill recogió el enunciado de Napoleón, "la úlcera española", para describir a España. El defensor de la democracia –otro interrogante abierto entre historiadores- optó por hablar y escribir sobre la Guerra Civil española, pero no por mover un dedo en términos militares. El héroe de guerra, amigo del embajador duque de Alba y del rey Alfonso XIII, compartía con Franco el encono al comunismo. A tenor de Roberts, "a Churchill le salió más barato que el MI6 sobornara a franquistas que entregar Gibraltar a cambio de la neutralidad de España en la guerra, además necesitaban base en el Mediterráneo".
La personalidad de Winston Churchill y su política se ha trenzado en un amasijo en el que resulta difícil separar lo personal -su origen aristocrático, el impacto del padre fallecido a temprana edad, los formalismos con los que creó, junto a su esposa Clementine, una familia en la que los divorcios y adulterios de sus cuatro hijos estuvieron muy por encima de la media- de lo político, como los 115.000 británicos muertos en Gallipoli bajo su desastroso comando o los dos millones que perecieron de hambre en Bengala. Él lo absorbía todo, aunque de vez en cuando salía por peteneras, como hizo en la campaña electoral de 1945 al decir en un mitin que si ganaba el socialismo laborista, "la Gestapo se instalará en nuestro país y dictará qué podemos decir, qué podemos hacer e incluso dónde hacer la cola". Muy británico, lo de hacer colas. Algunos historiadores consideran que aquel discurso le costó las elecciones, ganadas por los laboristas: el resentimiento que nunca lo dejó, a pesar de la campechanía que emitía.
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