Cuando la gente huye despavorida, ellos entran en el edificio en llamas. 'Un fuego alcanza en cinco minutos una dimensión tremenda', explica mientras mece la espuma de un café ya templado, condición que se presupone en un bombero.
'De hecho, no hace falta ser un supermán. Más que fuerza, hay que tener sangre fría y echarle valor, y eso no lo da estar cachas'. Ya se sabe que una cosa son los apagafuegos hercúleos de pómulo tiznado que salen en las películas y otra, las personas como Antonio Poncela (Bercero, 1956), con más de ángel canoso que de actor de Hollywood. Entran con calzador en el estereotipo, pero son quienes le salvan la vida a la hora de la verdad.
Cada vez que el CIS pregunta, los encuestados lo tienen claro: nueve de cada diez ciudadanos depositan mucha o bastante confianza en el cuerpo, o sea, en el gremio. 'Aparte de peligroso, este trabajo es gratificante, maravilloso, perfecto'. Lo dice como si estuviese hablando debajo del agua y cada palabra fuese una burbuja. Hay un poso melancólico, como de elefante sabio. 'Después de treinta años en primera línea, llevo dos en apoyo técnico y ya echo de menos la acción directa', confiesa con cierto pesar este bombero municipal de Madrid, más cerca de los sesenta que de los cincuenta, una edad en la que deben pasar a segunda actividad y dejar la manguera por el teléfono, el papeleo o el almacén.
'Pero bueno, a lo que iba, la gente nos quiere. Sobre todo, en esta época de conflictos y de calle, porque estamos ahí, con el pueblo. Nos han llamado para hacer el cordón de seguridad en las mareas. Ha habido compañeros que se han negado a forzar las puertas de las casas de los desahuciados. Hemos apoyado con nuestras sirenas la causa del 15-M. Nosotros no rescatamos bancos... rescatamos personas'. Inevitablemente, la estampa de muchos Antonios frente a decenas de Robocops se proyecta sobre la mesa. 'Cuando te enfrentas a los antidisturbios, lo vives como un ciudadano más. En mi mente están los palos que han dado a personas indefensas y no puedo considerarlos compañeros. Yo veo a un represor, a un personaje que castiga por orden del Gobierno de turno'.
El pánico lo ha sentido frente a otros colosos. En su retina arden los Almacenes Arias, arrasados en 1987 por un espeluznante incendio. Algunos bomberos llegaron a quedarse sin bombonas de oxígeno durante la extinción, pero tras tomar aire en la calle, hechos ciscos, trataban de burlar infructuosamente a los camilleros para volver a combatir el fuego, que iba y venía. 'Entonces alguien gritó: ¡Fuera, fuera, que se hunde, que se hunde!', recuerda este madrileño encastado, que vio morir en Montera a diez colegas sepultados por vigas y cascotes.
'Claro que pasas miedo. Cuando se calcinó el Windsor, era inevitable pensar en el derrumbe de las Torres Gemelas. El edificio, además, se estaba quemando vivo y el agua se evaporaba antes de llegar al fuego'. Experiencias así, por no hablar del 11-M, 'un día que se ofrecieron tantos voluntarios que nos pidieron que no acudiésemos más', han hecho que no tenga compañeros sino amigos. 'Jugártela hace que confíes en la persona que está a tu lado'. Y a él se entregan, lejos del parque, unos y otros: 'En mi comunidad, en mi barrio y hasta en el cole de mis hijos, soy Antonio el Bombero, una etiqueta que llevaré toda mi vida'.
También lo es para su mujer, que vivía 'acojonada' cuando estaba en vanguardia, aunque al final terminó, 'entre comillas', acostumbrándose. 'Siempre le decía que mi trabajo es como salir de casa por la mañana y comprar un décimo de lotería. Casi nunca toca, pero puede que te caiga un reintegro o incluso el gordo', aventura este veterano bombero mientras apura la taza en una terraza del viejo Madrid, 'una ratonera de callejuelas estrechas, pisos antiguos con estructura de madera, carboneras en los sótanos y muchos ancianos'. Por eso, no se levanta sin antes denunciar la falta de medios y defender la necesidad del parque de la calle Imperial, a espaldas de la Plaza Mayor, sobre el que pende la amenaza de cierre. 'Porque a veces el lobo asoma y le ves las orejas'.
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