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Quizás la turistificación del centro de Madrid tenga los días contados. Al menos, la del barrio de Palacio, inminente víctima de la franquización, en su doble acepción:
1. Dícese de la apertura de una sucursal o franquicia del Valle de los Caídos en el Madrid de los Austrias.
2. Acción de trasladar los restos de Franco y efecto que produce dicha medida, que puede acarrear la peregrinación de nostálgicos del Caudillo a su nueva ubicación.
La RAE —que de esto sabe— y la Fundeu —que le saca dos cabezas en la aceptación del palabrerío— tendrán que dirimir si la mudanza de los restos del dictador a la catedral de la Almudena implica la franquización del turismo o la turistificación del franquismo, aunque quizás la antropología, la sociología y otras ramas del saber urbano lleguen en el futuro a la conclusión de que Franco simplemente contribuyó a la gentrificación del centro de la ciudad, como si no fueran suficientes los fantasmas de la especulación inmobiliaria.
¿Se verán desplazados los turistas por las hordas de franquistas, quienes parecían aletargados hasta que a Pedro Sánchez le dio por dar boleto a Franco, instalado en los bajos de Cuelgamuros? ¿Tendrán que soportar los sufridos vecinos, que ya tenían bastante con los enjambres de viajeros, a los nuevos visitantes? ¿Le compensará a la economía regional el aumento de la venta de refrescos y palos de selfies a cambio de la pérdida que le supondrá al sector del taxi y a la industria del motor?
Recordemos que el Valle de los Caídos está ubicado en el municipio de San Lorenzo de El Escorial y apenas unas docenas de camisas azules se ahorran unos cuartos en gasolina cuando se acerca la peregrinación del 20-N en homenaje a José Antonio Primo de Rivera y, ya que están, a Francisco Franco. Aunque tampoco está claro que vayan a aumentar las ventas de los negocios ubicados en los aledaños del Palacio Real, cuya fachada trasera da a la plaza de la Armería, ante la que se alza una catedral de discutido gusto.
Los problemas parecen ser otros, de los que la prensa ya ha dado cuenta: el traslado del cadáver del Generalísimo tras la inminente exhumación aprobada por el Congreso; el lugar donde será reenterrado —suena feo, pero enterrado ya estaba: Franco corpore bis sepulto—; el deseo de su familia, quien se resiste a que se mueva del Valle de los Caídos, aunque si no queda otra optaría porque fuese en la cripta de la Almudena; la burocracia administrativa-celestial, o sea, que si es posible o no sepultar a un dictador en dicho templo; y, hete aquí el quid de la cuestión, que el lugar se convierta en la meca de la peregrinación y exaltación franquista: el parque temático de Cuelgamuros está lejos, mientras que esto queda a tiro de piedra.
Antes de discernir la pertinencia de que Franco deje su faraónico mausoleo y se instale a la vuelta de la esquina —a la cripta se accede por otra puerta situada en la cuesta de la Vega—, habrá que ver qué piensan los turistas, hipotéticos daños colaterales de la movida promovida por los nietos de su abuelo. La tarea es ardua, porque los incautos guiris desconocen que a su paso pisotean la tumba de Carmencita, la hija de Franco, quien yace junto a su marido, Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde —porque aquí hay muchos marqueses, que si el Urquijo, que si el Cubas, quien fue precisamente el arquitecto original del templo—. Y si no saben que pisan la lápida de Carmencita, cómo van a saber que pasarán sobre el cadáver de Franco.
Harrison, universitario estadounidense de 21 años —”Soy de Iowa, o sea, en medio de ninguna parte”— se pronuncia sobre el asunto, aunque queda en el aire si está a favor o en contra. “Franco es una figura histórica prominente, por lo que no entiendo por qué quieren que esté en una catedral. Mira, la verdad es que no estoy muy interesado en el tema, pero ha sido alguien importante en la historia de España”. ¿Es Harrison republicano? “No, soy demócrata”. Aclaración: del Partido Republicano, no ideológicamente tricolor; aplíquese su respuesta al Partido Demócrata, no a los millones de demócratas que brotaron en este país tras las lluvias que siguieron a la muerte del Caudillo. Su acompañante, parca en palabras, parece algo más despistada, aunque no mucho más que tantos españoles.
Rachel, de Canadá: “A mí no me parece bien que lo traigan aquí”. Su amiga Sharon, de Taiwán: “A mí tampoco, porque no hay que mezclar política y religión”. Conste en acta que a todos los entrevistados, así como a otros tantos que declinaron pronunciarse, hay que ponerlos en antecedentes, porque poco saben de una Patria, un Estado y un Caudillo que murió entubado después de liarla parda durante cuarenta años. Y alguno, si se entera, prefiere tomar las de Villadiego, que viene quedando cerca de Pekín.
Así, una pareja de jóvenes chinos sólo responde que son chinos y no japoneses en un comprensible inglés, aunque cuando se les menta la palabra dictador se olvida de la lengua de la Pérfida Albión, víctima de una generalísima amnesia. “Lo siento, no te entiendo, mi inglés es muy malo”. Y Franco, más, procedería responderle. No obstante, se entiende que la callada por respuesta será, si bien volátil, el argumento con más peso simbólico de la jornada.
Si las encuestas electorales fallan más que una escopeta de feria, la grabadora no da palo al agua en cuanto es expuesta ante el interlocutor. La mayoría titubea, o no habla español, o deja de entender inglés cuando sale Franco a colación. Mejor no pensar qué ocurriría si mentásemos a Hitler, aunque tres turistas italianas no pueden evitar la comparación con Mussolini, cuyo desmembrado final es conocido.
Nos las encontramos en la cripta, en cuya entrada hay que depositar un euro, al igual que sucede en el acceso a la catedral. La vigilante habla con una turista sobre el vil metal, mas no del cepillo que recoge las monedas: “El dinero debería ser como los ajos y valer de un año para otro”, le dice. Desarrolla la críptica frase cuando se le pregunta por el asunto: ¿lo dice por el donativo? “Qué va, en general. En esta vida la gente sólo quiere más y más dinero”.
Son dos hermanas gemelas y una amiga, todas de 24 años y estudiantes en Roma. Angela cursa Relaciones Internacionales y haría buenas migas con el actual Gobierno: “Franco no se merece tal honor. Entiendo que los nostálgicos del franquismo son católicos, por lo que tal vez les guste que esté aquí, pero en Italia sería inaceptable que los restos de Mussolini reposasen en una iglesia”. La yinkana del cadáver de Il Duce daría para una novela. Enterrado en una tumba del cementerio Mayor de Milán en la que no figuraba su nombre, unos facistas robaron su cadáver cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y lo escondieron durante dos semanas en el maletero de un coche.
Como no tenían sitio para las sillas de la playa, o para un saco de patatas —a saber cuánto habrá de verdad y de leyenda, porque hasta la prensa de la época especuló con teorías rocambolescas sobre el paradero del difunto—, los fachas se lo entregaron a un cura y fue a parar bajo el altar del convento de Cerro Maggiore, pero apestaba tanto que decidieron meterlo en un armario, donde permaneció encerrado durante años.
Para no destriparles todos los pormenores, a finales de los sesenta el Estado se lo entregó a su familia, que lo enterró en una cripta del cementerio de San Cassiano, en Predappio, su pueblo natal. Huelga decir que el sepulcro es frecuentado por unos señores aquejados de una parálisis en el brazo que les obliga a permanecer ante lo que queda de Il Duce con la extremidad estirada y la palma mirando hacia abajo, lo que viene siendo un saludo romano.
Marta estudia Derecho en Roma, aunque saluda como una persona normal: “Es un sinsentido absurdo que entierren a un dictador en una catedral, que debería ser un rincón donde se respira paz y amor. Tendría que reposar en un espacio laico, pero nunca en el templo de la patrona de Madrid, tan representativo de la propia ciudad. Además de que mucha gente que no se siente franquista dejaría de venir, ¿qué imagen dará todo esto a nivel internacional? No atraerá mucho a los turistas, ¿verdad?”.
Federica, matriculada en Marketing y Publicidad, también alude al dinero, como la guardia de seguridad, aunque especifica el motivo: “No me extrañaría que la Iglesia estuviese a favor, porque así aumentaría el turismo y, consecuentemente, el negocio. Porque se trata de eso: business is business. A la curia no le importa instrumentalizar este y otros asuntos para sacar provecho. Es más, creo que la presencia de Franco impulsaría a venir incluso a muchos demócratas”. Angela coincide con ella: “Más allá de que el dictador fuese católico y de la afinidad ideológica, la Iglesia podría aceptar su presencia porque supone un reclamo turístico”.
Dios sabrá si Franco atraería o espantaría a los turistas, pero la universitaria italiana no sale de su asombro, vuelve la vista atrás y pregunta: “¿Pero qué hace aquí su hija? Al final, esta gente, pagando [sic], siempre ha hecho lo que ha querido”. No anda muy desencaminada: es probable que el único que no haya sacado la billetera por estar aquí sea san Isidro, también patrón de Madrid, porque para financiar las obras de la catedral se pusieron a la venta capillas, columbarios y tumbas, porque siempre hay alguien que tiene dónde caerse muerto. Un ejemplo entre una docena: Escrivá de Balaguer, santo y fundador del Opus Dei, dispone de una capilla propia.
En la cripta, en un pasillo cerca de la entrada, están las cenizas de Carmencita Polo y Franco. Junto a la suya, la lápida de su marido, el marqués de Villaverde. La familia posee dos tumbas más, que podrían albergar los restos del abuelo y de su señora, Carmen Polo de ídem, actualmente enterrada en el cementerio del Pardo, también conocido como Mingorrubio, donde yacen los restos de Carrero Blanco, Arias Navarro y otros prebostes franquistas, así como los dos hermanos varones de Escrivá.
Carlos Osoro, cardenal y arzobispo de Madrid, no le hace ascos a la presencia de Franco en la cripta, pues al fin y al cabo era un cristiano como Dios manda. Su presencia no viola las leyes terrenales ni divinas. Las reformas del código canónico tampoco lo impedirían, pues no se aplican con carácter retroactivo. De algún modo, cuando Franco despertó, su tumba ya estaba allí.
Como diría Ana Botella, la cripta es una manzana y la iglesia es una pera, por lo que no pasaría nada si la manzana albergara un gusano en su interior, porque “son componentes distintos”. Un símil parecido salió de la boca de la exalcaldesa de Madrid, aunque la Iglesia se ha reafirmado en lo mismo sin necesidad de recurrir a la didáctica de Epi y Blas. La cripta como coto sagrado equivalente a un camposanto. No descansaría en una iglesia, sino en un anexo, siempre y cuando no lo resuciten los arriba España.
Fuera, en la plaza, Yerai esquiva a los turistas y limpia el suelo con parsimonia. Tiene veinte años y trabaja como barrendero: “Soy republicano y comunista. Cuando trabajas en la calle, te das cuenta de que hay más fachas de los que parece. ¿Vivimos es una democracia? Se le podría llamar así, pero este régimen no beneficia a todo el mundo, sino a los poderosos”.
No viene al caso, mas si quiere desahogarse, adelante: “Ahora hay presos políticos por ejercer su libertad de expresión y raperos que están siendo perseguidos. Yo, en mi tiempo libre, también rapeo. Tenemos mala fama porque hablamos de la calle y sufrimos la represión, aunque te explico rápido el motivo: al sistema no le interesa que el rap se coma al franquismo”.
A veces, cuando habla, para hablar de corazón, se agarra con fuerza la camiseta amarilla a la altura del pecho, como esos delanteros que besan el escudo o el crucifijo tras marcar un gol. Él, faltaría más, no roza con sus labios el logo de la empresa, que bastante ya tiene con su jefe como para adular a la concesionaria. ¿Y qué opina de la presencia de Franco? “Es peligroso que esto se convierta en un centro de peregrinación fascista, sobre todo para la gente que trabaja, o sea, para la clase obrera, ¿me entiendes?”.
Dado que Yerai —con i latina, advierte— interactúa con guiris, mas es un currante, se impone la búsqueda de un turista patrio. ¡Eureka! Un nutrido grupo de españoles habla en voz baja, pero como no hay ningún cura cerca nadie certifica el milagro. En realidad, son madrileños jubilados que apuran los últimos calores de un otoñal verano para darse un garbeo por la ciudad, ver museos, visitar iglesias y, amparados bajo una convincente coartada monumental, cañear.
“La preocupación más pequeña de este país es qué hacer con Franco”, deja claro uno de los señores. “Para que lo traigan aquí, que lo dejen allí”, tercia una mujer. “Sí, que lo dejen tranquilito y se ocupen de los problemas reales”, interrumpe una señora, aunque los tiros no van por Felipe VI y demás familia, quienes ya tienen lo suyo.
Reyes —qué casualidad la de su nombre, si bien lo importante es que al fin alguien acepta el bautizo— viene con la lección aprendida y matiza que Franco daría con sus huesos en la cripta, no en la catedral. Y, de repente, traza una línea roja: “Mira, como lo traigan aquí, esto va a convertirse en una procesión de nazis y falangistas”.
Vaya, parecía que todos ustedes, no sé, en fin... “Aquí hay de todo”, alza la voz una espontánea. El grupo es numeroso, aunque sólo Reyes y una amiga se prestan a posar para la foto. “Que no, que no… Que nosotros no estamos a favor de que venga”, suaviza el hombre que inició la conversación. Procedería preguntarle si está a gusto con Franco en Cuelgamuros, pero aquí todo el mundo tiene hambre, o sed, porque es evidente que los turistas extranjeros ya han venido comidos.
Como diría Bob Pop horas más tarde durante su intervención en el programa de televisión Late Motiv: “Van a gentrificar al dictador. ¿Sabes esa gente que dice: Ya tengo una edad y me voy a vivir a las afueras? Pues ahora el centro es lo que mola”. No se sabe si fue antes la gentrificación o la turistificación, pero queda meridianamente claro que lo que está por llegar es la franquización del centro de Madrid. La Fundeu y —con la paciencia que la caracteriza— también la RAE pueden ir tomando nota. Al tiempo...
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