Este artículo se publicó hace 7 años.
Entrevista al fundador de Los CoyotesViaje hacia ninguna parte con Víctor Coyote, el músico que parió el rock latino en España
Fundador de Los Coyotes en los ochenta, el incombustible artista dio el salto del punkabilly a la canción portuguesa. Ahora vive de la ilustración y el diseño, rueda documentales, monta obras de teatro y publica discos que defiende en directo.
Madrid--Actualizado a
La mejor fórmula para no quedarse desfasado es ignorar las modas. Mientras los jóvenes de los ochenta tomaban la nueva ola, Víctor Aparicio Abundancia (Tui, 1958) los observaba desde la orilla, sin dejar que lo salpicase ni una gota pop, disco o siniestra. Él era un músico pintón que lucía pelo en pecho y encargaba sus vistosos trajes a un sastre de Tirso de Molina. Cerca de allí, en la plaza de la Paja, desfloraba la década que acababa de nacer con Los Coyotes, una banda de rockabilly acelerado que debutaba sin percusión y dejaba claro, desde el primer acorde, que iba a su bola en el efervescente panorama musical de la movida.
Víctor berreaba sin perder de vista la guitarra. Contrabajo, batería y tira millas. Alérgico a la ortodoxia del género —de cualquier género, como se verá después—, el músico tudense fardaba con su rockabilly sin freno, una suerte de punkabilly y psycobilly que terminaría adentrándose en las pantanosas aguas de la canción caribeña. Como lo oyen: Víctor Coyote fue el padrino del rock latino en España, antes de que Santiago Auserón se transmutase en Juan Perro y de que los argentinos nos enseñasen de qué iba el rollo. Luego, ya saben, llegó la fusión o, si lo prefieren, el mestizaje. Abundancia ya estaba a otra cosa: flirteando con la música electrónica y, más tarde, empapándose de la tradición portuguesa. Igual que antes había cruzado el charco para abrazar la salsa o el calypso, ahora vadeaba el Miño para homenajear a Amália Rodrigues, marcarse una vira y hacer suyos instrumentos como el cavaquinho.
Espera sentado en una mesa del bar Picnic, en las faldas de Malasaña, donde vivió sus tiempos de moderno que renegaba de lo moderno. Ni rastro de chorreras, mallas acampanadas o botas camperas. Han pasado treinta y cinco años desde Extraño corte de pelo, con el que había inaugurado la discografía de Los Coyotes, que cerró con Puro semental cuando ya expiraban los ochenta. Hoy viste chaqueta de cuadros. Bajo techo no usa gorra, como dictaba el protocolo hasta que el sombrero dejó de proteger la cabeza de los elementos para convertirse en un accesorio, pero se la ajusta durante la sesión de fotos. Posa con estilo, porque el Coyote también es actor, aunque no se prodigue: debutó con Almodóvar (Átame) y estuvo en las tres de La Cuadrilla (Justino, Matías y Atilano); recientemente, interpretó en la Fundación Telefónica ¡Suspenso!, una obra de teatro que escribió para la exposición Hitchcock, más allá del suspense. Repetía en la Gran Vía, pues hace dos años ya había montado En la cabeza de Tesla —teatro, conferencia y musical ruidista— con motivo de la muestra Nikola Tesla. Suyo es el futuro; y hace cuatro, también en el mismo espacio, Foto Vieitez, Soutelo —vídeo, música, marioneta y poesía— durante una exposición retrospectiva del fotógrafo gallego.
La entrevista es un zigzagueante viaje por su opulenta biografía, dos cosas que detesta: turistear y retroceder. Víctor Abundancia —un apellido que parece un apodo, utilizado en su día y ahora fuera de uso— no se da pisto, ni quiere vivir de rentas, por muy magras que sean. Por eso pega un frenazo en medio de la charla y pregunta si todo esto va de escarbar en la historia de su vida. “El pasado me interesa bien poco”, explica al quinto intento de bucear a pulmón en su currículo. “Pero bueno, no pasa nada”. Más tarde explicará que abomina la nostalgia, aunque resulte inevitable retrotraerse en el tiempo para entender quién es —ahora— Coyote. En resumen: un tío que en ocasiones ha ido tan por delante, al igual que le sucede a los atletas que doblan a sus rivales sobre la pista del estadio, que parecía que iba por detrás. Él, ya digo, no se adjudica el invento de nada y repite que Santana, Corazón Rebelde o Elkin & Nelson ya estaban ahí antes de que él llegase.
Fue profesor de dibujo en un colegio y todavía imparte alguna clase en escuelas de diseño, pues ésa es precisamente la profesión a la que siempre se ha dedicado. Formado en Bellas Artes —la excusa para venirse a Madrid, de donde no se ha movido en cuarenta años—, ejerce de diseñador y de ilustrador, aunque también ha escrito un libro de relatos, ha dirigido videoclips para grupos como Los Rodríguez —suya es la ambientación de Milonga del marinero y el capitán, tan comiquera, tan El gabinete del doctor Caligari, si bien él la describe como “expresionismo de La Codorniz”—, ha presentado el programa La lógica de los ópticos en Radio Gladys Palmera, ha dibujado cómics por encargo —el que acompañaba el single Juan Perro en la selva lleva su firma—, ha escrito un cuento para niños —Tío Budo, editado recientemente por la editorial Fulgencio Pimentel— y hasta ha colado una canción suya, Jaguarundi, como sintonía de la Vuelta a España.
Todavía hay más cosas, y de algunas hablamos durante el calentamiento. Sin ir más lejos, de la grabación de Lo bueno dentro en Sao Paulo —¿qué pintaba Víctor Coyote hace más de veinte años facturando su primer disco en solitario en el corazón financiero de Brasil, donde recalan todas las músicas de ese país-continente?—. O de sus recientes conciertos, en los que se hace acompañar por Ricardo Moreno, un virtuoso de la batería enrolado en Los Ronaldos y en Mastretta, quien también ha cedido sus baquetas a Josele Santiago. Precisamente, el guitarrista Pablo Novoa —antiguo escudero del líder de Los Enemigos y productor de tres de sus cuatro discos— fue el responsable de la producción de su último álbum, De pueblo y de río, donde transita por los caminos —y las riberas— secundarios de la canción popular: de Venezuela a Grecia, pasando por Italia y Portugal. Una joya en la que brilla hasta la caja que la resguarda, obra del propio músico.
Usted fue siempre tan rápido que se pasó de frenada.
Ah, que empezamos ya…
Bueno, sí... Aunque me estaba preguntando si le pegan estas palmeras de fondo.
Me es igual. No es algo que me preocupe ahora mismo. Tanto me dan unas palmeras como el polo norte.
Hombre, su música siempre ha sido más cálida que fría, incluso caliente.
En Galicia llueve menos y ya no es tan gris, porque los inviernos ahora son veranos. En todo caso, yo no quiero el clima de Canarias, que es el ideal para mucha gente. Me gusta que haya invierno y verano, salir de día y salir de noche, pero no estar obligado a hacer una cosa o la otra. En Madrid echo de menos esos días de invierno en los que hace sol y, al mismo tiempo, un frío de cojones. También me gusta ir a la playa, si bien odio ese rollo de playita y ligoteo. Yo voy a bañarme, no de cervecitas.
¿Ha viajado a Cuba?
No. Es que yo no he ido casi a ningún lado...
¿Lo lleva a gala?
El turismo me parece una tontería, porque me he encontrado con gente que ha viajado mucho y, en cambio, no conoce los países que ha visitado mejor que yo. Viajar no abre la mente, como tampoco la abre ver la tele o leer libros. ¡Depende de qué libro y de cómo impacte en ti! Además, los españoles no hacen turismo, sino que van a un sitio muy enrollado que le recomienda un primo: ¡mentira! Por cierto, yo nunca he dicho que fuese a viajar a Cuba...
Se lo decía porque hace veinticinco años usted criticaba la inmersión cultural de vuelo chárter, los viajes Coronel Tapioca y el turismo solidario. Y comentaba, con otras palabras, que no le hacía falta ir a Cuba para hacer música caribeña.
Hay que dejar de dar la brasa a los países turísticos. Es absurdo, porque el mismo que critica a quien trajo los eucaliptos a Galicia —uno de Tui, el padre Salvado— tiene cuatro pitones en su casa. ¡Qué mierda es ésa! ¿Quién te ha llevado a hacer esa payasada? ¿Y qué hace un alaskan malamute en Madrid o en Galicia? Nada. Bueno, lo que está haciendo es degradar la especie del alaskan malamute...
Y la globalización acabó de joder la marrana, ¿no?
No. La globalización viene dada por las comunicaciones, y se puede hacer buen o mal uso de ellas. Yo soy un gran admirador de las pitones, pero eso no quiere decir que me tenga que comprar un terrario con una pitón dentro [risas]. Actualmente, en el periodismo está de moda el lenguaje gestual, o sea, analizar a la gente por las intenciones que tiene. Incluso Juan José Millás tiene una columna sobre fotos en El País Semanal. Si te miro así [gesticula de forma agresiva], no te he pegado una hostia hasta que no te la dé. ¿Qué es eso del lenguaje gestual? En tiempos de Franco, los progres decían: “Si llevo melena, ¿por qué tengo que ser una mala persona?, ¿por qué me detiene la policía?”. Pues ahora están haciendo lo mismo que los grises: “No, es que se le ve tenso y violento”, argumentan. ¡Qué locura es ésta! Está pasando lo mismo que en la película Minority Report: sospechar de alguien antes de que haga nada. A nadie se le puede juzgar por asesinato porque tenga cara de asesinar a alguien.
Ni condenarte a un año de cárcel y siete de inhabilitación absoluta por unos chistes sobre Carrero.
Pues no me había enterado, pero es una chorrada de cojones. ¡¿A estas alturas?! ¡¿Carrero Blanco?!
¿Usted fue artista antes que músico?
Cuando tenía trece años, me apunté a las clases de un profesor de guitarra que venía a Tui los fines de semana y, luego, me vine a estudiar Bellas Artes a Madrid. Tengo el ojo más afilado que el oído. La música surge cuando te empiezan a gustar ciertos grupos, aunque no se me pasaba por la cabeza montar una banda tras escuchar a Yes, dado mi bajo nivel como instrumentista. Ahora bien, cuando surge Dr. Feelgood, el pub rock y el punk, no importa que sólo supieses tocar cuatro acordes, porque ya te planteas que molaría tener una banda con una actitud gamberra.
Lo que le decía al principio: siempre fue tan rápido, que se pasó de frenada.
Digamos que he hecho las cosas a destiempo. Pero antes que yo, Barrabás y Santana ya habían hecho música latina. Más que nada, se trata de ir a contracorriente. La España payasa de los ochenta pensaba así: “En Inglaterra todo el mundo toca delante de Andy Warhol”, “en Estados Unidos nadie toca en un pueblo”, “Grace Jones caga oro”, etcétera. Pensar que lo mejor sucedía en el extranjero era una paletada. Que si Berlín, que si Amsterdam… Pues a mí Berlín me parece una cosa como de hippies trasnochados mezclados con La Fura dels Baus.
En Berlín sí ha estado.
No, qué va. ¿A qué voy a ir? Si no me interesa nada… Preferiría viajar a la Patagonia, adonde tampoco he ido.
¿Se considera un pionero o un tío que siempre ha ido a su bola?
Voy a mi rollo, aunque he estado más centrado en lo mío que otra mucha gente. Lo que pasa es que no es una cosa formal, porque no hago siempre rockabilly o un estilo concreto. Será más inclasificable, pero como inclasificable está claro.
Tan claro como un barco de vela en medio del océano.
La dirección de los ritmos y de las letras ha sido siempre parecida. Como soy limitado en el plano musical, hago lo que puedo hacer. No obstante, siempre me he sentido un poco apartado, o al margen, o caminando de una manera lateral… ¿Adelantarme? Lo que procuro es no atrasarme. A ver, yo no me he adelantado a lo latino, porque —desde el punto de vista de los guais— lo latino no ha sucedido. Es más, para la prensa el reguetón es el demonio, no sé yo por qué… Dentro de veinte años, aparecerá un intelectual que hará un estudio en el que pontificará: “La verdadera música de baile es el reguetón, un estilo que siempre me ha gustado”.
¿Cansa remar a la contra?
Vivir cansa. El poeta visual catalán Joan Brossa decía que, como no tenía mucho dinero y no fue muy reconocido —pese a que ahora lo copia un fotógrafo que empieza por Che y acaba por Doz—, había pagado el precio de no poder viajar ni ir a muchos sitios. A mí, en cierta medida, me ha pasado lo mismo.
Bueno, pero como a usted no le gusta viajar, todo bien, ¿no?
Yo me adapto. Si no puedo viajar, entonces odio viajar, está clarísimo [risas]. Yo detesto a la generación de botarates que se compraron Audis, aunque si tuviera dinero, a lo mejor cambiaría de opinión y me agenciaría uno. Se llama adaptación natural [risas].
Usted ha puesto palos —de la música brasileña a la electrónica— en las ruedas de su carrera musical, que en realidad es más una anticarrera, comercialmente hablando…
[La grabadora se para porque su memoria, como la de Coyote, está llena. Uno no se percatará del infeliz suceso hasta diez o quince minutos después]
La patente latina
El autor del pequeño gran éxito Esta noche me voy a bailar reconoce que el disco que siguió al debut de Los Coyotes ya pilló a contrapié a sus seguidores. Nada que ver, en todo caso, con el volantazo de Lucha de migajas, su segundo álbum en solitario, donde introduce maquinillos y da rienda suelta a la experimentación. La grabadora no registra el momento en el que dejó de soñar con ser una estrella de rock, aunque confiesa que ha disfrutado más en la batalla que en la guerra: o sea, que el fin era el durante. Tampoco su postura respecto a las subvenciones, si bien él siempre ha dicho que la cultura no debe esperar la inyección económica de las instituciones, sino que “hay que sacarla adelante con los cojones”.
¿Permanece intacto ese pensamiento testosterónico? Víctor acepta que se ayude a los artistas —él también se ha visto beneficiado—, pero igual que se le echa un cabo al sector minero o a la industria automovilística. Ahora bien, esa contribución no puede aguantar por sí sola ninguna vela. Lo mismo, aplicado al pasado —o sea, a la movida—, como le contestó al periodista Rafa López cuando publicó el disco Dos años luz y cuarto: “En mi vida, cuando algo empieza a ocupar más del 15%, me empieza a preocupar. Vivir instalado en la nostalgia me parece un error”.
Aunque los ochenta repelen por trillados, resulta inevitable hablar del libro Cruce de perras, cuyos relatos trazan un retrato personal del hormigueo musical de la época. En uno de ellos, La patente latina, ironiza sobre la introducción del género en España. En la vida real, Juan Perro —alter ego de Santiago Auserón, el cantante de Radio Futura— publicó su primer disco en 1995, cuando hacía una década que Coyote andaba a vueltas con lo latino. En la ficción, Víctor es un jubilado sin blanca que sestea sus últimos días en un asilo y ve en la televisión como Santiago recibe un homenaje por haber inventado la cosa. Un ladrón, pues Auserón había patentado la fórmula del rock latino tras ver a Los Coyotes en Rockola, uno de los templos de la movida. “¡A ver, esa historia transcurre en 2036, por lo que todavía no ha sucedido en la vida real!”, echa balones fuera el músico gallego mientras apura un café.
¿Y cuánto hay de histórico en el escarceo sexual con Alaska? Pues que Víctor llegó a tocar la guitarra en Dinarama, en sustitución de Carlos Berlanga, aunque el resto del relato, que da título al libro, es producto de su lúbrica imaginación. ¿Causó baja por enfermedad durante una gira? “Qué va, lo que pasa es que Carlos no quería tocar en pueblos”. ¿Cómo dice? “Que sólo estaba dispuesto a actuar en Madrid, Barcelona o Valencia, pero no en sitios como Calasparra”. Lo que han dado de sí los ochenta… por mucho que el entrevistado reniegue de ellos.
Tres décadas después, Abundancia presumía de Tui en su último disco, cuya idea explicó en su día: “Frente a los absolutos ser de campo o ser de ciudad, términos que remiten a ideas románticas acerca de lo bucólico-natural o a la dureza urbanita, existe el ser de pueblo, un modo de pertenecer que es, sin duda, más realista, sencillo o posible. Con el ser de río ocurre lo mismo. Alguien de río nunca se consideraría heredero de un escenario de leyenda. Lo mítico es la inmensidad del mar o la dureza extrema de la montaña. Así son los mitos. Aunque toda regla tiene su excepción y el Mississippi ha monopolizado —no sin méritos, ciertamente— todas las leyendas de río de la música popular”. El suyo es el Miño, que baña la tierra que lo vio nacer y separa Galicia de Portugal. A ambos márgenes de la raia ha ambientado tres documentales: Contrabando, Só concertinas y Afranio.
El primero trata sobre el tráfico de mercancías y personas entre ambas orillas —”¿No ves? ¡Si también has sido pionero con el narco antes de que el tema se pusiese de moda!”, le digo de coña, pero él sólo acierta a reír—. El segundo, sobre el popular instrumento portugués —la concertina es, a grandes rasgos, un acordeón con botones en vez de teclas—, que suena en las fiestas parroquiales de agosto a lo largo de la orilla lusa del Miño. El tercero, protagonizado por Luis Tosar, rescata la figura de Antón Alonso Ríos, un diputado agrarista integrado en el Frente Popular que se hizo pasar por un mendigo cuando estalló la guerra civil. De sus desvelos para burlar la represión franquista trata la autobiografía O siñor Afranio, ou como me rispei das gadoupas da morte, que inspiró una cinta donde se funden la realidad y la ficción.
Víctor todavía exuda más Portugal. Cuenta la fascinante historia del ukelele, que partió de Madeira a Honolulu, con billete de vuelta. Es el bisnieto de un instrumento de cuerda original del Miño, que parió la braguinha —natural de, valga la redundancia, Braga—, de la que nació el cavaquinho, que terminaría emigrando a las colonias portuguesas (Brasil, Cabo Verde y Mozambique) y a Hawái. Esta travesía fue objeto de una adaptación infantil por parte del músico —¡¿pero Coyote no odiaba viajar?!—, quien en 2012 representó el espectáculo Ukekele: la pulga que salta.
[La grabadora ha vuelto a ponerse en marcha y es el momento de preguntarle por un proyecto de documental que nunca llegó a rodar. Trata sobre los minicoches, esos pequeños vehículos que circulan lentamente y para los que no es necesario tener el carné de conducir]
Usted es muy fronterizo y ha llevado esa condición a su obra. Ahora bien, ¿qué tienen que ver los minicoches con el límite que separa Galicia y Portugal?
No es un tema que se ciña estrictamente a mi zona, pero sí que tiene que ver con ella, y lo he documentado muy bien. Antes, la gente iba a las discotecas en el tren de cercanías que recorría el Miño. Luego vinieron los ciclomotores, y —aunque algunos conductores terminaron comprando coches convencionales— quienes no se apearon de ellos acabaron en esos cochecitos. Es una historia del transporte rural. No sé si interesará mucho, porque —según dicen algunos— “los de los pueblos votan mal, porque les comen la cabeza, así que sólo deberían votar los de las ciudades”.
Usted, sin embargo, no discrimina y diseña carteles que ilustran la localidad donde actúa, sea grande o pequeña. Luego, como hicieron en su día Wilco o The White Stripes, los vende tras los conciertos.
Todo el mundo, cuando va a tocar a un sitio, le hace la pelota al público: “Buenas noches, Barcelona”, “buenas noches, Córdoba”, “buenas noches, Carballo”... Como me daba mucha pereza, pensé en hacer la pelota de una manera más sutil: diseñando carteles que ilustran un aspecto del sitio donde tiene lugar el concierto, aunque procuro no representar los tópicos.
Mejor un cartel y no aquel saludo apócrifo de Prince en A Coruña: “Buenas noches, La Carroña”.
Claro, con la presión que tenía esa noche tocando Madonna en Vigo… Ése es otro de los grandes hitos de la paletería española: traer a Madonna el mismo día que a Prince.
Poco después, durante el Xacobeo 93, en el Concierto de los Mil Años celebrado en A Coruña se dieron cita Bob Dylan, Sting, Neil Young o The Kinks, mientras que Bruce Springsteen o Julio Iglesias se echaban al Monte do Gozo de Santiago. Mucha guita...
Si el bipartito PSdeG-BNG hubiese dinamitado la Cidade da Cultura, nos habría ahorrado mucha pasta a los gallegos. Además, esa cosa horrible, como de jeque árabe, es una horterada máxima. Sin embargo, no hubo huevos para dinamitarla...
¿No cree que los gobiernos progresistas se autocensuran durante su gestión porque tienen miedo a la respuesta de la población y, sobre todo, a la reacción de la derecha?
Todos los partidos tienen miedo a que no les voten, pero sí, hay cierto temor. En general, falta valentía, y no sólo entre los políticos. Por ejemplo, la izquierda nunca se ha atrevido a hacer que la Iglesia pague sus impuestos, porque le supone un problema. Algunos progres piensan: “Si hago que pague sus impuestos, al día siguiente tendré que saludarla: Buenos días, señor obispo, ¿cómo está usted?”. Por ello, a determinada izquierda le gusta más despotricar contra la Conferencia Episcopal que hacer que paguen sus impuestos. Yo prefiero lo contrario: primero, que apoquinen, y luego ya les doy los buenos días, igual que saludo al pollero o al relojero. En ese sentido, nadie le ha apretado las tuercas a la Iglesia.
Por cierto, cuando vivía en Conde Duque, solía cruzarse con el golpista Antonio Tejero.
Sí. Iba a misa a una iglesia del barrio. Por cierto, ¿murió Tejero?
Pues vaya usted a saber… [Tejero vive, la lucha sigue: en abril cumple 85 años]
Vivía en las casas de los militares en San Bernardo [en un piso de 149 metros cuadrados ubicado en una antigua colonia militar, según El Mundo; curiosamente, en su edificio también residía el general Alfonso Armada, el supuesto elefante blanco que ejercería de presidente del Gobierno en el caso de que triunfase el golpe de Estado del 23-F] e iba a misa a la parroquia de Santiago el Mayor. A ver, yo no lo he visto comulgando, pero sí camino de la iglesia.
“Buenos días, señor Tejero. ¿Usted paga sus impuestos?”
Claro, claro [risas]. No, no, no…
Tras dejar Malasaña y Conde Duque, se va a vivir a Caño Roto.
Tuve que irme porque, pese a que aquí estaba bien, me quedé sin casa. Un amigo me alquilaba un piso a buen precio, mas tuvo que venderlo durante la crisis. Yo tengo mi estudio en casa y necesito espacio, y en Carabanchel el alquiler era más barato.
La gentrificación o, si lo prefiere, la turistificación de las grandes ciudades. Fíjese, al final lo han obligado a viajar…
Así están las cosas. Si esto sucede en Madrid, lo de Barcelona es una locura, porque te clavan en todos lados. En Venecia sucede a un nivel y aquí, a otro. ¿Pero tengo yo algún interés en ir a Venecia? ¡Pues no!
¿No ve que también ha sido un adelantado al instalarse más allá del río Manzanares antes de que Usera se convirtiese en el Bruclin de los artistas?
No, no, no. Cuando me fui a Caño Roto, eso de Bruclin ya existía.
Por cierto, ¿se le ha pegado algo del sonido Caño Roto?
Se me pegó desde casi el principio, porque el disco de Los Chorbos estaba bien, en la línea de Las Grecas y ese rollo. Ojo, porque en aquella época era un barrio muy duro, aunque ha cambiado mucho. Siempre he estado atento a la rumba e, incluso, al flamenco.
El ser humano, desde los griegos, ha denostado a las generaciones venideras: “Los jóvenes de hoy son un desastre”. ¿Le ha tomado la temperatura a la cultura contemporánea española?
Sí, ya lo decía Aristóteles. Ahora no estoy tan al tanto, pero hay cosas que son mentira. Por ejemplo, mucha gente de mi edad dice que actualmente no hay sitios para tocar en Madrid. Eso no es verdad, porque yo consultaba la Guía del Ocio en 1980 y había cuatro conciertos, incluidos todos los géneros: jazz, rock, pop y tradicional… Ahora echas un vistazo y hay cuatrocientos mil, y lo mismo sucede fuera. Alguien está interesado en decir que su época fue la mejor, aunque para ello tenga que mentir. Tú puedes decir que la música de hoy no te interesa, algo sospechoso, como cuando la gente dice que el arte contemporáneo es un engaño y que no le gusta nada. Entonces preguntas por el nombre de algún artista y no son capaces de citar ni uno. A ver, estás en tu perfecto derecho de que sólo te guste el heavy que se hizo del 81 al 84. Sin embargo, no puedes decir que hoy en día no se hace heavy.
Ni que nuestras melenas eran más largas.
Claro. No estoy tan metido en la escena, pero hay grupos actuales que me gustan: Anntona, Los Hermanos Cubero, Joe Crepúsculo y muchos otros. Y no me parece que los Hombres G sean mejores...
Hay quien se apatrona muy pronto: cumple treinta o cuarenta años, y “ahora todo es una mierda”. Cuando el problema no es una falta de creación, sino de esa persona, que vive instalada en sus aquellos maravillosos años, ya no va a conciertos y tampoco se interesa por lo que se está cociendo.
Cuando yo tenía veinte, a los de cuarenta los llamábamos viejos, aunque es evidente que con el paso del tiempo se ha producido una peterpanización de la sociedad. Pese a ello, yo me siento bastante abuelo, y si no que se lo pregunten a alguien de dieciocho años. Porque Keith Richards no aparenta treinta años, sino que parece un puto viejo, que es lo que realmente es. Otra cosa es que los viejos hayan cambiado de pinta. Respecto a esos puretas prematuros de los que hablabas, si tuvieron su momento de gloria a los veinticinco años, pues a lo mejor ahora están un poco rebotados. Como el mío no fue muy momento de gloria, pues… Porque yo nunca he vendido un porrón de discos, con lo cual la gente no me conoce demasiado y tampoco tengo mucho que ganar defendiendo los maravillosos ochenta, porque para mí no fueron tan maravillosos.
Eso hoy tendría menos importancia porque, en general, todos los grupos venden menos.
Ahora se despachan muchos menos discos, aunque no creo que la venta de libros haya bajado en la misma proporción. Te pongo un ejemplo: puedes encontrar Tío Budo en librerías, pero mis discos prácticamente no están en las tiendas. ¿Por qué? Pese al e-book, sigue habiendo librerías, si bien las tiendas de discos han desaparecido. En Tui, había una, y terminó cerrando.
Tío Budo es un cómic infantil. Ya había hecho canciones para el Xabarín Club de la TVG y espectáculos destinados a chavales. ¿Prefiere una audiencia de niños o de adultos?
No sé si el infantil es el mejor público, pero a veces los niños son más divertidos que las conversaciones de los bares. Pese a que no me gusta dirigirme exclusivamente a los críos, me lo he pasado bien haciendo cosas para ellos. Respecto a Tío Budo, más que un cómic, es un cuento infantil con un apéndice para adultos: el Manual del perfecto tío.
Respecto a los libros, comprados o descargados, a este paso el mérito va a ser el propio acto de leer, porque resulta más descansado escuchar un disco o ver una película.
Leer da más trabajo, aunque depende… Porque resulta menos costoso leer Pedro Páramo que ver Juego de Tronos. ¡Tragarte la serie entera es un curro, eh! [risas].
Por cierto, ¿alguna vez ha pensado en rodar una película?
Sí, pero nunca me he puesto a ello. Yo estoy atrapado en la obra pequeña. Tengo que estar produciendo cosas constantemente, porque no hago dinero para tiempos largos. No puedo publicar un disco y plantearme: “Como hago muchos conciertos y gano pasta, pues ahora me voy a encerrar para escribir y grabar otro elepé. Y, con lo que facture, me dará para preparar tranquilamente el siguiente álbum”. En mi caso, me resultaría imposible, por lo que si me embarcase en la producción una película, no me daría para vivir.
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