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La geografía facial del doctor Montes siempre me ha recordado la de Javier Krahe, el último profeta: los accidentes y depresiones del rostro, la piel curtida en mil escaramuzas, la blancura galopante de la barba, esa aura de maldito. Pero, una vez delante, las facciones del anticristo de la sala Galileo Galilei se resquebrajan como un crucifijo apolillado. Las arrugas se han dulcificado, como si dejase de ser un poco Montes y se volviese más Luis, una transformación que comenzó hace nueve años, cuando se sacudió el sambenito de Doctor Muerte.
Luis Montes Mieza (Villarino de los Aires, 1949) nació en un pueblo salmantino acunado por bancales, tierra seca de vino y olivos, hijo de un sargento chusquero y una ama de casa que lo quería torero. Fue niño enfermo, y luego médico. En realidad se crio en Madrid, número 128 de la calle San Bernardo, un afluente de la Gran Vía, aunque siempre volvió a refugiarse en Villarino si las cartas venían mal dadas. Por ejemplo, el 11 de marzo de 2005, cuando las primeras planas amanecieron con la foto de Luis.
El consejero de Sanidad, Manuel Lamela, lo acusaba de la muerte de veinticinco enfermos terminales por recibir "sedación irregular, no indicada, indebida o en exceso". Montes, coordinador de urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, había sido relevado temporalmente del cargo después de que una denuncia anónima pusiese en la picota a quince médicos por haber cometido cuatrocientos homicidios. O sea, que los pacientes llegaban sanos y salían horas más tarde con los pies por delante.
"Fue una campaña en nuestra contra orquestada por la autoridad sanitaria", asegura Montes. Aunque la fiscalía no vio indicios de delito, la querella siguió adelante, hasta que un juez archivó el caso un mes después de las elecciones municipales y autonómicas de 2007. Sin embargo, el auto señalaba que varios pacientes habían fallecido "tras mala práctica médica a la hora de sedarles". Montes quiso limpiar su nombre y recurrió a la Audiencia Provincial, que le dio la razón y ordenó eliminar las alusiones que ponían en duda su trabajo.
"No queda nada en pie", concluye el doctor en El caso Leganés (Aguilar, 2012), escrito a dos manos con Oriol Güell. "Ninguna de las acusaciones que durante años han sido lanzadas resiste el análisis de la justicia. Nacido en boca de unos médicos de urgencias, alimeentado por unos miembros de la Comisión de Mortalidad, aprovechado por un gerente, convertido en gran escándalo por un consejero y refrendado por unos peritos, el Bulo de Leganés queda para la historia como una gran infamia".
El excoordinador de urgencias del Severo Ochoa, que nunca recuperaría el puesto, cree que el caso fue una "cortina de humo" para tapar la privatización de la sanidad madrileña, que había comenzado en 2003 con Esperanza Aguirre al frente de la Comunidad de Madrid. "Cuando la ciudadanía pierde la confianza en la sanidad pública, es el momento de desarmarla para que desaparezca", pronostica Montes en la sede de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, su nueva trinchera, desde la que promueve que toda persona pueda disponer con libertad de su vida.
"El daño fue terrible", confiesa una vez jubilado. No sólo para los cinco jefes y tres supervisores destituidos ni para la imagen de la profesión, sino también para los pacientes que vinieron después. "Esa política de miedo provocó en un primer momento que disminuyesen las sedaciones, no fuese a ser que alguien volviese a enviar una denuncia anónima", recuerda el doctor Montes, cuyo objetivo era aliviar el tránsito hacia la muerte de los enfermos terminales. O sea, aligerar el fardo del dolor una vez que el sufrido viaje hacia ninguna parte era ya irreversible.
El sacrificio público del propio Montes reabrió el debate de la eutanasia en España, que ya había sido franqueado por el marinero en tierra Ramón Sampedro, cuya postración fue llevada al cine por Alejandro Amenábar en Mar adentro. Pero el excoordinador de urgencias entendió que la batalla, a partir de entonces, debía librarse en la calle, no en un hospital; que el derecho a morir dignamente sería conquistado por la ciudadanía, no por los profesionales de la medicina. Una regresión, cumplidos ya los sesenta, al activismo de su juventud, entonces llamado militancia.
Luis dejó la rigidez de su casa paterna a los dieciocho años y se fue a vivir con cuatro amigos obreros mientras alternaba con los curas rojos de las parroquias del sur de Madrid. Convencido de que, más allá del partido y del sindicato (o sea, del PCE y de CCOO), en los barrios humildes todo estaba por hacer, se trasladó con la que sería su mujer a Orcasitas para abrir brecha desde el movimiento vecinal. Matriculado en la Facultad de Medicina, encarnó al estudiante obrero: después de probar suerte en un restaurante y antes de trabajar en la editorial ZyX, fue peón de obra.
Cuando se dio cuenta, la mili era un recuerdo, había sido padre y, con los fuegos artificiales del PSOE, llegó el desengaño. Luis superó esa crisis ideológica, por llamarle de alguna manera, implicándose en los estudios, como años más tarde se salvaría de la quema enrolándose en la asociación que actualmente preside.
Nada más terminar la carrera, trabajó en el Victoria Eugenia; fue residente en La Paz como anestesista, adonde regresaría como director médico tras pasar por el Hospital del Aire; sacó una plaza en el recién inaugurado Hospital de Móstoles, en el que se gestó Sendero Luminoso, el apodo cariñoso que se ganaron él y sus colegas por combativos; y, finalmente, fue uno de los fundadores del Hospital Severo Ochoa de Leganés, cuya historia ya conocen. La historia de una infamia.
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