BARCELONA
Actualizado:Septiembre de 1925. En Leningrado se celebra el Torneo Internacional de Ajedrez. José Raúl Capablanca, jugador de dotes desmedidos, concede una partida simultánea de treinta tableros a un grupo de jóvenes ansiosos por enfrentarse al campeón del Mundo. Un pequeño paréntesis en el transcurso de una contienda mayor.
Aquel día, el cubano no puede imaginar que acabará lanzando sus piezas sobre el tablero, como señal de capitulación, frente a un chico escuálido, de 14 años, tras treinta y dos movimientos.
Esa fue la primera vez que el mundo del juego destinó una mirada al que se convertiría en el patriarca del ajedrez soviético: Mijail Botvinnik, Misha.
En el momento de vencer a Capablanca, Botvinnik ya era un jugador espléndido. Poco después de aquella simultánea, llegó la final del Campeonato de Leningrado, y un año más tarde alcanzó el título de Gran Maestro. Se había iniciado tan solo un par de años atrás, jugando con un compañero de su hermano.
A lo largo de su vida, el ajedrecista defendió esa edad, los doce años, como la etapa óptima en la que comenzar a jugar. Otros consideran que, para entonces, es demasiado tarde para desempolvar una genialidad que, en su caso, siempre estuvo en duda.
Mijail Moiseevich Botvinnik nació en 1911 en Repino, la Finlandia del Imperio Ruso, a pocos kilómetros de San Petersburgo. En sus primeros tiempos en este universo vivió en una comodidad provisional, que no era ajena a los vaivenes de la realidad trabajadora.
Su padre, natural de Minsk, había trabajado en la granja familiar en su veintena. Se había dedicado a la prensa antizarista, y más adelante se trasladó a la capital a trabajar como técnico dental. Su madre, también nacida en Belarús, tampoco ocultó sus prontas inclinaciones: antes de casarse se había exiliado a Siberia como miembro de un grupo socialista judío. Después se haría menchevique.
La década que llegó tras la Revolución de Octubre no fue provechosa para la familia. La madre enfermó y el marido la abandonó para casarse con una mujer con mayores recursos. Mijail y su madre se quedaron solos en el apuro.
Cuenta el jugador en sus memorias Achieving the Aim que, en esa época, se entrenaba con un tablero de fabricación casera, "una pieza cuadrada de madera contrachapada con los cuadrados sombreados con tinta; las piezas eran de madera de palma, delgadas e inestables. Faltaba un alfil y un peón estaba en la casilla f1". Su progenitora, ante semejante empeño, le lanzó la frase: "¿Qué pretendes: ser un Capablanca?".
Un campeón favorecido por la historia
El soviético estudió ingeniería electrónica con apenas dieciséis años
Botvinnik asumió pronto que no tenía la largueza de talento de un genio. No, él no sería un Capablanca. Desde bien temprano se dedicó a perfeccionar su lógica posicional, estudiando con voluntad las aperturas, mesurando cada jugada al milímetro. "Es inimitable en su estilo, porque juega con la precisión de una máquina. Siempre tiene una posición ganada", aseguró Bobby Fischer.
El soviético se guiaba por una disciplina basada en la consigna "trabajo, trabajo y trabajo", dieta y rígidas pautas de sueño antes y después de los encuentros. Según explica el libro Mikhail Botvinnik, life and games of a World Chess Champion, de Andy Soltis, el ajedrecista reconocía no poder jugar campeonatos de más de quince partidas seguidas sin llegar exhausto a la clausura.
"Yo lo llamaría el primer profesional, quien entendió que el resultado no depende solo de la habilidad sobre el tablero. Él era el primero en pensar en los complejos preparativos de la competición. Fue sin duda un pionero. Es bastante divertido para un jugador moderno leer sobre el partido Alekhine-Euwe. Los juegos fueron pospuestos. Uno de ellos se tomó un chupito antes de jugar, el otro tuvo una reunión de negocios. Nada similar podría ocurrir con Botvinnik", asegura su discípulo, Vladimir Kramnik, en palabras recogidas por Soltis.
Ya fuese por la calamitosa economía familiar, por el juicio materno, o por su rigorismo socialista, el caso es que el futuro campeón estudió ingeniería electrónica con apenas dieciséis años. Según su forma de situarse ante la vida, él también debía tener "un trabajo normal", de utilidad inexcusable, que tenía prestigio en una Unión Soviética necesitada de infraestructuras. Pero el ajedrez acabaría demandando todas sus horas, al menos por el momento.
En 1931, estrenados sus veinte, Botvinnik ya había ganado el campeonato soviético, distinción que conseguiría en seis ocasiones. Los siguientes años se enfrentó a nombres como Capablanca, Salo Flohr o Aleksandr Alekhine, al que derrotó en 1938 en el torneo que organizó la compañía de radio AVRO, quedando a medio punto del vencedor del encuentro, el estonio Paul Keres.
Tras ese enfrentamiento, el jugador emprendió conversaciones con Alekhine para contender el título de campeón del Mundo, ambición que aparcó, por fuerza, durante la Segunda Guerra Mundial. El tiempo segaría las aspiraciones de enfrentarse a su compatriota: Alekhine falleció repentinamente en 1946 en Portugal, donde residía bajo el rumor de que había colaborado con los nazis. El trono quedaba vacío, aunque no por mucho tiempo.
Fue el 9 de mayo de 1948. En el Salón de Columnas de la Casa de los Sindicatos, lugar en el que dos años atrás se habían enfrentado cordialmente la Unión Soviética y Estados Unidos, Botvinnik consiguió el mayor de los títulos, tres puntos por encima de rivales de la altura de Keres y Max Euwe.
La historia podría haber sido otra. Muerto Alekhine, había quienes apostaban por nombrar rey al último campeón vivo: Euwe. Un cambio en las reglas llevaría a la disputa del título en un torneo con cinco jugadores, por primera vez supervisado por la Federación Internacional de Ajedrez. En esta modalidad lo ganó Botvinnik.
"Ya he aludido a su suerte histórica, y he mencionado el hecho de que en esta configuración no tenía rival. Sabía evitar cualquier posible accidente, y lograr un triunfo que fuese a la vez lógico y convincente. No solo ganó la corona, sino que se convirtió en el claro líder del mundo del ajedrez", escribe Garry Kasparov en Mis geniales predecesores.
El régimen, además, parecía haber blindado a Mijail Botvinnik.
Fuera de la URSS se comentaba que le abrían el paso en las competiciones internas
A mediados de los años treinta, el Estado le había concedido un coche y un estipendio. En 1941, cuando el ejército nazi sitió Leningrado, asedio en el que cayeron jugadores como Nikolai Riumin o Vsevolod Rauzer, Botvinnik y su mujer, la bailarina Gayane Davidovna, pudieron trasladarse a los Urales.
A pesar del privilegio, allí el jugador debía talar árboles, un encargo que no se ajustaba a sus planes. Escribió una carta a las altas esferas soviéticas rogando tiempo para estudiar las partidas. La respuesta de Viacheslav Mólotov, ministro de Asuntos Exteriores, fue inapelable: "Es esencial que el camarada Botvinnik conserve su capacidad ajedrecística y que, por tanto, se le provea de tiempo para que siga progresando".
Tiempo atrás, algunos de sus coetáneos habían muerto en las purgas de Stalin que, como no sorprendió a nadie, irrumpieron en los tableros. Fue el caso del jugador Mikhaíl Platov, que pereció en un campo de trabajo, o del comisario Nikolái Vasílievich Krylenko, su antiguo protector, a quien muchos otros temieron antes de que él mismo cayese en desgracia y fuese ejecutado en 1938. Krylenko había sido uno de los principales impulsores de la profesionalización ajedrecística en la URSS.
Botvinnik, sin embargo, gozaba de una tranquilidad psicológica que no tenían tampoco sus contrincantes más laureados, como Paul Keres, siempre temeroso de que, con razón de la fragilidad de su condición soviética, le cayera encima una sospecha definitiva.
A Botvinnik el sistema le permitió vivir con holgura aún con sus pequeñas deslealtades, como no afiliarse al Partido Comunista hasta 1940. Incluso recibió en dos ocasiones la Orden de Honor Soviética. Su popularidad era de tal dimensión que fuera de la URSS se comentaba que, para que el campeón impusiese la superioridad rusa, otros debían abrirle paso en las competiciones internas aunque no siempre rindiera al nivel de su fama.
No es posible conocer con acierto la naturaleza de sus relaciones con el Kremlin, pero hay dos verdades que aguantan, y que eran compartidas en la época. La primera, que creía en el sistema comunista. "Exhibe las cualidades de un auténtico bolchevique", llegó a juzgar Krylenko. La segunda es que trataba a sus dirigentes como sus iguales. "Conocía su verdadera valía y, en cierto modo, percibía que era indispensable: podrían arrestar a quien quisieran, pero a él les resultaría más difícil, ¡porque no había otro Botvinnik en el país!", en palabras del jugador Leonid Shamkovich.
Más allá del tablero
Mientras se retiraba de las competiciones, Botvinnik intentó desarrollar un algoritmo para jugar al ajedrez
Ganado el torneo de 1948, Botvinnik se centró en su tesis doctoral en ciencias y no libró ningún enfrentamiento en tres años. Revalidó el título en 1951 frente a un inspirado David Bronstein y, posteriormente, en 1954, empatando con Vasili Smyslov. Los siguientes años perdió la corona más de una vez. Particularmente sonada fue la ocasión de 1960, cuando sucumbió contra el aparente desorden táctico de Mijail Tal. Al año le arrebató el título gracias a un sistema según el cual el campeón vencido tenía derecho a un match de revancha.
Esta vez, sin embargo, no le duraría demasiado. En 1963, lo perdió de forma irreversible ante Tigran Petrosian. Hay quien considera que su superioridad no hubiera sido posible sin la instauración del sistema de desquite, un match que no tardó en ser abolido, esfumándose así una nueva oportunidad para Botvinnik.
Por aquel entonces, el ajedrecista no conservaba el cariño de buena parte de sus pares. Su figura podía llegar a ser agotadora. Era sabido que el campeón necesitaba odiar a sus oponentes para ganar. Que le atenazaba la envidia, y no iba a los torneos si él no jugaba. Tampoco sabía relacionarse en las distancias ideológicas. Llegaría a despotricar de Kasparov, a quien, cuando aún era un crío, había apadrinado. Más tarde, Kasparov firmaría la frase "soy el único verdadero alumno de Botvinnik".
Mientras se retiraba del ajedrez competitivo, Botvinnik intentó desarrollar un algoritmo para jugar que "enfatizaba evaluación en lugar de cálculo y fuerza bruta", explica Soltis. Según el soviético, en varias décadas nadie podría superar a su programa de ajedrez.
Durante quince años, el ajedrecista trabajó en el algoritmo Pioneer con el matemático ruso Boris Stilman, pero la empresa no dio resultados, al menos resultados prácticos. El Estado no le permitió hacer grandes inversiones, ni le autorizó para aceptar una invitación británica para desarrollar el sistema.
"Él no sabía cómo funciona nuestro cerebro", sentencia el jugador Yuri Averbaj en el libro de Soltis. Posteriormente, defendió el "socialismo computacional": la idea de que el desarrollo informático ayudaría a una planificación económica que salvaría al comunismo de las fauces externas.
En aquellos tiempos, también se dedicó al ejercicio pedagogo. Impulsó la llamada Escuela soviética, por la que pasaron Gary Kasparov, Anatoli Karpov y Lev Psakhis. Tres veces al año, veinte jóvenes se reunían con el patriarca. A lo largo de diez jornadas, desempeñaban partidas que luego analizaban colectivamente.
Pese a que ingresar en la escuela era una demanda común de futuros grandes maestros, ésta cerró en 1973. Hay consenso en que la razón del cese fue que Botvinnik se negó a firmar una carta que condenaba al jugador Víktor Korchnoi por no querer regresar a la Unión Soviética. "Yo no firmo cartas colectivas", se excusó. Más tarde, retomaría el proyecto de la mano de Kasparov, pero sus discrepancias respecto a la Perestroika ahondaron un abismo que se había ido abriendo entre ellos.
Mijail Botvinnik apagó sus días lejos de miradas extrañas. Murió en 1995, a sus ochenta y cuatro años. Casi tres décadas después, conserva el respeto de haber inaugurado y alimentado la superioridad del juego soviético, cantera de todos los campeones mundiales durante más de sesenta años, con excepción de Bobby Fischer, otra brecha en la historia. No parece un mal legado, aunque haya quien cuestione los pilares sobre los que se levantó.
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