Este artículo se publicó hace 6 años.
Equipamientos necesarios, pero lejos de mi barrio
Por El Quinze
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"Stop Centre Menas". Son pocas las pancartas que sobreviven en el barrio de Can Rosés de Rubí. La ropa al viento ha vuelto a inundar los balcones. Pero el episodio de rechazo vecinal que vivió la zona esta primavera, cuando se anunció la apertura de un centro para menores de edad extranjeros no acompañados en la calle Handbol, no ha terminado. Los vecinos que están en contra, organizados bajo la plataforma Stop Centre Menors Rubí, siguen efectuando marchas semanales para mostrar su disconformidad con el equipamiento. Y aseguran que no pararán hasta que los planes de la Generalitat para habilitar este nuevo espacio social se detengan.
Hace casi dos meses que el debate sobre la idoneidad del centro está a la orden del día en esta ciudad del Vallès Occidental. Desde que la Direcció General d’Atenció a la Infància i l’Adolescència (Dgaia) anunció la medida, los vecinos se mostraron divididos. Fueron unas decenas los que expresaron su malestar ante la dirección del ente público. Y la alcaldesa en funciones, Ana María Martínez (PSC), se posicionó del lado de los vecinos. Faltaban solo unos días para los comicios municipales del 26-M, en los que Martínez saldría reelegida.
En la fachada del Hotel Terranova, el inmueble que debe acoger el nuevo equipamiento para jóvenes, permanecen algunas pintadas contra la instalación del centro para menores migrantes no acompañados. Los cristales de algunas puertas y ventanas están destrozados, obra de la ira de los más intransigentes. Los vecinos que se manifestaron contra el equipamiento han rechazado frontalmente esos actos de violencia contra el futuro equipamiento. De hecho, los discursos más radicales, que catalogaban al colectivo de menores como violento, han ido perdiendo fuerza. No ha sucedido lo mismo en otros municipios de Catalunya, en los que en las últimas semanas se han producido episodios racistas contra centros de menores o incluso contra los jóvenes que los habitan.
El de Rubí fue uno de los primeros casos de la última oleada de rechazo a menores migrantes no acompañados –apodados menas, un epíteto cargado de prejuicios–, que ha provocado altercados en Calella, Castelldefels o el Masnou. En esta última población los atacantes hirieron a seis menores. Vox reivindicó con "orgullo" el incidente después de que una información de El Periódico relacionara las agresiones con el partido de extrema derecha.
La instalación o no del centro en Rubí sigue embarrancada. La Generalitat insiste en que lo abrirá, aunque sea más tarde de lo previsto y pese a que la alcaldesa socialista, revalidada hasta 2023, se haya postulado en contra desde el principio. La edil afirma que no tienen la licencia de obras, algo que, en cambio, la Generalitat niega. Los vecinos, mientras tanto, esperan con atención. "No queremos el centro, pero queremos acoger. Lo que no vemos es crear un gueto aquí", expone una vecina que ha participado en las marchas y que prefiere mantener el anonimato.
El mensaje suele repetirse en un lugar y otro de la geografía catalana en relación a los centros para menores: el equipamiento es necesario, pero nadie quiere tenerlo cerca. Nadie lo quiere en su barrio. Un tipo de reacciones que se producen también con otras tipologías de equipamientos. Los expertos se refieren a este fenómeno con el acrónimo nimby, de las siglas en inglés de not in my back yard [no en mi patio trasero].
Estereotipos, caldo de cultivo del ‘nimby’
En la ciudad vallesana se produjo hace unos días un encuentro organizado por la plataforma que integran las entidades Rubí Acull, Rubí Solidari y la Associació Rubí Sociocultural i Integració (ARSI), con el título Los menores no acompañados, más allá de los estereotipos. Los medios de comunicación "muestran una parte sesgada de la vida de estos jóvenes, algo que no es representativo del conjunto", recordaban los organizadores del acto.
Dado que los muchachos son acusados a menudo de robos, peleas e intentos de violación, los vecinos se ven amparados para "mostrar rechazo hacia algo que, en realidad, no conocen", opina Lluís Vila, vicepresidente del Col·legi d’Educadors i Educadores Socials de Catalunya. "Estos jóvenes se asocian a algo negativo, pero lo único que hacen es ponernos ante el espejo de la sociedad en la que vivimos. La pobreza, no la queremos ver. Y como no la queremos ver, o no queremos dedicar suficientes recursos a erradicarla, la conflictividad aparece automáticamente", añade Vila, que opina que, sin el componente de "rechazo racista" contra los menores de edad, no se entenderían los episodios de asedio a los centros o a los propios jóvenes.
En la misma línea se expresaba en el acto de entidades promigrantes de Rubí la activista Daniela Ortiz, que aseguraba que los menores extranjeros no acompañados no hacen más que "canalizar la violencia racial", como ha pasado otras veces, algunas muy recientes, con "los manteros o las bandas latinas".
El racismo es uno de los motivos que puede provocar un fenómeno nimby, pero no es ni mucho menos el único. "En los barrios se producen muchas veces guerras de pobres; los vecinos ven lejana la necesidad de cierta infraestructura y no creen que responda a algo que ellos necesiten", destaca José Mansilla, miembro del Observatori Antropologia del Conflicte Urbà (OACU) y autor del libro Ciudad de vacaciones: conflictos urbanos en espacios turísticos (OACU, 2018). En este caso, para el antropólogo, los menores migrantes actúan como un "operador simbólico": los jóvenes canalizan el malestar vecinal contra la Administración y sus propuestas.
El concepto nimby, la palabra que se usa para describir el fenómeno de oposición a un equipamiento en una comunidad determinada, se usó por primera vez en un artículo, en junio de 1980, en Virginia (EE. UU.). En los años siguientes, el concepto se popularizaría en el Reino Unido, cuando el político conservador Nicholas Ridley, secretario de Estado de Medio Ambiente, se opuso a una urbanización low cost cerca de su propiedad.
No sólo centros de menores de edad
El clamor social contra estos equipamientos se manifiesta en múltiples infraestructuras: funerarias, crematorios, antenas de telefonía móvil... Todas ellas son instalaciones que han llegado a provocar rechazo vecinal. Y todas cumplen, según los expertos, una doble condición: son necesarias para la vida –al menos como ahora la entendemos en nuestra sociedad–, pero no se quieren cerca. En Rubí, sin ir más lejos, más de un centenar de personas se movilizaron hace solo unos días en los terrenos de Can Balasc, donde se prevé la apertura de un depósito controlado de residuos.
En Catalunya son numerosos los ejemplos de luchas vecinales provocadas por este tipo de infraestructuras en las últimas décadas. En general, la victoria ha caído del lado de la Administración o las empresas de las que nacía la propuesta, que han acabado instalando el equipamiento a pesar de la oposición.
Uno de los casos más recordados es el de la instalación del Centro de Atención y Seguimiento de Pacientes Drogodependientes de la Vall d’Hebron, en Barcelona. El conflicto duró unas 100 semanas. El equipamiento empezó a funcionar en julio de 2005 en un módulo prefabricado. Incluía una sala de venopunción –conocida también como narcosala–, en la que los adictos que no habían podido desengancharse podían consumir de forma segura e higiénica, bajo la supervisión de profesionales. Los usuarios procedían del distrito de Horta-Guinardó, pero también de otros lugares en los que no disponían de este servicio. La medida, de hecho, formaba parte de la respuesta de la Administración tras la desaparición en 2004 del barrio de Can Tunis, que concentraba gran parte de la venta y el consumo de droga. Los vecinos de los barrios cercanos de Sant Genís, Vall d’Hebron, Montbau, la Teixonera y la Clota rechazaban la instalación de la narcosala, argumentando que había otros distritos en los que esta sería más necesaria. Durante semanas, se manifestaron cada miércoles y cortaron la Ronda de Dalt en hora punta. Cuando en abril de 2006 el Ayuntamiento y la Generalitat anunciaron su traslado al interior del centro hospitalario –pasando a ocupar las instalaciones que anteriormente habían acogido un ambulatorio–, los vecinos contrarios a la narcosala siguieron rechazándola.
También hay ejemplos más recientes. En el barrio del Turonet, en Cerdanyola del Vallès, una antena de telefonía resucitó el verano pasado temores que en su día ya había despertado el amianto. Tras tres años de negociaciones, y a pesar de la oposición vecinal –liderada por la Associació de Consumidors Actius de Cerdanyola–, que temía por los posibles efectos negativos que las radiaciones de estos repetidores podrían tener para la salud de las personas, Vodafone acabó instalando la antena en el tejado que tenía previsto. Eso sí, a escondidas de los vecinos, que pedían que se instalara lejos del núcleo urbano. Las ubicaciones de estas antenas "se escogen con criterios de conveniencia técnica", en función de la demanda de cada zona, aseguraban fuentes de la compañía de telefonía al Diari de Sabadell en julio del año pasado.
Son pocos, pero también hay casos en que la historia sucedió de forma opuesta: los vecinos se salieron con la suya. La llamada intifada del Besòs –así se conocieron popularmente los episodios ocurridos en este barrio de Barcelona a principios de los noventa, por sus similitudes con la "guerra de las piedras" de Palestina– permitió a los vecinos esquivar la construcción de unos pisos de protección oficial que no querían para el barrio y cambiarlos por equipamientos que sí veían necesarios. La Administración proponía levantar en un amplio solar alrededor de 200 viviendas VPO para realojar a algunos vecinos del cercano barrio de la Mina y otras "zonas calientes" del área metropolitana –así las tildó la prensa–. Los vecinos del Besòs se opusieron, alegando que ambos barrios necesitaban otras infraestructuras sociales y no el desplazamiento de habitantes de una zona a otra.
La importancia del trabajo con los vecinos
Uno de los ejes de debate en la partida de ping-pong institucional en la que se ha convertido la instalación del centro de menores de Rubí –con la Dgaia, por un lado, y la alcaldesa, por el otro– pone a casi todas las partes de acuerdo: la importancia de los tempos. Nadie está contento en ese sentido. La Dgaia, encargada del nuevo equipamiento, defendió cómo se había procedido en la comunicación de la instalación del centro para menores: mantuvo que comunicó la instalación del espacio de acogida con un mes y medio de antelación. La alcaldesa, por su parte, no solo lo negó, sino que les afeó "las formas".
Para José Mansilla, y digan lo que digan ambas partes, está claro que no se planificó la acción con "tiempo suficiente". "No hacer las cosas con tiempo, por lo general, aumenta las posibilidades de rechazo hacia una infraestructura", asegura el antropólogo. "Más allá de intereses políticos determinados en momentos políticos determinados, no es casual que lo de Rubí pasara tan cerca de las elecciones. Y también influyeron los elementos xenófobos, que encuentran su oportunidad para ganar el discurso sobre el equipamiento", apunta el antropólogo. "Hay una falta de trabajo entre las Administraciones y los vecinos. La gente sólo está expresando su malestar ante algo que ha venido por sorpresa. Existe una falta de entendimiento con las instituciones. Todo el mundo sabe que hay necesidades, a veces incómodas, pero hay que trabajar con la gente, reunir a los colectivos para explicarles cómo va el tema y llegar a acuerdos. Esto no se ha producido. Se ve un hotel vacío y se aprovecha la oportunidad, y así no puede ser", sostiene Mansilla.
Este experto destaca que los nimby sólo se pueden combatir con más trabajo de pedagogía en la calle, entendiendo el lugar en el que se va a proponer la instalación y sus conflictos políticos, para evitar así la "guerra de pobres contra pobres". Destaca que es necesario "hacer crecer la consciencia de los vecinos sobre problemas que, aunque parezcan ajenos, les incumben". En la misma línea se expresaba el geógrafo Oriol Nel·lo i Colom, en su libro Aquí, no! Els conflictes territorials a Catalunya (Empúries, 2003), donde ya resumía el porqué de la existencia de los fenómenos nimby con tres motivos: la creciente preocupación de la población por la calidad de vida, los recursos, la seguridad y la identidad del lugar en el que vive; la crisis de confianza en las formas institucionales de representación ciudadana –instituciones y partidos políticos–; y las carencias en las políticas aplicadas por la Administración, a menudo mal diseñadas y casi siempre mal explicadas.
CADA OPOSICIÓN TIENE SU ACRÓNIMO
Nimby no es el único acrónimo que ha calado hondo en el imaginario popular para describir posicionamientos en contra de determinados equipamientos. Banana, de build absolutely nothing anywhere near anything [no construir absolutamente nada en ningún sitio cerca de nada], se utiliza para describir la continua oposición de ciertos grupos de defensa de la tierra ante cualquier tipo de proyecto que dañe el territorio. Pibby, de put it in blacks’ backyards [ponlo en los patios traseros de los negros], hace referencia a cómo las personas con privilegios sociales, raciales y económicos ponen objeciones a una instalación en sus propios patios traseros, pero no se oponen a que se instalen en lugares que afecten a personas más desfavorecidas. Y sobby, de some other bugger’s back yard [en el patio trasero de otro tío], para quien está de acuerdo en que un proyecto puede ser necesario, pero solo si se ubica en otro barrio que no sea el suyo.