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Venezuela23 de Enero, el gran bastión del chavismo ante Maduro y una Venezuela en crisis
"Maduro no es Chávez" es la frase más escuchada en este barrio de Caracas que siempre ha mantenido el romanticismo de la lucha revolucionaria. En medio de una profunda depresión económica y con la sombra de una intervención militar del EEUU en concierto con la oposición, no todos sus habitantes tienen claro si éste es el Gobierno al que tienen que defender.
Caracas-
“Escucha bien, hijo: Chávez nos dijo cuando subía al avión que votáramos por Maduro, su mano derecha. Lo hicimos, pero ya más nunca, ¿oíste? No los quiero”. Tirso Bolívar, de 70 años, echa pestes del Gobierno mientras comparte con sus hijos y nueras, al fresco de la parroquia 23 de Enero (oeste de Caracas), unos tragos de cocui, especie de tequila venezolano que casi emborracha con olerlo. “Esto no lo había tomado en mi vida, pero ahora no hay plata para ron”, dice apenado. Aquel avión del que habla Tirso fue el último en el que montó Hugo Chávez, en 2013. Poco después, el presidente fallecía tras su pelea contra el cáncer. No son pocos en este barrio los que piensan y dicen que aquel cáncer fue inducido, que a Chávez lo mataron. Ahora ya no saben a quién culpar, si al imperialismo o a los de casa, y no sólo de la muerte de Chávez, sino del rumbo del país entero, que atraviesa una profunda crisis económica, una brutal devaluación de la moneda y del poder adquisitivo de los trabajadores y todo tipo de carencias en el día a día.
Tirso se muestra resignado bajo una gorra ajada y analiza la coyuntura a base bravuconas sentencias fruto de ese agave destilado que él mismo sabe que es puro garrafón. Está triste, todo lo triste que cabe estar cuando comprar comida cuesta mucho trabajo, cuando el trabajo no da el dinero suficiente para comprar comida, cuando la gente emigra por primera vez en la historia del país, cuando —dice— ha visto escapar una revolución en la que creía y por la que mucha gente de clase baja como él peleó. “Yo soy fundador de esta vaina, revolucionario arrecho, cien por cien”, exclama. Por vaina se entiende chavismo, pero ya no lo reconoce. “Le eché bolas con Chávez cuando tumbamos a Carlos Andrés Pérez [presidente de Venezuela entre 1974 y 1979 y entre 1989 y 1993], pero Maduro no sabe ni hablar. Es un payaso, un títere. El que dirige este país se llama Diosdado Cabello [presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, primer Vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela y considerado número dos del chavismo] y ese estaba debajo de la cama cuando yo recibí plomo por mi comandante”, dice mostrando la cicatriz de una herida de bala en su abdomen.
“Entró por aquí y salió por detrás”, recuerda. Aquel disparo casi lo mata. Era 1992, año de dos intentonas golpistas contra Pérez y su paquete económico neoliberal. Ninguna tuvo éxito, aunque dejaron un germen que, años después, llevó a aquel militar que fue preso a entrar triunfal en Miraflores. Chávez había ganado las elecciones, había derrotado al puntofijismo e inaugurado lo que después llamó socialismo del siglo XXI. Dos décadas más tarde, en este barrio que acoge los restos mortales del comandante—quizás también los del chavismo— no deja de escucharse la misma frase: “Maduro no es Chávez”.
Lo que impacta no es la frase en sí, sino el eco simbólico que devuelve tras chocarse en los infinitos murales a todo color que revisten la humildad del barrio, alegorías de la izquierda, de la lucha armada, del socialismo, de revolución. Posiblemente no haya un lugar más revolucionario en Caracas que el 23 de Enero, donde se venera al expresidente como a un auténtico mesías en pequeños altares y grandes muros. Es un barrio particular, no es como su vecino Catia, no es como cualquiera de los cerros donde nacen esos racimos de casitas de ladrillo pintado y techos de chapa. No son favelas, sino sólidos bloques de hormigón, mastodontes de cientos de ventanas y hasta 14 plantas desde las que los ojos dibujados de Chávez observan el devenir trabajoso de los días. Podría pensarse que la arquitectura del 23 de Enero es soviética si no estuviera Juan Contreras para explicar la historia de este lugar y apuntar que los planos son franceses, inspirados en el estilo Le Corbusier, aunque versión obrera.
Contreras, en la cuarentena, ha vivido tantas etapas en esta parroquia que es difícil interrumpirle con una pregunta. Le gusta explicar el contexto histórico que ha llevado al barrio hasta este presente incierto. Es el presidente de la Coordinadora Simón Bolívar, un movimiento político afín al chavismo, nacido en los años 90 y que vertebra la actividad política y la organización social del barrio. Contreras recuerda que los 56 bloques grandes y los 42 más pequeños se empezaron a construir en el año 53 por orden del dictador Marcos Pérez Jiménez. “Se cambió el ranchito insalubre de techo de zinc del campesino que se instaló en la ciudad por estas viviendas familiares. La idea no era mala, se dio casa a 60.000 familias”, recuerda en la sede de la coordinadora, que cuenta con radio propia desde donde Contreras analiza la situación social, política y económica cada mañana.
Esa urbanización, antaño llamada 2 Diciembre en conmemoración de la llegada del dictador al poder, acabó homenajeando la caída del mismo la madrugada del 23 de enero de 1958. “El barrio no estaba agradecido con el dictador que les dio casa”, resume. No es de extrañar que, ahora, medio siglo después, tampoco esté agradecido con el sucesor de quien le dio voz y poder popular a los invisibles. El 23 en un barrio rebelde por definición y por su propia historia. Dice Contreras que muchos lo consideran el “faro de la izquierda. La pequeña Cuba de Caracas, de Venezuela y también de América Latina”, una especie de termómetro social del chavismo.
En estas callejuelas destartaladas, llenas de aguas negras y montoncitos de basura en las esquinas, se refugiaron las organizaciones que optaron por la vía armada en Venezuela durante las décadas de los 60 y los 70, y poco en el barrio ha escapado de esta tradición izquierdista y revolucionaria. Por eso, el 23 de Enero no sólo es el bastión del chavismo, sino que fue punta de lanza durante el Caracazo, la explosión social contra los ajustes neoliberales de Carlos Andrés Pérez en el 89 que se saldó con una dura represión de miles de muertos. “A día de hoy no sabemos exactamente cuántas personas fueron asesinadas por los militares”, explica Contreras. Pero también fue parte importante del apoyo al proyecto rupturista de Chávez desde su insurrección hasta que ganó las elecciones en el 98 y, sobre todo, durante el intento de golpe de Estado en 2002 que tuvo secuestrado durante más de un día al difunto presidente. Este barrio bajó del cerro y rodeó Miraflores exigiendo que se cumpliera lo que había salido de las urnas. Chávez les enseñó a votar y a leer la Constitución, el pueblo sólo hizo valer sus derechos, resume Contreras.
También les marcó el camino y la Coordinadora trata de seguirlo. “Construcción del poder local, el poder popular con la participación de la gente, el autogobierno y la autoproducción. Desde abajo hacia arriba”, resume el militante, politólogo, profesor y exdiputado chavista en la Asamblea Nacional. Eso es el chavismo, Contreras no tiene dudas. Pero ha llovido tanto desde aquella época, la corrupción ha sido tan descarada, el precio del barril de petróleo ha caído tanto y la ofensiva en forma de sanciones económicas de EEUU se ha recrudecido de tal forma que ahora no todo el mundo tiene claro que los cerros defendieran en la calle al actual Gobierno, que apenas es capaz de garantizar que haya agua corriente o que los 18.000 bolívares (unos seis euros) del salario mínimo apenas den para la compra de dos o tres días. Contreras es de los que piensa que sí, que el barrio defendería a Maduro si tuviera que hacerlo, pero esa es sólo una opinión.
La guerra imperialista
"La situación es compleja y dura pero hay que recordar que, con Chávez, logramos niveles de bienestar social: educación, salud, vivienda, trabajo digno, ocio y alimentación. Pudimos incluso ahorrar y viajar”, enumera. Pero los recuerdos no dan comer. Mucho menos en este barrio pobre donde todo el mundo tiene que tener dos o tres trabajos para salir adelante. ¿Qué ha pasado con aquella Venezuela que describe? “A la muerte de Chávez hemos vivido seis años muy duros. Es cierto que un sector del Gobierno se ha beneficiado de la corrupción, pero la crisis agudizada que vivimos hoy es inducida”, dice.
"En Haití hay crisis humanitaria, pero EEUU no hace nada porque allí no hay petróleo ni gas ni oro"
Lo llama “guerra híbrida del imperio”, una combinación de tácticas por parte de EEUU que combina la guerra económica con la mediática, la financiera y la psicológica. En ella, argumenta, están inmersos no sólo la CIA, sino la oposición y los empresarios venezolanos, que buscan quebrar la moral de un pueblo “haciéndole pasar fatiga, que no tengan de nada” para que estalle contra el Gobierno como lo hizo contra Carlos Andrés Pérez. Sonaría a teoría de la conspiración si no hubiera documentados ejemplos del pasado, como el paro petrolero que estuvo a punto de derribar el Gobierno de Chávez en el 2002. “EEUU nos confisca las cuentas en los principales bancos, nos bloquea las importaciones y encima dicen que tiene que entrar aquí una ayuda humanitaria. En Haití hay crisis humanitaria, pero no hacen nada porque allí no hay petróleo ni gas ni oro. Lo que hacen se llama chantaje, y no debemos aceptarlo porque quieren la joya de la corona latinoamericana”, expone. Ése es el discurso del chavismo y, como todos los discursos en Venezuela, es cierto, pero oculta otra parte no menos verdadera: que apenas nada se produce en el país. Todo, hasta lo más básico, se importa. Todo llega a cambio de petrodólares y, ahora que la producción de crudo ha caído casi tanto como su precio, escasean.
No muy lejos de la Coordinadora Simón Bolívar, a lo alto de una escalinata angosta y empinada, Asdrúbal Rondón espera la vista del periodista. Es miembro de la Fundación Alexis Vive, antes un colectivo de los que la oposición y los medios tildan de fuerzas parapoliciales armadas del chavismo. “Aquí no tenemos armas, si algún colectivo las tiene es porque son otra cosa, unos delincuentes que toman nuestro nombre. La revolución está bien defendida por las fuerzas armadas y la milicia, el pueblo el Ejército en unión cívico-militar”, afirma taxativo este joven que viste una camiseta celeste con la cara del libertador Simón Bolívar y una bandera venezolana. Difícil de creer, a juzgar por los testimonios de otros vecinos que confiesan haber visto armados a miembros de este colectivo en algunas protestas durante el gran apagón en este barrio.
Rondón explica el trabajo de su colectivo, que también tiene radio propia y ha logrado fondos públicos para construir una cancha de baloncesto para los chavales. Se definen como un movimiento político de base que forma parte de la experiencia El Panal 2021, “una comuna socialista autogestionada en el barrio que se ocupa de producir y extender la revolución trabajando como las abejas de un panal”, resume. Antes formaban parte de la Coordinadora Simón Bolívar, pero ahora trabajan en esta experiencia, aún incipiente, que cuenta con una textilería, una panadería, un gran huerto urbano con plantones de tomate, yuca, pimentón o berenjena; un mercado con productos a precios populares e, incluso, un banco que emite su propia moneda, El Panal, que puede canjearse en cualquier parte del área de influencia de la comuna y no está sujeta al vaivén diario del bolívar. “Poco a poco queremos llegar al Estado comunal que quería Chávez”, explica Rondón en la sala de reuniones de su colectivo, bajo la atenta mirada de un cuadro del comandante de más de un metro de alto.
Su discurso no difiere mucho del de Contreras, habla de guerra híbrida, de ataque del imperio, de asfixia inducida contra la revolución. Rondón también cree que el barrio respondería, no por Maduro, que es “sólo una circunstancia del proceso”, sino por la revolución, por la patria. Le cuesta hablar en tono crítico del Gobierno, “los trapos sucios se lavan en casa”, concede. Sabe que hay malestar social, sabe que está justificado, pero no cree que la coyuntura sea la adecuada para abrir una grieta, otra más, en el muro del chavismo. La fragilidad del proceso planea en cada frase que dice. La hiperinflación, expone, es lo que más notan los venezolanos, que cada día pasan de tienda en tienda preguntando a cuánto está el pollo, el kilo de tomate o la harina de maíz y echan cuentas con la tarjeta de débito en la mano, ya que no hay apenas efectivo disponible en las calles. Falta de producción y especulación de los comerciantes son los dos factores que Rondón pone sobre la mesa. Lo hacen también todos vecinos, simpaticen o no con el Gobierno. “Si no producimos no hay oferta y los productos se encarecen. Por eso trabajamos en brigadas para producir alimento y en mantener cohesionado el campo y la ciudad”, detalla. Por ejemplo, la comuna El Panal 2021 trabaja con pescadores del oriente para que cada semana lleguen al barrio dos toneladas de sardinas, sin intermediarios que encarezcan los precios. “Hay que salir de esa cadena especulativa”, apunta. Y lo intentan a su forma, poco a poco, despacio, porque esto es el Caribe. Lo intentan ellos, sin el Gobierno, por la revolución.
"Hace año y medio, durante la gran escasez, perdí 13 kilos"
Pero mientras se tejen esas redes de autoabastecimiento —que quizás lleguen tarde tras 20 años de proyecto político— el Gobierno ha tenido que dar bandazos para garantizar que no falte comida en el plato. Sobre todo en el plato del grueso social que cada cinco años vota al presidente. Son varios los vecinos que explican que, cada vez que Nicolás Maduro anunciaba un aumento del salario mínimo, los precios subían inmediatamente un 50% o hasta un 100%. “Yo compraba carne para mi puesto y cada día tenía que ir subiéndola para no perder plata”, afirma Ana Teresa Andrade. Todos la llaman Yugli y tiene un pequeño puesto ambulante de carne a la parrilla cerca de la estación de metro Agua Salud. Ha vivido y trabajado toda su vida en el barrio, y tiene 55 años, pero no recuerda una crisis tan grave como esta. “Ahora estamos un poco mejor porque hay comida en las tiendas, lo que no hay es dinero en el bolsillo. Hace año y medio, durante la gran escasez, perdí 13 kilos. Tampoco los he recuperado”, sentencia con sonrisa coqueta mientras observa a su hija Laura, de 29 años, atender el puesto.
Ella nunca ha militado en ninguna formación ni movimiento, pero tiene las ideas claras. “El principal problema es el bolsillo. Yo cobro 8.000 bolos (menos de tres euros) por ración. Aquí todo el mundo cobra el salario mínimo. Dime cómo se puede vivir así?”, se pregunta. No espera respuesta. Ella nunca votó por Chávez, pero reconoce que durante un tiempo lo hizo bien. “La gente quería a Chávez, a Nicolás… creo que todos quieren que se vaya”, dice. “¿Cree que con esa cajita de comida va a calmar al pueblo? Aquí hay desnutrición. El Gobierno es incompetente y nadie lo quiere. Los seis millones de votos de las últimas elecciones ahora están sólo en la cabeza de Maduro”, dispara elevando el tono. Dice que no recuerda la última vez que pudo comprarse unos zapatos nuevos. “Aquí sólo se vive resolviendo”, apunta. Esa es la nueva filosofía diaria en Venezuela, sobrevivir. Todo un reto.La cajita de la que la habla Yugli es la que reparten cada mes los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), creados por Maduro en 2016 para garantizar que las familias pudieran acceder durante la escasez a productos básicos llevados directamente a sus barrios a precios subvencionados. La bolsa o la caja del CLAP, como se la conoce, contiene arroz de Urugay, harina de maíz de Colombia, pasta de Turquía, aceite de Argentina, atún de México, Azúcar de Brasil o legumbres de Colombia por unos cien bolívares. Sólo un kilo de lentejas ya costaría más de 3.000.
La inmensa mayoría de los productos es importada, su logística y almacenamiento está en manos de militares —cómo casi cualquier cosa en el país—y su distribución depende de grupos afines al PSUV. "Es para subsistir. No da para el mes, claro que no, pero es una gran ayuda. Es un regalo para la situación actual. Gracias a esta bolsita hemos aprendido a sobrevivir", explica Yoana Lobo, una de las “jefas de calle del CLAP” en la zona más alta del barrio, el Observatorio, donde ya no hay bloques, sino casitas de ladrillo.
Lobo intenta revestir de logro de Maduro este sistema insuficiente y no exento de corruptelas. Su trabajo, que es voluntario, consiste en informar a toda su calle cuando llegan las bolsas, asegurarse de que todos los vecinos censados la han recibido y en explicar a los recién llegados cómo solicitarla. Pero no todo el mundo ve sólo organización popular en este sistema de reparto de migajas. Muchos venezolanos consideran a las jefas del CLAP las espías del Gobierno en un orwelliano Gran Hermano que escruta quién se porta bien, mal o regular con el legado de Chávez. Puede ser propaganda opositora, habladurías de gente hambrienta y cabreada. Un par de minutos después de la breve conversación, la jefa Lobo regresa para apuntar nombre, apellido y medio del periodista. "Nuestro trabajo también es recoger todas las incidencias ocurridas en el territorio, sean buenas o malas. Yo voy a apuntar tu visita como buena", dice la mujer. ¿Y si la apuntara como mala? “Pues quizás, si vivieras en el barrio, el mes que viene no habría bolsa para ti y nadie te diría por qué”, responde Zuleika Matamoros, vecina del barrio, profesora de educación primaria y militante de Marea Socialista, una corriente de izquierdas crítica con el oficialismo chavista.
“Lo que no te dirán las jefas —porque todas son mujeres— de zona del CLAP es el tremendo negocio que se hace con la miseria. La propia gente que reparte los alimentos se guarda miles de cajas y las revenden a precios más altos en la calle. Son los bachaqueros”, denuncia Matamoros, que opina que Maduro ha sabido perfectamente mantenerse en el poder gestionando el hambre a base de miedo. “Miedo a que no tengas caja cuando vayas a recogerla si criticas al Gobierno. Miedo a protestar porque no hay luz ni agua y que los colectivos armados te intimiden. Miedo a que si cae el Gobierno te quedes sin lo único seguro, que es un poquitico de comida al mes. Si esto es la revolución yo no la quiero”, argumenta en el salón de su apartamento, en uno de los grande bloques del barrio.
Según esta militante del llamado chavismo crítico, los colectivos armados tienen carta blanca del Gobierno, que les pide a través de los medios de comunicación públicos que “anden atentos y alerta” en todo momento. No es la única que lo dice. También lo comentan en voz baja el señor Bolívar o la parrillera Yugli. ¿Alerta ante qué? “Ante cualquier cosa que se salga de la línea del PSUV. El clima es de guerra todo el tiempo y Maduro es paranoico”, dice la maestra. Las calles del barrio están plagadas de carteles con la silueta de un encapuchado apuntando, rodilla en tierra, con un kalashnikov. “Los colectivos toman Caracas en defensa de la revolución”, dicen las pintadas. “Nosotros los vemos a diario y no son carteles, son gente con armas largas que suben y bajan las calles. Unos son puros mafiosos, otros quieren mantener el control social. Hay muchos, no sabemos cuántos ni todos son iguales, pero ¿qué Gobierno del pueblo es este que nos hace pasar roncha y nos manda a sus mantones si nos quejamos?”, se pregunta Matamoros, que también lamenta la "política de exterminio" que se impuso con la llamada Operación Liberación del Pueblo.
Matamoros la resume en una frase: "Responder con plomo al plomo de los malandros", delincuentes organizados que roban, secuestran y extorsionan en la ciudad. Los vecinos de la zona del Observatorio, hasta hace poco, foco de esta brutal delincuencia, dicen sentirse aliviados gracias a esta política policial de manos tan duras que acaban llenas de sangre. Algunos residentes entienden esta brutal estrategia de erradicación de la delincuencia —"a los malandros sólo se les puede hablar a tiros", dice un vecino que prefiere no identificarse— pero otros la califican de "ejecuciones sumarias de jóvenes de mala conducta", tan arbitrarias que, a veces, los muertos no eran culpables de nada.
Que el tradicional apoyo de los barrios pobres a este chavismo está tan en vigor como en entredicho queda claro tras recorrer todos los sectores de esta parroquia. Al menos, concluye Matamoros, el seguidismo ya no es tan masivo. Las quejas acompañan a cada pregunta, los vecinos más críticos se atreven a responder con la contundencia de una realidad ardua y una vida casi detenida en el tiempo a quien “echa el cuento oficialista” y apunta al enemigo exterior como único responsable de la crisis. “A mí no me gusta que me hablen de Obama ni de Trump, de Siria, de China, de Colombia o de Brasil. Maduro es experto en buscar culpables, ojalá lo fuera en encontrar soluciones”, opina el señor Bolívar.
Incluso los colectivos más leales como los que representan Contreras o Rondón reconocen que no se está respondiendo bien a la crisis, ni en atajarla ni en amortiguarla ni en explicársela al pueblo. Conteras también piensa que el momento actual, con un autoproclamado presidente apoyado sin tapujos por EEUU y con una amenaza real de intervención militar, exige que la autocrítica sea en positivo. Pide más poder popular, más gente sencilla en el Gobierno, menos militares al frente de la economía, la energía o el petróleo; pide mano dura con la corrupción y que pare de una vez “el jueguito de la silla” con el que Maduro va cambiando a sus ministros de ministerio casi como si fuera un sorteo. “Si no sirven en uno, por qué iban a servir en otros. Hay gente sencilla del pueblo bien formada para ocupar puestos del Gobierno”, dice Contreras, que vea a Maduro algo alejado de los movimientos de base.
No hay dudas de que este barrio es de izquierdas, revolucionario, aunque pocos se atreven a hacer pronósticos en las próximas elecciones. Ni de los resultados ni de la fecha. Hay quien piensa que a Maduro no se le ha dejado gobernar tranquilo, otros creen que se lo toma con excesiva tranquilidad. Muchos piensan que en Caracas se está gestando un estallido, pero ¿hacia dónde tiene que estallar este país en la encrucijada? La duda, resume Matamoros, no es sobre la orientación ideológica del barrio ni del país. “¿Es este gobierno realmente revolucionario?”, se pregunta. La respuesta tiene demasiados matices.
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