Hace pocos días la BBC escribía sobre Nicolas Sarkozy que era 'el presidente que los franceses aman odiar', haciendo referencia al 'rechazo tan evidente' que profesan nuestros vecinos del norte por su mandatario. La cadena británica lo destacaba como un hecho sorprendente teniendo en cuenta que en los sondeos de opinión, la mayoría se mostraba de acuerdo con sus ideas políticas, siempre y cuando no se les decía que él era el creador. Es el problema de gobernar a golpe de bombardeos mediáticos.
A Sarkozy no le ha hecho falta poseer un imperio de televisiones y periódicos como a Silvio Berlusconi para poder ser presidente de la Republique. Como narra Xavier Durringer en ‘La conquête' (La conquista) -título mucho más pertinente que el ‘De Nicolas a Sarkozy' en el que se ha convertido en España- a le petit Nicolas -el apodo que el expresidente, Jacques Chirac, utiliza en la película- le bastaba levantar el teléfono para que una prole de cámaras y periodistas lo siguiera como si se tratara de una estrella del Rock en los momentos más insospechados.
El resultado es que la sobreexposición en los medios terminó por tener un efecto rebote. Mucho antes de lo que el propio Sarkozy hubiera imaginado. En apenas un año desde que llegara al Elíseo (mayo de 2007), había dilapidado su imagen por culpa de una hiperactividad voluntaria y enfermiza.
Hasta el punto de que el resto de Europa se preguntaba si las reacciones de sus presidentes o primeros ministros eran normales teniendo en cuenta lo que hacía Sarko. Y lo que hacía era poner al mismo nivel informativo un viaje relámpago a Chad para liberar a unas enfermeras búlgaras que su divorcio con Cécilia, un paseo bucólico y pastoril con Carla Bruni de la mano por las pirámides de Egipto, el nuevo récord de expulsión de inmigrantes que había conseguido su Gobierno o ser el primero a poner un pie en la Trípoli liberada. Demasiado bling bling, como dicen en Francia, y poco contenido político.
Mientras Sarkozy se centraba en sus golpes mediáticos, los escándalos le asediaban y Europa se sumía en la crisis económica. Y Francia no ha sido ajena a los problemas del euro. Más bien, todo lo contrario. Durante su carrera al Elíseo utilizó la palabra rupture (ruptura), para diferenciarse de Chirac y los gobiernos conservadores que le habían precedido.
Sarkozy quería hacer una Francia a su imagen y semejanza. Un país que no se acomodara en sus valores -Liberté, égalité y fraternité- , que no pensara que por el hecho de tenerlos, cualquier problema se podía solucionar apelando a la República. Pero llegó la crisis y las promesas de crecimiento económico, de la meritocracia, del 'trabajar más para ganar más' que hizo durante la campaña pronto se quedaron en aire. El resultado ha sido una ruptura, pero social.
Era de esperar. Nunca ocultó que era más de derechas que sus compañeros de partido y siempre se ha movido en las turbulentas aguas del populismo y la xenofobia para captar el voto ultra. En 2005, cuando todavía era ministro de Interior, se refirió a los habitantes de las banlieues como 'chusma' que había que limpiar de las calles con un 'karcher'.
Al fin y al cabo, Sarkozy es un elitista pese a venir de una familia de emigrantes. Se crió en Neully-sur-Seine, barrio rico por antonomasia a las afueras de París, del que luego sería alcalde (1983-2002). Su primera noche como presidente la pasó con un grupo empresarios y hombres de negocios en el restaurante Fouquet de Paris. Sus últimos meses los ha pasado viajando a Alemania para reunirse con Angela Merkel y tratar de reflotar su imagen dando la impresión de capitanear la Europa de los potentes.
De lo del restaurante, recientemente dijo que se arrepentía. De lo de Merkozy, si los sondeos no mienten, no tendrá otros cinco años para arrepentirse.
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