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España vacía BurgosHistoria de un pueblo abandonado en la España vacía: del siglo de las luces y la guerra civil a las ruinas
Lorilla es un pequeño pueblo situado al norte de Burgos. Abandonado. La suya es historia compartida por unos 3.000 núcleos rurales que se han ido poco a poco despoblando. Muchos más están en peligro a día de hoy.
Lorilla (Burgos)-Actualizado a
Llueve. Unas gotas gordas, densas, que chocan contra los cristales como si fueran charcos. Solo que también hace sol. Sol de brujas lo llaman aquí, o sol de muertos. Dicen que en ese momento los espíritus del más allá pueden caminar por la tierra. Cuentan, además, que permanece unos instantes, apenas pestañeo. "Sol de muertos y cojera perruna poco duran". Qué listo, el refranero local.
Nos dirigimos a Lorilla, decorado perfecto para eso que llaman la España vacía, y en las cunetas del camino surgen, a veces, pétalos de colores imposibles. Orquideas. Las hay de todo tipo. Hay limodoros, abejeras, cañamones, también hierbas del muchacho y flores de la dama. Incluso se ven algunos cojones de perro, plantitas muy pintureras de tonos rosas cuya etimología desconocemos (pero nos encantaría saber). La cosa queda de lo más bucólica, para qué engañarnos. Y luego está el trigo. El trigo aún verde mecido por el viento, que parece mar cuando tiene olas chicas. Ese sonido. Ese precisamente. Imposible imitarlo.
Hay otros ruidos, no se crean. Los aerogeneradores, por ejemplo. La quilla de un barco rompiendo mareas. Solo que esto está tierra adentro, y tiene tres aspas, así que el ritmo es diferente, anómalo. Como ellos mismos, enormes árboles blancos en mitad de la nada, espantapájaros gigantescos sin disfraz.
También tenemos de los comunes. Espantapájaros, digo. Uno antes del primer paso canadiense, vestido con mono verde y sombrero de paja. Vigilando. De aquí en adelante todo está abandonado. Muerto. Por muy moderno que parezca. Los aeropuertos, por ejemplo. Pocas cosas más sofisticadas, ¿verdad? Pero estamos hablando de tierras donde manda el silencio, así que nos encontramos con uno (más bien aeródromo) afónico, construido en la reciente fecha de 2008. Pista enorme, una torre de control, espacio circular para que aterricen helicópteros, incluso la casita correspondiente. De madera, recia. Pensado para ayudar a la extinción de incendios, solo que nunca se usó, porque cuando la Comunidad Autónoma de Cantabria hacía esta obra la Diputación de Burgos rodeaba el campo con aerogeneradores. Y, como aquí las fronteras están a flor de piedra, unos impidieron que el otro fuese posible, porque los aviones no podían despegar ni aterrizar con tanta aspa cerca. Hoy todo aquello parece tramoya para películas de terror adolescente, con las puertas de la cabaña chillando en sus goznes a causa del viento, latas de cerveza vacías, condones usados y pintadas en las paredes.
Llegar a Lorilla es fácil. Solo tienes que tomar la senda (muy deteriorada) que parte casi desde el mismo aeródromo. Pronto encuentras un cartel de madera, comido por líquenes y aires. "Lorilla: 1,6 km" y "Montecillo: 1,4 km", marcan las dos flechas. Encima descansa lo que parece una gorra, fosilizada de noche y barro. Justo al pie está tomando el sol una ligaterna, que es como aquí dicen a las lagartijas. Algo más allá agelan ovejas y caballos.
El pueblo surge de improviso, a lo lejos. En un primer momento parece otro más. Diminuto, quizá anclado en tiempo que ya pasó, pero vecindario normal. A medida que te acercas, ves que no, que pensabas casas y en realidad son ruinas, que hay muros desconchados, y piedras en derrumbe, y zarzas que se suben golosas por las paredes. Que allí no vive nadie.
Lorilla pertenece al municipio de Sargentes de la Lora. Hablamos con su alcalde, Carlos Gallo Sarabia. Son ocho pueblos, en total 115 habitantes. Solo que en realidad suman seis localidades, porque hoy Lorilla y Cenicero están despoblados. Hace medio siglo superaban las mil almas. Se hacen una idea.
Así que Carlos conoce muy bien qué es lo del éxodo rural y el despoblamiento y todas esas palabras que tanto aparecen (a veces, depende de la moda) en los papeles. Me habla de ideas para frenarlo. Un montón. Relacionadas con el medio ambiente, con el patrimonio histórico (en Sargentes hay túmulos neolíticos), con el industrial (los antiguos pozos petrolíferos), con la dinamización de telecomunicaciones o la potenciación del empleo juvenil. Es difícil, claro. Es difícil.
La despoblación rural tiene causas geográficas, pero también administrativas, me cuenta Jaione Sanz. Jaione trabaja en BIKO, una consultoría que se ocupa de aspectos como el medio ambiente, el desarrollo sostenible o el reto demográfico (esto último desde el proyecto Rural Citizen). "Nos dedicamos al bien común", dicen ellos. Y continúa. El modelo de territorio y comunicaciones español es radial desde hace siglos. Demográficamente ocurre lo mismo, añadiendo el eje mediterráneo. En la actualidad, el 90% de la población se concentra en el 30% del mapa. O, si le damos la vuelta, el 10% de personas habita el 70% de tierra. Páramo, casi, por lo que invertir en la España rural no resulta aparentemente rentable, al menos desde aquel análisis que se fije solo en el corto plazo. Y el largo, piensan algunos, queda "lejos". Tanto como diez años, que estas cosas andan incluidas en los Objetivos de Desarrollo Sostenible incluidos en la Agenda 2030. Ya ven.
Círculo vicioso.
Entrar en un pueblo abandonado es especial. Allí nadie te espera, porque nada hay. Ni bares, ni citas, ni personas con las que charlas de esto y aquello. Un "no-lugar", se ha escrito a veces, aunque la impresión es justo la contraria. Existe, es. Hay vida, solo que no la nuestra. Hasta los sonidos se confunden, y parece distinto cuando silba el viento, o suenan más cerca los aullidos del alimoche. En Lorilla, además, había un enjambre silvestre ocupando lo que antaño fue el jardín de alguien, y ese zumbar monótono, intenso, se escucha por casi todo el villorrio.
Que es pequeñito, claro. La primera casa, la de la entrada, tiene diez o doce cerezos con fruto. Cerezas diminutas, muy, muy rojas. También ácidas a más no poder, dejan en la lengua regusto que hace salivar durante un rato. En total, consigo contar los cimientos de veintiún viviendas y cuadras, en peor o mejor estado. En 1752 había cuarenta y cinco.
"Espera que haga memoria", me dice José Manuel Rodríguez Hidalgo. "Estaba la casa del maestro, la de Aurelio, la de la Nati, la de Enrique, la de Fernando... creo que eran unas nueve abiertas cuando estuve yo". José Manuel tiene sesenta y dos años, memoria de elefante y piernas de hierro con las que cada día aún sale a pasear. "Una hora y media o dos a media mañana. Antes no, por el frío". Él vivió allí, en Lorilla, con su tío, e incluso fue a la escuela en ese pueblo que ya no es. "La casa que está nada más entrar, frente a un almacén más moderno, la que mejor se encuentra ahora". Lo compruebo y es así. También veo el almacén, una remodelación actual, puerta metálica de color azul y goznes oxidados. Curiosamente, parece más fuera de tiempo que las ruinas (aunque quizá es por una pegatina sobre la chapa que pone "Destroyer"). Encima de algunos dinteles aún se ven números. Aparece incluso una fecha. "Año 1916", leo.
"Yo fui a Lorilla porque mi madre nació en el pueblo y mi tío aun vivía allí", sigue José Manuel, "así que me mandaron con él una temporada, cuando ella abrió un bar y no podía ocuparse de todo. Unos meses, no se crea que más. Pero a la escuela, sí. Seríamos diez o doce críos, todos mezclados de edad, claro".
Precisamente fue su tío Jesús el último en abandonar Lorilla. En 1973, me dice. La soledad. Y que la vida era dura, muy dura. ¿Tenían ustedes agua corriente, luz? "No, nada de eso. En casa había un generador de gasolina, fíjese. Y el agua... para coger de beber había que ir a la fuente, que estaría como a 500 metros. Pero cuesta abajo, unas pendientes que... Igual ibas, llenabas dos calderos y volvías con ellos por la mitad, de todo lo que se había derramado. Y al lavar, igual: las mujeres bajaban ropa en carretilla hasta el lavadero, todavía más lejos que la fuente. Muy duro, ya le digo. Otro tiempo".
Solo en la provincia de Burgos, donde está Lorilla (allí, en el extremo norte, casi trifinio con Valderredible y Palencia) hay más de 150 pueblos abandonados. En Cantabria hay cuatro, el menor número autonómico. Al otro extremo está Galicia, con 882 aldeas que ya no escuchan pasos. Por todo el país contamos unos 3.000. Según los informes de despoblación proporcionados por organismos oficiales, me dice Jaione Sanz, casi la mitad de los municipios españoles está ya en riesgo de extinción.
Algunos lo llaman demotanasia, que es una palabra tan dulce en el paladar como horrible por su significado. El término lo acuñó inicialmente Francisco Burillo, catedrático de Prehistoria en la Universidad de Zaragoza, para referirse al proceso que está sufriendo la Serranía Celtibérica, área geográfica que comparte síntomas comunes y cubre zonas de Cuenca, Guadalajara, Teruel, Segovia, Castellón, Valencia, La Rioja, Zaragoza, Burgos y Soria, esta última al completo. Territorio mayor que Bélgica (el trece por ciento del mapa español), para que se hagan una idea, menos de medio millón de habitantes. El periodista Paco Cerdá estudió el fenómeno en su libro Los últimos (Pepitas de Calabaza) y presenta algunos datos estremecedores. La densidad media de población en la Unión Europea es de 113 personas. En Laponia (se hacen cargo... frío, hielo, renos... desierto polar) cae hasta los 8. Esta Serranía tiene 7,34. Lo llaman la Laponia española.
De lejos parece torre defensiva, uno de esos cubos que surgieron en la Baja Edad Media para que los siervos de un señor muy importante se escondiesen cuando los siervos de otro señor (también muy importante) vinieran a cepillárselos. Pero no, es otra cosa. Una iglesia. El campanario, concretamente, aunque ya no tiene campanas. Existen, ojo, solo que los repiques de Lorilla se escuchan en la capital, en Burgos, barrio de Capiscol. La iglesia de El Salvador, un edificio tan moderno que ni templo parece, uno de esos de ladrillo que se construyeron para asentamientos obreros al calor del Concilio Vaticano II. Allí duermen los metales que antes estaban en Lorilla.
Hay, también, un enorme neumático, de tractor, tirado en el suelo desde quién sabe cuándo. Años. Tanto que en su centro ha crecido un escaramujo que ahora tiene flores blancas y rosas. Está cerca de la iglesia, en la misma calle. Solo que no sé si en los pueblos abandonados sigue habiendo calles.
Qué hacían allí, José Manuel, a qué se dedicaban. Él responde. "Teníamos agricultura, ganado. Trigo y patatas de siembra. Primero las traíamos de fuera, de Canadá, o Grecia, o Irlanda, pero ya después las plantábamos nosotros. Eran buenas, mucho, pero la producción salía bastante baja, porque el terreno es de secano. Todo manual, claro, el primer tractor de la zona lo compró mi tío en el año 1964. Antes, nada. Y los animales. Caballos, sobre todo usados para ir de un sitio a otro, ya has visto cómo es el camino. Ovejas. Algún cerdo, para matanza. Y vacas, vacas ratinas". Las ratinas tienen el pelo grisáceo o blancuzco, los cuernos cortos de puntas negras. Bichos resistentes al frío, adaptados a la montaña, que sirven para leche o carne. "No había mucho más", acaba.
En 1752 Lorilla tenía veintiocho vecinos. Es decir, veintiocho cabezas de familia que reunían condición de vecindad. Multipliquen la cifra por cuatro, más o menos, y tendrán el total de habitantes. En esa fecha responden a las preguntas del Catastro de Ensenada relativas al pueblo Alonso Calderón, el cura; y los naturales Pedro Gutiérrez, Francisco Peña, Francisco Alonso, Bernabé López, Pedro Peña y los hermanos Joseph y Andrés de la Fuente. Que es de realengo, que mide cuatro leguas de cierzo a ábrego y media de solano a regañón, que no tiene frutales, pero sí recogen morcajo (una mezcla de trigo y centeno al cincuenta por ciento que también se llama tranquillón), cebada, lentejas. Que existen cincuenta y tres pies de colmenas (dujos rezumando miel), y bueyes, y vacas, y carneros, ovejas, burros, caballos. También taberna mesón, una panadería. Labriegos todos, algunos encajaban ingresos con labores de talla, de carpintería. No había un solo pobre de solemnidad, nadie que viviese de la limosna ajena.
Un pueblo vivo.
Cien años después seguía siéndolo. Lo dice el Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de Pascual Madoz. Menos casas habitadas (solo veintiocho firmas para diez viviendas), dolores del costado frecuentes, caminos en buena conservación. Más cambios, claro. En un siglo los curas han pasado de uno a dos, aunque la población haya menguado justo a la mitad. Y ahora hay allí cárcel, que es pena muy de los liberales.
Destaca entre las zarzas. Maleza, verdor anárquico que se ha comido muros y tejados. Una mota distinta, un espacio más limpio. Para llegar tienes que saltar muros a medio caer, apartar algunas piedras. Y te encuentras delante de una cruz, una lápida, un nombre, dos fechas, una foto. Alguien ha querido reposar allí para siempre, pienso, quizá en el huerto de la casa donde nació. Luego José Manuel me saca de mis fantasías. Le digo el nombre, sabe quién es, claro, porque al final todos se conocen. "El mayor de seis o siete hermanos, sí", dice, "que murió hará una década. Pero ese está enterrado en otro lugar, lo de Lorilla debe de ser un recuerdo de la familia". Reflexiona. "O a lo mejor han echado allí algunas cenizas".
Y se queda callado.
Existe la tentación de explicar el abandono de Lorilla relacionándolo con la Guerra Civil. Un Belchite asomado al barranco, una remembranza al norte de Burgos.
La zona fue caliente, claro. La caída desde el Páramo de Lora supuso frontera militar. Al sur, el Burgos controlado por los rebeldes. A septentrión, Cantabria, aún fiel a la República. Frente de batalla, vamos. Aún hoy es fácil toparte por allí con matacanes o trincheras, piedras que llenan de musgo todos los recuerdos.
Calma relativa durante un tiempo. Por Valderredible pasaba un camión con altavoz enorme en el techo, diciendo mentiras sobre el devenir de la guerra y verdades a futuro en caso de caer. Del sur despegaron aviones que lanzan octavillas contando la inutilidad de la defensa, el poderío alemán y transalpino que apoya, la mano dura con quienes no quieran rendirse. Tiros de vez en cuando, casi por mantener la costumbre. Incluso episodios concretos de esos que marcan para siempre familias. Seis de marzo de 1937. Un puñado de republicanos que salen de Polientes, en el valle, para intentar la reconquista de Lorilla. Camino en la noche, subida alboreando. Son avistados a la altura de la fuente de La Tablada, ya muy cerca de las primeras casas. Después, tiros y sangre. Diez muertos. Jesús Soto, Nicanor Arenas, Félix Cossío, Daniel Fernández, Patricio Fernández, Eldelmiro López, Santos Pérez, Julián Martínez, Fidel García y el teniente Emilio Quijano. Más tarde, en agosto de ese mismo año, la batalla definitiva. Ruptura de líneas, tropas italianas, una rápida bajada hasta Santander.
Sí, existe esa tentación, quizá por darle épica al asunto. Lorilla se quedó así por los combates, destrucción en la barbarie. Pero es falsa. Después de la guerra aún vivían familias allí, aún acudieron chavales a la escuela. El abandono fue más lento, más progresivo. Falta de oportunidades, el éxodo que se lleva todo del campo. Hasta que marchó el último. Otro tipo de tragedia.
Lorilla está situada al borde de un barranco. Justo en el extremo de esa pared calcárea que se asoma al Valle de Valderredible, ya en Cantabria, que queda a sus pies. De ahí, dicen algunos, le viene el nombre, porque es el pueblo que está "A la orilla". Suena bien, qué duda cabe, pero es falso. Loras son los cerros calizos de cumbres chatas que abundan tanto por allá. Se ven a donde mires. Un par a poniente, dos al amanecer, otro más por mediodía. Asusta, con todo, asomarse al abismo, perder la mirada a tierras más verdes. Dicen que en un punto determinado muy cerca de Lorilla se pueden contar, en días despejados, hasta cincuenta y cuatro pueblos.
Todos habitados.
Está el peligro de idealizar esto. Las posibilidades. A lo Walden, vaya. Retorno rural, raíces, comunión con el campo. José Manuel se echa a reír. Habla de mañanas con quince grados bajo cero. Trabajar todos los días, casi de sol a sol. Arar una tierra rica, sí, agradecida, pero también dura e inmisericorde. Destripar el corazón de La Lora para que un surco te devuelva, meses más tarde, el fruto de tu esfuerzo. O no, porque la naturaleza es caprichosa. No mala. Caprichosa. Nieblas, escarchas. Aquella tarde de pedrisco.
Jaione me habla también del debate que hay sobre lo "neorural". El cambio de "casa y huerto" a "casa y ordenador" visto en los últimos años. Lo adecuado, dice, estaría en el centro. Atraer gente que pueda poner negocios sin los cuales es imposible articular una comunidad. Dar el salto, por qué no, a pequeñas o medianas empresas. Plantear alternativas más allá del autoconsumo o el teletrabajo de profesiones liberales. Adquirir, por último, un compromiso con la comarca. Repoblar un espacio, no mudar amaneceres a otro sitio con más árboles.
¿Vuelve mucho usted, José Manuel? Por Lorilla, digo. Y él responde. Que antes sí. Paseando, a verlo, para vigilar algunas fincas que había en los alrededores. Que ahora no tanto. Igual cada dos o tres años, de turismo. Por mirar aquello. La casa de sus tíos. O cuando viene alguien, algún amigo, también periodistas. Visitar el pueblo. Les gusta mucho, es muy pintoresco.
-Y, ¿le da pena?
-Hombre, algo da.
¿Existe futuro? ¿Hay solución para esta calleja sin salida que parece ser la despoblación? Jaione me habla de una estrategia que ya fue efectiva. En las Highlands, Escocia. Kilómetros y kilómetros de montañas, valles casi hundidos entre paredes, lagos y las vacas más simpáticas que uno pudiera imaginarse. Espacios vaciándose tras las enclosures (privatizaciones de terrenos del común, que imposibilitaban continuar con los modos de vida tradicionales) y cuyos emigrantes engordaron censos en Glasgow o Edimburgo. Primero, engrasando fábricas de la Revolución Industrial; más tarde, malviviendo por barrios bajos de esos que surgen a las afueras.
Allí, en Escocia, se creó la Highlands and Islands Enterprise, que desde 1965 busca arrancar la zona del declive demográfico y económico. Ya ven, llevamos unas cuantas décadas de retraso. Sobre todo teniendo en cuenta que los resultados fueron favorables, un espejo en el que mirarse. Planteamientos a medio-largo plazo, adaptar legislación a estrategia (y no al revés), confiar procesos a una entidad autónoma y despolitizada, pasar de un rol pasivo en el mundo rural a otro activo, aprovechar desafíos propios de cada territorio para ser puntero en su categoría en lugar de uno más en términos más generales. También, claro, generar un vínculo cultural, como dice Carlos Gallo. Que las aldeas sean algo más que la suma de sus casas.
Todo eso ha funcionado. Quizá sea el futuro. El único que se abre ante pueblos que antes eran y ahora parece que no serán.
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