Este artículo se publicó hace 3 años.
Comida artesanalEl retorno a la España rural: así se ha vuelto al pueblo y a la producción de comida artesanal
Durante la pandemia se hizo más evidente que nunca una necesidad de aire fresco, de paisaje, libertad más allá de edificios y acera. Fue reflejo de cierta tendencia que se viene dando en los últimos años de forma muy particular. Un doble retorno. Al pueblo en algunas ocasiones, sí, pero sobre todo a una forma particular de hacer las cosas. Más tradicional, más artesana. Quizá más auténtica.
Orzales (Cantabria)-
"Ya ves, nos pilláis con las manos en la masa, nunca mejor dicho. Aquí empezamos a las cuatro o las cuatro y media. Menos los fines de semana, que hacemos más y se entra al poco de la una. De la mañana, sí, sí, claro. Todos los días del año. Todos".
Hay que madrugar. Mucho. Afortunadamente es solo hoy, no como les pasa a ellos. Cuando llegamos a Orzales, en Campoo, justo al borde de un mar que es lago que es embalse que es recuerdo, solo un sitio en todo el pueblo tiene luz. Brillo mortecino. Allí es. "Panadería Orzales Antonio Ruiz", pone. Una casa blanca, alargada, con tejas de color naranja y ventanucos por donde escapa claridad. El frío golpea en el rostro, casi corta, un par de grados bajo cero. La semana anterior, nos cuentan, llegaron a los once negativos. Tres perros se acercan ladrando, el rabo como si fuese un diapasón loco, ansiosos por jugar con el visitante. Son grandes, grises, con el morro afilado y los ojos oscuros. Perros que parecen lobos, pero tan simpáticos que no puedes sino pararte un poco con ellos. Nada, tres caricias, porque el viento te recuerda que no estás acostumbrado a las horas ni la temperatura. Cuidado con el hielo, nieve crujiendo bajo las botas, pasos torpes de reportero urbanita. Picas un par de veces, escuchas ruidos en el interior. La puerta se abre, olor a madera ardiendo. Entramos en la panadería.
No son pocos los que vienen a los pueblos. A vivir, a empezar algo nuevo. En Cantabria se está produciendo un fenómeno poblacional paradójico. La gran ciudad (Santander) pierde población (unas once mil personas menos en la última década, que para nuestros estándares es cosa seria) mientras otras poblaciones la van ganando. Cabeceras de valles, sobre todo, espacios donde la gente duerme y hace su vida, aunque trabaje en el entorno urbano.
Pero luego está lo otro. El entorno rural. Allí se ha visto un cambio en los últimos tiempos. La vuelta al pueblo, a las tradiciones, a modos y formas de vida que muchos consideraban olvidadas. Se agudizó todo durante este año tan raro que hemos tenido. Necesidad de espacios abiertos, de poder respirar, de abrir la ventana y ver otra cosa distinta a las ventanas de enfrente.
En tiempos de crisis se tornan los ojos esperanzados al sitio que ya era...
Dentro están Toño y Lidia. Toño y Lidia son hermanos, hijos de ese Antonio Ruiz que sale en el cartel. Los dos vestidos completamente de blanco, los dos con un gorrito en la cabeza que, higiene manda, hurta expresiones de cabellos colgando en la frente. Ella utiliza un rodillo, él da forma a bolas de masa que después serán panes. Hay cuatro hermanos más, y todos trabajan, de una u otra forma, en la panadería. Manchándose de harina, repartiendo, llevando las cuentas. Labor común.
Toño: "Ahora el colmo de lo moderno es hacer las cosas como las hacía nuestro padre, ya ves"
Yo he venido a ver cómo elaboran el pan, igual a como se elaboraba en décadas. El mismo sitio, los mismos ingredientes. Solo harina de trigo, agua, sal. "Parece que volvemos ahora a tiempos donde se busca más la calidad", cuenta Toño, el más parlante de los dos. "Ahora el colmo de lo moderno es hacer las cosas como las hacía nuestro padre, ya ves". Síntoma de algo mayor, de cierto recuerdo a lo que fuimos, retorno a un espacio (un espacio físico, pero también mental) que se fue despoblando poco a poco y vuelve a tener vida. Al menos eso creo.
El frío de fuera se transforma dentro en calor. Agradable al principio, cuando las manos aún hormiguean por el contraste. Más tarde empieza a agobiar, vas quitando capas de ropa. La estancia es casi cuadrada, no demasiado grande. Todo está cubierto con un polvo blanco que se pega a las paredes, al suelo, a la espalda de cualquier visitante poco precavido que apoye donde no hay que apoyar. La radio desgrana noticias locales y canciones de tono tranquilo. Está dentro de una bolsa de plástico, para no mancharse.
Bromeo con Iván. Ni creado aposta me hubiese salido tan bien el personaje. Se ríe. Iván hace ocho años vivía en Madrid con su pareja. Él informático, ella trabajaba en una productora de televisión. Nos queda el asunto de lo más urbanita, ¿no creen?
Entonces todo cambió. Hicieron las maletas y llegaron a Cantabria, a Siete Villas. Para hacer queso. Un queso tradicional, como el de hace décadas. No vas a venir para repetir lo que no gusta, para seguir una senda que no convence. Su negocio se llama Quesarte, y tiene mucho de las dos cosas.
Buscar en el pasado, "que esto mucha innovación no tiene. Cuajo y fermento, todo natural, nada de química", cuenta. ¿Y la leche? "Pues igual. Leche de pastoreo, animales alimentados con verde, al aire libre. Eso es fundamental. A nosotros nos vende la leche de vaca un ganadero de Escalante, que tiene solo un puñado de cabezas, huimos de explotaciones masificadas. De cabra viene desde Setién, el de oveja lo compramos en Carranza".
Al final es enfocar todo el proceso con otra perspectiva. Incluido el producto final. Iván señala detalles que deberían ser evidentes pero que, a fuerza de no verlos, se nos pasan por alto. "Nuestro queso es diferente en cada estación. Porque el animal no come lo mismo en primavera que en otoño. Por mayo hay más flores, por octubre hay más hongos. Es de lógica que eso le dé un toque distinto a la leche y luego al queso. Por eso cambia el matiz". Pienso en los productos moldeados desde el principio, los que siempre tienen el mismo aspecto, el mismo aroma, el mismo sabor.
Y el tiempo, claro. "Podríamos acelerar el proceso, pero no conviene hacerlo. Al final lo comen también mis hijos, así que prefiero hacerlo sano", bromea. "Lo fermentamos más tiempo para que haya más seguridad. Por eso nuestro queso tiene un punto ácido. Las grandes marcas suelen añadir azúcares para evitar ese toque, pero lo ideal es no adicionar nada, ¿no?".
Pregunto a Iván. Si cree que esta tendencia ha llegado para quedarse. Lo de la vuelta a los orígenes, el retorno, en cierta forma, al pueblo. No solo físico, sino también en la manera de hacer las cosas. Él cree que sí. "Nos queremos informar de cómo llegan los productos hasta nuestra mesa. Y con la pandemia yo creo que aun más. Al final teníamos tiempo para investigar. Pienso que se tiende hacia un consumo más local, de kilómetro cero. Siempre que se pueda, claro".
"Quien vino aquí se tiene que hacer a ello, no puedes pensar que va a ser al revés", dice Toño
Hace siglos, Orzales era muy diferente. También en paisaje. No estaba ese mar inmenso que cubre todo el Campoo de Yuso y llaman pantano. No había carreteras, ni puentes, ni farolas. Casas sí, casas muchas. Ochenta y nueve habitables, tres arruinadas, allá por 1752, según nos dice el Catastro de Ensenada. Sesenta y dos almas de vecindario, que vienen a ser unos 250 habitantes, más o menos. Por tener tenían hace siglos hasta taberna en el pueblo. Son, también, imágenes que se pierden, que fueron hasta hace nada y ahora ya no son. "Aquí estaba el bar, ibas todas las tardes. También era tienda, comprabas menudencias, lo que hiciera falta. Y se hablaba, se hablaba mucho. Yo allí he escuchado historias sobre el estraperlo que da hasta miedo repetirlas. También cosas del ganado. De cuando caía nieve y había que ir a buscar. Te contaban unos y otros. Eso también es cultura, y es una que se va a perder", sigue Toño. Y añade. "A veces algunos vienen a vivir a los pueblos y se piensan que esto es como en la tele o en las fotos. Y no, te tienes que adaptar. Hay gente que hace las casas en un sitio muy bonito y luego andan quejándose de que si las vacas y las yeguas del vecino huelen. Claro que huelen. Quien vino aquí se tiene que hacer a ello, no puedes pensar que va a ser al revés".
A un lado de la estancia está el horno. Es, seguramente, lo que más llama la atención. Hierro y ladrillo. Para encenderlo pasan una escoba hasta que brilla, y van alimentándolo con troncos de medio metro. Madera de roble, tarda más en calentar pero da un toque distinto al resultado. En el frontal hay un termómetro. El interior debe alcanzar los doscientos grados, y después ir menguando poco a poco. "Cada vez es una cosa", me dicen. "Si hace frío, como hoy, dejamos el pan levando cerca del calor, para que fermente. La cocedura puede llevar unas cuatro horas. Pero nunca sabes. Mi abuela decía que el cocer y el parir es nuevo todos los días", y Toño y Lidia sonríen, compartiendo el recuerdo.
¿Y todo el tema ese de la masa madre que tanto pusimos de moda durante el confinamiento? Mirada divertida, como de quien debe responder mil veces a la misma pregunta. "Eso son cosas para expertos", y casi puedes ver las comillas dibujadas en el aire alrededor de la palabra. "Aquí el único secreto es hacerlo con cariño". La madera empieza a oler, un aroma profundo, como a infancia. Miro las brasas, que son de un rojo refulgente. La corteza de cada tronco que espera está recubierta con harina blanca, y parecen corchos recién salidos de un belén gigante.
El horno tiene aires dickensianos y dos partes bien distintas. Una es de ladrillo, ladrillo tiznado en gris, ceniza que juega a transformar colores. Allí van metiendo cinco o seis maderos cada vez, avivando un fuego que impresiona. Justo debajo hay una pequeña puerta de metal negro, entreabierta. El otro lado es aun más llamativo. Nada menos que una piedra adoquinada... una que tiene seis metros de diámetro y gira. "Antes teníamos horno fijo, y había que ir moviendo el pan de sitio. Este tiene unos veinte años. Y es todo más fácil". Hay que hacerlo a puro músculo, tirando de un volante como de tractor viejo, pero cada vez giras cientos de piezas. Antes de meter nada hay que limpiar el interior, claro. Con una escoba de esparto, enorme, gruesas cerdas como pelo de jabalí. Uno de los hermanos barre a golpes profundos, mientras el otro va girando poco a poco aquella losa que, en nada, empezará a oler a hogar.
Cuando el horno alcanza la temperatura deseada, coge una pala de forja negra, recia, con pinchos curvos al final. Enorme. La mete entre las brasas, saca de allí maderos ardiendo, y los arroja por la ventana. El fuego se apaga sobre la nieve haciendo un ruido de globo el deshincharse. Por un momento he visto un paisaje que era a la vez rojo, blanco y negro.
Lo comento en voz alta y Lidia se ríe. Hace unos días sí que hubo colores, cuenta. "Vinieron al Pantano unos fotógrafos para hacer fotografía nocturna, y trajeron luces de todos los tonos. Nosotros estábamos en la panadería, trabajando, y veías espirales verdes o azules que brillaban encima de las aguas. Fue muy bonito".
Intento imaginarlo. Sí, debió serlo.
Explotación ecológica
Se extiende, cada vez más, un concepto de explotación ecológica. Mantenimiento medioambiental combinado con búsqueda del producto excelente. Y vuelven así las gallinas pedresas, o las razas de vacuno tradicionales. Sabor, textura, elaboración. Existen productores de miel que usan dujos tradicionales, que ponen esos troncos ahuecados en los mismos sitios donde se situaban hace dos, tres, cuatro siglos. Y han potenciado la producción de quesos artesanales, sobre todo aquellos que son más conocidos, como los azules de Tresviso y Bejes o los cremosos, densos, que se hacen en el Pas. En algunos de estos casos la idea ha ido un poco más allá, y la recuperación se extiende no solo a materias primas y forma de producir, sino incluso a los propios ornatos decorativos que adornan el producto. Un volver atrás. El medio rural siempre fue sostén para la alimentación en las ciudades.
Y ¿cómo habéis llegado aquí? A esta casa, a este sitio. Que ya el abuelo de todos tenía una panadería allí, en Orzales, pero era otro edificio. Que el actual fue barracón durante la Guerra Civil. De avionetas y pertrechos, nada menos, porque muy cerquita hubo un campo de aviación. Que después era escuela del pueblo, casa de concejo, ruinas de no se sabe muy bien qué. Abandonada, muerta. Hasta que llegó la casualidad. "Nuestro padre, Antonio, fue cazador. Le gustaba mucho. Iba a pegar tiros a los patos aquí cerca, a un sitio que llaman las Pozas. Les decían eso porque allí se excavaba la tierra para sacar arcilla, que iba luego a la tejera de Requejo, aquí al lado. En fin. Pues un día le pilló la lluvia, lluvia fuerte, un chaparrón de esos que caen a veces por la zona, y se refugió en este edificio. Y empezó a mirar de arriba abajo. Oye, saldría una buena panadería aquí. Así que decidió comprar y transformarlo en lo que ves hoy. Le costó lo suyo, porque no tenía buenos recuerdos de estas paredes... Vino aquí al colegio y decía que es donde más frío ha pasado en su vida".
Las manos son sabias, las manos entienden. Las suyas trabajan sin mirar, repiten movimientos que hacen mil veces cada noche, que son ya parte de su propio ser. El palpar que transforma bola en hogaza, ese fruncir que embalsa cada una de las barras sobre el paño. Miro a Lidia. Está cerrando los hornazos, una especie de empanada rellena de bonito (si es usted de estómago delicado) o chorizo y bacón (si le gustan las emociones fuertes). Para que nada escape, para que todo el aroma y el sabor quede encerrado allí dentro, pellizca amorosamente los bordes de la masa, como quien pellizcaría las mejillas de un sobrino travieso. Trescientos panes esperando. Más no, que no queremos, no nos hace falta.
Llega Ernesto, otro hermano. Alto, fuerte, con una sonrisa que brota fácil. También completamente vestido de blanco, también con las manos albas por la harina. Supongo que es inevitable. Pregunto. Cómo es vivir así, con el horario cambiado. Y vuelven a mirarme de reojo. Pues cómo va a ser. Echas siesta, y vas tirando. No hay problemas. Cuando salimos de aquí, dice Ernesto, vamos a cuidar el ganado. Ah, que tenéis animales también. Vacas. Lemosinas de carne. Y yeguas, yeguas bretonas, que el caballar es muy de Campoo. Alimenta el horno con otros dos maderos. "Antes aquí cocinábamos cabrito y lechazo", dice Toño. "Sobre todo en Navidad. La gente nos traía piezas y luego las llevaban preparadas, que no tiene nada que ver un horno de estos con lo que puedas hacer en casa. Pero dejamos de hacer, porque era un lío. Al final esos días todos toman un vino aquí, una copita de champán allá, en un bar, en otro, y resulta que los últimos que nos juntábamos a cenar en todo el pueblo éramos la familia, porque siempre quedaba algo por entregar. Así que ya no hacemos".
Una vez, cuentan, les llamaron de Escocia. "Unos amigos nuestros, de la zona, que ahora viven allí. Oye, que estáis en la tele, que estáis en la tele escocesa. Es que había estado grabando la panadería Rick Stein, un cocinero inglés bastante famoso, como si fuera Arguiñano en las islas. Cosa de verse, cuando vino, con todo el equipo, el traductor, los maquilladores... y el espacio es el que es. Un auténtico desbarajuste. Pero vamos, que hace ilusión, claro".
Busco en Internet al tal Stein. Tres millones de espectadores. No está mal...
Fermín: "Todo de forma tradicional. Es la única manera de sacar un producto en condiciones"
"Hombre, está aquí al lado, pero igual ese coche no sube... mejor tiramos en el todoterreno", dice Fermín. Aquí al lado significa trepar por lo que parecen vargas verticales y herraduras imposibles, hasta asomarnos a un balcón sobre el Valle de Liébana. Allí, en un pequeño claro entre pinos, hay veinticinco cajones de madera. "Y esta es mi explotación ganadera", comenta con una sonrisa.
Fermín tiene ojos azules, manos grandes y una gorra de felpa gris y negra que haría las delicias de cualquier hipster. Solo que no. Vivía en la ciudad, pero volvió aquí, al pueblo, hace ocho años. "Me cansé y ahora tiro con colmenas y viñas", cuenta. "Todo de forma tradicional. Es la única manera de sacar un producto en condiciones". Cuando vamos a verlas, sus abejas están calmadas. "Otros días no me atrevería yo a apoyarme en este árbol", cuenta. Y luego advierte. "Cuidado con el cable... es pastor y da calambre. Para el oso". Lo miro, un poco de incredulidad. "Sí, el oso viene bastante por aquí, y te destroza los panales, le gusta mucho la miel. Allí abajo", y señala a pocos metros de donde estamos, "lo vi hace un tiempo, cogiendo cerezas de un árbol". ¿Y qué se siente entonces? Otra sonrisa. "Te quedas quieto. Es muy grande".
Explica cómo hace su trabajo. Mimando a los animales, cuidándolas cada día. Ayudando a su labor. "Ellas toman polen de cualquier sitio, ahora hay mucho polen de pinos, por ejemplo, por eso el suelo está recubierto con este polvo amarillo. Pero también tiran de bardales, robles, castaños, encinas... aquí hay de todo".
Nos rodean castaños que pueden tener más de mil años, suena el pájaro carpintero de fondo. Cuenta que normalmente la miel sale un poco amarga allí, pero que este año, por el tiempo, parece haber endulzado más. ¿Y qué piensas cuando ves la miel que venden en los supermercados, esa que viene en botes de plástico? Otra sonrisa. "Lo primero, que no es miel. Deberían dejarlo claro, es un producto distinto al mío". Y, ¿tú crees que el consumidor aprecia la miel hecha como siempre se hizo, que busca algo más tradicional? "Yo creo que sí. A mí me compran muchos botes desde gimnasios, algunos de bastante lejos, no te creas. Quieren miel para recuperar fuerzas, es mejor que el azúcar. Y la que encuentras en las grandes superficies pues no sirve".
Salimos un momento. Para airear, para sentir frío en las mejillas. El sol empieza a salir por los Montes del Pas, y todo aquel mundo tiene una luz como de naranja triste. Alrededor, blanco. Grandes nevadas. Si hasta las orillas del pantano están congeladas. Habla Ernesto. Que llegaron hasta sesenta centímetros de nieve. Que fue una tempestad mala, además, con mucho viento. Neveros grandes, apilados. Este es un clima duro, dice. Muy duro. Es que la nieve es blanca, pero muy negra, añade el hermano. Un año aquí cayó de tal manera que era imposible salir del pueblo. Y una vecina se puso de parto, ya ves. Tuvieron que bajar al hospital en la tanqueta de la Guardia Civil. Casi puedo verlo. Luego continúa. "De críos en cuanto nevaba un poco salíamos con palas para mover lo blanco desde las cunetas hasta el camino. Así, con algo de suerte, te librabas de ir al colegio", y ahora se miran entre ellos, divertidos, recordando.
Hoy hay manchas oscuras sobre el manto casi virgen. Corvatos, grandes como conejos, graznando al amanecer, hablando en ese idioma suyo tan áspero, tan de remembrares. Algunos se posan sobre las ramas desnudas, rodeados con bolas enormes de muérdago, depredador de frutos amarillentos y hojas pequeñitas que, dicen en Cantabria, trae buena suerte. Pasa la máquina quitanieves por la carretera, con luceros nerviosos dando vueltas...
Es otra cara a eso que llaman "el abandono de los pueblos". Que, a veces, ocurre lo contrario, y a los pueblos llegan nuevos vecinos. Algunos, incluso, se traen ideas viejas, y quieren resucitar saberes y trabajos ya olvidados, formas de tratar los productos que en las ciudades ya no comprendemos, porque nos parecen pesadas, lentas. Tratamiento tradicional de la lana. Artesanía de la madera. Trabajos en piedra. No piensen en artistas que huyen del mundanal ruido. O no solamente. Es algo más profundo, más enraizado a la misma tierra. La certeza de que puede seguir siendo aquello que fue. Que no hay una condena para ninguna geografía, por mucho que algunos se empeñen en ello.
Al horno los panes entran de uno en uno. Primero, colocados como están sobre paños, cada cual contenido en su propio pliegue, se hacen los últimos preparativos. Ernesto lanza un puñado de harina al aire, sobre ellos, y queda en el ambiente una nube pálida que flota. Después otro pequeño pellizco, tocan los dedos en el centro, masas que se colocan sobre la pala con un golpe de muñeca como de tenista antiguo. Luego van poniéndolos en filas sobre la piedra. A un lado aun se puede ver la madera, troncos con todos los tonos del rojo y el ceniciento. Oye, ¿y esto cuánto tarda? Una hora, más o menos. Pero depende. Del frío que haga fuera, de cómo haya tirado el fuego, de si es verano, de si llovió y hay más humedad. Depende. Cada día es distinto.
Antes, dice Toño, era diferente, porque no se compraba pan todos los días. Imposible. Así que las hogazas eran guardadas entre granos de trigo, mejor si estaban en un arcón de madera, para conservar la humedad, la frescura. También te quedabas siempre con un poco del reciento, un trozo de masa que no cocías y se iba pasando de vecino a vecino, para que cada cual tuviera ya hecho parte del trabajo cuando fuese a hornear pan. Repito en voz baja la palabra "reciento" y dejo que reverbere. Suena a tiempos antiguos, tiempos distintos.
Toca recoger, porque el ocio es lujo de ciudades, supongo. La artesa, nívea por la harina, con una balanza tradicional al lado, pesas de un kilo, otras más pequeñas. "Antes la usábamos", dice Lidia, "pero ahora lo hacemos ya con otra máquina", y sonríe. El raspador que pasa sobre los bordes de la amasadora, levantando chirridos de pan seco. Las telas puestas a secar, como si fuesen lienzos recién pintados. Del horno sale un humo blanco, oloroso.
"Cuando decidimos seguir haciendo el pan como siempre, como lo habíamos hecho desde que teníamos memoria, muchos se reían de nosotros", dice Toño. "Porque es más trabajoso, más pesado, produces menos... En suma, que todo parecen problemas. Pero claro, el producto final no tiene nada que ver. Y ahora, mira... Cada día sacamos unos trescientos panes, los fines de semana más. Producción limitada, vendemos todo. Podríamos trabajar de otra forma, pero no saldría a cuenta, creo yo", termina, con una expresión que trasluce orgullo.
Los hermanos miran dentro del horno. Miran como yo no sé mirar, miran y palpan con los ojos la corteza dorada, la caricia entre los dedos. Ya está, empieza, acerca esto aquí, dame la pala de allá. Cubren sus manos con guantes gordos, de bombero, y parecen zagales que se han puesto manoplas para subir al monte un día de invierno. Lidia se ha quitado un momento el gorro, y ahora puedes ver su pelo cayendo en pequeñas guedejas que, a ratos, tienen color del maíz maduro. Cómo cambiamos con un pequeño gesto.
Van sacando hogazas y las posan en un carro enorme, uno que humea y huele. Es difícil no sentirte niño con ese aroma revoloteando. "Antes teníamos cestos de avellano, hechos en Somballe, un pueblo de aquí cerca. Son tradicionales de allí, los artesanos de estas cosas. Pero ahora ya tiramos con el carro". Así que apilan tortas, barras y hasta hornazos con sonido de crujir mañanero.
Aún no son las ocho y ya algunos vienen a por el pan. Los hermanos van metiendo piezas en bolsas de papel marrón. Bolsas tímidas, sin letras enormes ni dibujos llamativos. Para qué. Ten cuidado, que humea. ¿Hoy quieres dos o tres? ¿Qué tal tu madre, que me dijeron estaba pachucha? Esas cosas. Una niña, ocho o nueve años, coge una barra caliente y la lleva sobre la curva de los brazos, para no quemarse. El único fluorescente, de color blanco, ilumina toda la estancia.
Salimos de la panadería. Con una hogaza, claro, imposible decir "no". Ya hay más luz, y la estampa abruma. Niebla emborronando los montes de alrededor, desflecándose poco a poco hasta caer al valle en caminitos que durarán nada. Al otro lado del embalse hay un pueblo que aparece como embolsado por una nube, luces tímidas (naranjas, amarillas) asomando por entre jirones de algodón. El agua suda vapor. A estas horas en el Pantano del Ebro hay más grados de los que marca el coche. Pero no iré a comprobarlo.
Y a vosotros, ¿os gusta el pan? Porque igual de tanto trabajar con él le habéis cogido manía. Los tres hermanos se miran, ríen un poco, qué tipo tan raro, qué cosas tiene. Asienten, todos. Nos encanta, nos encanta. El nuestro más. Orgullo intenso por el producto que acaban de crear, taumaturgia de años. "Fíjate si me gusta", acaba Toño, "que yo siempre termino la comida comiendo un poco de pan. Después de los postres. No falla. Lo último de todo".
Todos coinciden. Adoran su producto.
El horno, abierto, parece la boca de un gigante glotón.
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