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Juego de tronos (II). El blues del Borbón

Josep Maria Antentas
Profesor de sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)

'Bienvenido a la república independiente de tu casa'. Este eslogan de Ikea (empresa que tras sus modernos diseños esconde un amplio abanico de abusos laborales en una doble moral no muy alejada de los trapicehos Monárquicos) era hasta hace poco la única proclama republicana que podía escucharse en el Estado español, con la excepción de Catalunya, donde el independentismo sí ha puesto de actualidad la reivindicación de una República catalana. Definitivamente los tiempos han cambiado. Rápido. Y lo mejor está aún por llegar, justo asomando la cabeza tras la puerta.

Como el término revolución tras Tunez y Egipto, el regreso del debate sobre la República desde las profundidades del pasado para golpear con fuerza a un presente ávido de futuro, es una más de las agradables sorpresas que la crisis política y de régimen nos va deparando día a día y que, aunque no compensan el devastador impacto de la crisis económica y social en nuestras vidas cotidianas, por lo menos abren brechas de esperanza sobre la posibilidad de un cambio de rumbo.

La República tiene poco que ver con el consumismo y el individualismo narcisista que pregona Ikea.  Ha sido en la historia de las clases populares y subalternas del Estado español un potente mito sinónimo de un futuro prometedor que pusiera fin a un eterno presente insoportable. El término posee un contenido emancipador, a diferencia por ejemplo de Francia donde la República devoró a la Revolución y petrificó su memoria para convertirse en su contrario. Némesis irreconciliable de la Monarquía, la República ha sido un símbolo de un porvenir mejor tan potente como impreciso, tan luminoso como contradictorio, tan prometedor como frustante, tan abierto de posibilidades como cerrado en concreciones. Un símbolo que, en el fondo, ha prometido más de lo que ha dado.

La República como imaginario expresa todas las contradicciones e inestabilidades de cualquier proceso de cambio social y político. Esperanza de los de abajo en pos de tiempos mejores, también ha sido un recurso desesperado para los de arriba para evitar males mayores en momentos límite. Si las cosas pintan muy mal, siempre es mejor proclamar una República desde la cúspide que gestionar un desborde por abajo. Por ello, si se quiere conjurar el fantasma del gatopardismo político y de los cambios que lo transforman todo para que todo siga igual, ruptura política y social deben ir siempre de la mano, y las aspiraciones democráticas e igualitarias deben articularse entre sí. Una lección estratégica que no hay que olvidar al afrontar los retos que la crisis de régimen plantea a todas las fuerzas democráticas y opuestas a la austeridad sin fin, permanente y sin límites.

Republicanismo indignado y procesos constituyentes

El debate abierto con el proceso sucesorio plantea el reto de articular un republicanismo renovado, un republicanismo indignado, 'quince-emero' y constituyente. El republicanismo identitario y autorreferencial predominante, que mira hacia una III República nostálgica de la II que nace ya casi vieja, no permite dar una respuesta simultánea a la crisis económica y social y a la crisis política e institucional. Tiene, además, dificultades para ir más allá de la base social de la izquierda tradicional y conectar con las nuevas representaciones y lenguajes de la política. Más que la República como realidad institucional y como forma de Estado conviene enfatizar el horizonte constituyente. La República como palanca precipitadora de la 'democracia real ya'. No la República como fetiche. El punto de partida es el rechazo de la Monarquía como negación de la democracia más elemental y, a partir de ahí, reivindicar la necesidad de decidir sobre todo, de cuestionar todo un orden político-institucional y económico.

En este proceso, como señalábamos en un artículo anterior, resulta crucial articular las aspiraciones democráticas y republicanas españolas con el independentismo catalán (y basco y gallego) en la defensa común de proceso(s) constituyente(s) propios pero retroalimentados. Un republicanismo español que no coloque el derecho a la autodeterminación entre sus objetivos y no defienda la Consulta del 9N nace amputado ya de gran parte de su potencial democrático y no permite aprovechar en beneficio propio el impulso catalán para derribar al régimen. Un independentismo catalán que se despreocupe de la crisis de régimen estatal corre el riesgo de dejar pasar oportunidades, de no saber responder bien a posibles maniobras relegitimadoras del régimen, y de estar siempre preso de los cantos de sirena de una unidad patriótica en Catalunya que sólo beneficia a quienes defienden una independencia que no altere ni el reparto de la riqueza ni del poder.

Sin duda, tras la abdicación hay una operación política para intentar recuperar la iniciativa política por parte del régimen. Está por ver, sin embargo, si sólo se trata de un mero intento superficial de ganar tiempo y de obtener un nuevo impulso poco preciso y efímero, o si se cuece una maniobra de más hondo calado para pilotar una reforma del Estado, una 'segunda transición' desde arriba, para desactivar la cuestión catalana, utilizando al nuevo Monarca como pivote para acometer una tarea para la que PP-PSOE no están preparados ni legitimados para hacer. Si este fuera el caso abriría a medio plazo una crisis en la derecha española, que se desgarraría entre quienes aceptaran la nueva razón de Estado y el bunker irredento opuesto a cualquier tipo de concesión, y los por ahora fallidos intentos de crear alguna fuerza a la derecha del PP podrían tomar nuevo impulso. En Catalunya, podría dar alas a las, hoy por hoy, imaginarias terceras vías y ofrecer tentadoras posibilidades de bajarse del tren independentista al gobierno de CDC. Pero no está claro que una eventual apuesta de reforma constitucional desde arriba pudiera conseguir sus objetivos desactivadores y no parece que un mero pacto fiscal y otros ajustes sea suficiente para desarticular la pulsión independentista.

Sin embargo, ante la desautorización casi garantizada de la Consulta por parte del Tribunal Constitucional, la falta de un plan de desobediencia civil no violenta, primero, y de una hoja de ruta alternativa post 9N, después, ofrece un flanco débil que puede ser aprovechado por las fuerzas de la restauración. El escenario para otoño parece escindido entre un intento desesperado de Mas de ganar tiempo hasta 2016 (algo que requiere poner encima de la mesa una perspectiva de futuro creible para la opinión pública independentista y su base organizada) y unas elecciones pleibiscitarias demandadas por la Asamblea Nacional Catalana (ANC) que reducen todo el debate político a la cuestión nacional, subordinan todo lo demás a la independencia, y permiten a CDC intentar esconder los recortes bajo la estelada y relegitimarse con el proceso de 'transición nacional'.

Mitos y McReyes

La abdicación y todo el desgaste sufrido por la Monarquía en los ultimos tiempos ha servido para recordar que la Corona, lejos de ser algo decorativo, ha sido un pieza fundamental en la estructura del Estado y jugó un papel determinante en su conformación y legitimación. Ha ocupado un lugar central en el relato oficial de la Transición, tan falso como omnipresente. Juan Carlos fue un gran democráta nos contaron durante años, ¿se acuerdan? ¡Que viejo parece este cuento que hace cuatro días era incuestionable! El mito de Juan Carlos 'el demócrata' se entrecruza con el mito de la Transición y su consenso. Son dos caras de la misma moneda. Dos mitos en uno que se ayudaron largo tiempo para mantenerse a flote. Ahora se hunden conjuntamente.

Durante años la coartada monaŕquica fue la de su función como garante de la convivencia. Esta canción se agotó. ¿Qué convivencia cuando el movimiento independentista en Catalunya ha servido tanto para mostrar cotas inauditas de malestar con el modelo de Estado como para dejar en evidencia el carácter autoritario del mismo? ¿Qué convivencia cuando los de arriba han decretado una guerra sin tregua a los de abajo a base de recortes, desahucios, y despidos?

Sabiduría, valentía, justicia. Estas fueron las cualidades atribuídas según la leyenda al Rey Arturo, el arquetipo de monarca ideal. Ninguna de ellas encajan ni con Juan Carlos ni con Felipe. Pocas gestas bajo su reinado hemos visto y veremos. Las únicas hazañas de nuestra realeza constitucional han sido los negocios privados oscuros lejos de molestos focos mediáticos, apoyar por el mundo entero al Íbex 35, y rellenar las páginas de la prensa rosa con bodas y bautizos. Por ello la figura la Rey combina a la vez ridiculez decorativa y escenográfica con poderío institucional a modo de llave de vuelta de toda la estructura de Estado. Se sitúa así en un delicado medio camino entre Godzilla y el monstruo comegalletas de Barrio Sésamo.

'Adios, adios, muñeca, no me importa lo que hagas, porque algún día cariño, ya no tendré una vida llena de preocupaciones' dice uno de los estribillos de Worried Life Blues, el famoso blues grabado por Big Maceo en 1941 y que tantas veces hemos escuchado en la voz de B.B.King, John Lee Hooker, o Eric Clapton. Si nos tomamos una licencia literaria y olvidamos el lamento del (o la) amante despechado y cambiamos el sentido del blues, el estribillo bien podría ser el de una autosatisfecha segunda restauración borbónica, cantando por boca de Juan Carlos, su desprecio hacia una lejana y postrada República, cuyo fantasma ya no preocupa a nadie. ¿República? 'Adios, adios, muñeca, no me importa lo que hagas'. Queda ya tan lejos que su espectro ya no asusta, pensaron durante un tiempo los pilares del Estado posfranquista. 'Ya no tendré una vida llena de preocupaciones' conjurando repúblicas y revoluciones, creyó el monarca. El orden reina en el Hispanic. La restauración está asegurada por la anestesia del consenso amnésico de la Transición y por el broche final del 23F, cavilaron. Cierto, pero no para siempre. La crisis no sólo se lleva por delante vidas, derechos y esperanzas. También legitimidades y consensos. Remontando desde las profundidades de un pasado que nunca se fue del todo, surcando por el túnel del tiempo hacia un futuro que se juega en un presente incierto, el fantasma de la República surca de nuevo. 'Ya no tendré una vida llena de preocupaciones'. ¿Seguro?

Juan Carlos el democrata imaginario, Felipe VI el reformador inexistente, inencontrable. Si el primero reinó 39 años (los mismos por cierto que median entre el alzamiento nacional del 36 y su asunción de la Jefatura de Estado en 1975, casualidades de la vida), Felipe debería ser un monarca fast-food. Un McRey. Un McMonarca. Rápido y de mala calidad. No tenía que ser la del monarca una vida preocupada. Pero parece que lo será. Felipe VI, el desahuciado, el recortado, el despedido. No va a heredar Felipe un reino demasiado boyante y esplendoroso. Más bien un Mordor en horas bajas, aunque no por ello menos peligroso, ni por supuesto derrotado.

El suyo será un reinado lleno de desasosiegos donde se acumulan la crisis del bipartidismo, las aspiraciones soberanistas en Catalunya, y unas resistencias a la austeridad, en forma de PAHs y Mareas, que no se dan por vencidas, en una tenacidad tan admirable como dramática, tan espasmódica como constante. Un veradero worried reign blues, confiemos que tan breve como agitado. El blues del borbón. Un bourbon blues cuya música y letra estamos justo componiendo en un contexto esperanzadoramente desesperado y de final certeramente imprevisible. El blues del monarca que supo que era el último.

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