Este artículo se publicó hace 6 años.
MigraciónEl control al migrante se instala en el primer mundo al calor del populismo patriótico
La libre circulación de personas está amenazada. EEUU expulsa a residentes extranjeros, Reino Unido deja sin derechos a ciudadanos no británicos, Europa cierra sus fronteras y prioriza las expulsiones a los rescates de inmigrantes.
Madrid-
"¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria! … Dadme a vuestros rendidos, a vuestros desdichados, a vuestras hacinadas muchedumbres que anhelan respirar en libertad. Enviadme a estos, los desamparados, los que por la tempestad son azotados ¡Yo alzo mi antorcha junto al puerto dorado!".
La oda del poema de Emma Lazarus forjado en el pedestal de la Estatua de La Libertad a la población migrante que convirtió a EEUU en la primera potencia mundial, parece haber claudicado ante los acontecimientos. O dicho de otro modo: la llamada desde el Nuevo Mundo a todo aquel que deseara aventurarse en la Tierra de las Oportunidades, ha dejado de emitirse. Al menos —para ser más precisos— si se carece de permiso de residencia, o no se dispone de una riqueza suficiente —o de un puesto de trabajo previamente asegurado— para superar el periodo de gracia inicial.
Pero no sólo es un fenómeno propio de EEUU. También en la Vieja Europa. Señalada como Tierra Antigua y emblema de la pompa legendaria por la poetisa sefardí, autora de la proclama labrada en la estatua. Situada, no por casualidad, en Ellis Island, el gran punto de entrada a EEUU desde finales del XIX hasta mediados del siglo pasado de los inmigrantes que, como el padre del actual presidente estadounidense, se han asentado durante décadas en EEUU y que ahora, bajo la Administración Trump, sienten más amenazada que nunca su permanencia por razones de origen.
La llamada desde el Nuevo Mundo a todo aquel que deseara aventurarse en la Tierra de las Oportunidades, ha dejado de emitirse
Al igual que en Reino Unido, que tras el Brexit —una decisión social con cada vez más claros tintes de haber sido dirigida por terceros estados (la Rusia de Vladimir Putin, deseosa de acabar con la UE), motivos ideológicos (el patriotismo demagógico y populista del casi defenestrado UKIP) o negocios espurios de consultoras (Cambridge Analytics) y gigantes tecnológicos (Facebook)—, ha decidido poner coto, primero, y empujar fuera de sus fronteras, en un segundo escenario, a sus hasta ahora reconocidos conciudadanos europeos. A quienes pretende despojar de sus derechos de residencia.
Es como si los tres grandes bloques occidentales hubieran decidido sustituir la bienintencionada cita de Lazarus por otra que rece, más o menos, lo siguiente: “Tenemos vacantes para un número limitado de programadores y matemáticos y aceptaremos, a regañadientes, víctimas de tortura con pruebas convincentes. Abstenerse inmigrantes cuya única pretensión sea la de alcanzar una vida mejor”.
Es, en definitiva, como si aceptaran que Me llaman el Desaparecido, el grito contra la injusticia al migrante del cantante Manu Chao se escuchara al unísono —con un mayor tono de desesperación, pero con más indiferencia— en sus sociedades supuestamente avanzadas. Más de diez años después de la aparición de su emblemático álbum, Clandestino. En medio de este panorama, sólo países como Australia parecen resistir a esta fiebre por frenar los flujos migratorios. Ni siquiera los nórdicos parecen dispuestos a preservar íntegramente su tradicional permisividad de entrada, a juzgar por la normativa al uso que pretende aprobar el nuevo gobierno conservador danés. Dinamarca y Australia representan la cara y la cruz en esta tendencia, que surgió en los idearios neoconservadores de uno y otro lado del Atlántico ya en el cambio de milenio.
Australia: inmigración para eludir recesiones
Australia reta las políticas migratorias de sus aliados occidentales. Frente a los varios centenares de miles de residentes con nacionalidad estadounidense con antecedentes oriundos de terceros países sobre los que la Casa Blanca ha decretado órdenes de expulsión, o las repatriaciones de africanos, principalmente, y refugiados sirios —y de otros conflictos armados en Oriente Próximo— en Europa, las autoridades de Melbourne siguen apostando por la entrada de inmigrantes. Y lo hacen bajo criterios económicos. Para evitar recesiones.
Desde la dramática caída de producción de 1991 han sido capaces de regularizar al 50% de su población. Pese a las embestidas dialécticas cada vez más incendiarias de su populismo conservador. Que también lo tienen. Y que advierten de que los inmigrantes deterioran las infraestructuras, alientan las burbujas inmobiliarias y bajan los salarios. Entre estas voces, destaca la del ex primer ministro Tony Abbot, que lidera una de los gobiernos a la sombra del actual panorama político australiano. Aun así, se limita a pregonar un recorte, de 190.000 a 110.000, del número de visas anuales. Iniciativa que ha sido rechazada de inmediato por el Ejecutivo del liberal Marcolm Turnbull porque reduciría 3.900 millones de dólares las actuales cotizaciones sociales y obligaciones tributarias con cargo a la población de migrantes. Al igual que la de la senadora Pauline Hanson, contraria a la multiculturalidad del país, y que apela a un control drástico. Sin ningún migrante más en el censo. Es decir, una suma cero para los próximos años.
Australia asume que la aportación económica de los extranjeros ha evitado al menos dos recesiones desde 1991
Pero Australia lo tiene claro. Su estrategia migratoria ha proporcionado a su economía, calificada de industrializada desde hace décadas, notables ventajas competitivas en relación a sus rivales de rentas altas. A los que ha superado “en niveles de demanda, de consumo y de empleo”, dicen analistas del mercado como Su-Lin Ong, de Royal Bank of Canada, para quien su “estrategia de racionalidad, de regulaciones ordenadas, explican claramente por qué el populismo no ha sido capaz de acaparar réditos electorales con mensajes xenófobos”. Realmente, explica, “Australia ha hecho lo correcto en esta materia”. En 2017, concedió 184.000 permisos. Al borde del límite.
Otro fenómeno propio de la economía australiana es que la población migrante ha contribuido decididamente, no sólo a que la contracción posterior a la crisis de 2008 fuera testimonial. De tan sólo dos trimestres consecutivos de números rojos. Una mera recesión técnica. Sino también a que la renta per cápita haya adaptado su ritmo de crecimiento al del PIB. Con un diferencial casi de manual. Tal y como admite el Banco de Australia. Los informes del organismo supervisor atestiguan que la migración ha sido el factor determinante del prolongado ciclo de negocios del mercado australiano, que lleva casi tres décadas de prosperidad sin interrupciones, la época más longeva de su historia.
Gareth Aird, economista jefe de Commonwealth Bank of Australia, se atreve a asegurar que, sin la población foránea, Australia “hubiera suscrito, al menos, dos recesiones” en ese periodo. Sin visos de cambios. Porque el pasado ejercicio se crearon más de 400.000 puestos de trabajo, con una tasa de desempleo del 5,5%.
Dinamarca endurecerá aún más la regulación migratoria, ya restringida desde la crisis de refugiados en 2015
Un estilo que ha pretendido ser asumido por Boris Johnson, el jefe de la diplomacia británica y reconocido antieuropeo, y por Donald Trump, quienes en sus campañas electorales han hecho mención al “genuino sistema australiano” de inmigración. Del que resaltaban exclusivamente su mandato de regular las entradas de extranjeros. Pero del que eluden —por razones demagógicas— sus métodos de cuotas (empleos cualificados o no, en función de las necesidades productivas) o la coordinación con las autoridades municipales para gestionar adecuadamente la demanda y la oferta de puestos de trabajo. O el reconocimiento de su primer ministro de que estos flujos de entrada son necesarios para “seguir añadiendo un punto y seis décimas, como en 2017, de crecimiento adicional, al ritmo natural del PIB”. Exactamente un punto más que la media de las potencias industrializadas.
Australia tiene 25 millones de habitantes que se distribuyen por un territorio un 50% más grande que Europa, la mayor parte, desértico. Pero su capacidad económica precisa de 11,8 millones de extranjeros para abastecer su mercado en los próximos 30 años. En especial, para residir en Sydney, Melbourne, Brisbane y Perth. Según los cálculos que maneja el Ejecutivo de Turnbull.
Entre los requisitos de entrada, Australia exige saber inglés y superar un test sobre la historia, los valores y la constitución nacional. Pero, a diferencia de India o China, que exigen un 21% y un 15% de trabajadores de alta cualificación profesional, Australia oscila este porcentaje del total de inmigrantes que recibe en función de su oferta laboral.
A vueltas con los controles migratorios
Consultoras como McKinsey inciden en el uso masivo y habitual del Big Data para gestionar de forma más acertada los flujos de inmigrantes. “La inversión en información analítica será clave para el éxito”, señalan desde su Centro de Investigación. Porque su diagnóstico deja dos factores esenciales: su complejidad y su condición global. Alrededor de 258 millones de personas residen en la actualidad fuera de sus países de nacimiento, cifra que se ha triplicado en el último medio siglo y que ha añadido complejidad y dificultades legislativas para su adecuada administración. Sobre todo, a la hora de gestionar la participación y la integración de los nuevos residentes en los mercados laborales y las sociedades civiles.
Aunque países como EEUU hagan oídos sordos a los consejos de organismos multilaterales como el FMI o la OCDE -a los que no admira precisamente- para que su gobierno deje de demonizar a quienes contribuyen decididamente a aportar riqueza al mercado y, en consecuencia, ingresos a las arcas del Tesoro americano, asolado por un déficit fiscal y por cuenta corriente en máximos históricos, y con una deuda que supera el 100% del PIB. Y con un dudoso poder recaudador por la doble rebaja fiscal y la guerra comercial que ha impulsado su gobierno.
El Fondo y el Banco Mundial han criticado la cancelación del Estatus de Protección Temporal (TPS, según sus siglas en inglés) que ha situado a más de 200.000 residentes de una lista corta de naciones escogidas por razones de supuesta amenaza contra los intereses del país, en un escenario de invisibilidad. Bajo la certeza de que serán expulsados más pronto que tarde. Porque la inmigración es una de las cruzadas emprendidas por Trump que, incluso, ha instado a la Fiscalía General a iniciar batallas judiciales contra estados que, como California, pretenden proteger a su población migrante contra las nuevas leyes federales. De igual manera, las instituciones internacionales insisten en que economías como la española —a la que asola la financiación de las futuras pensiones y que ha congelado, de facto, sus revalorizaciones anuales desde la crisis de 2008—, precisa de 5,5 millones de nuevos trabajadores llegados del exterior para consolidar su sistema de retiro. Haciendo bueno el proceso de legalización de José Luis Rodríguez Zapatero en su doble mandato. Vilipendiado desde el populismo político.
España es el décimo país con más inmigrantes. Encabeza la lista EEUU, con 46,6 millones de personas
En EEUU había, a finales de 2016, más de 11,6 millones de extranjeros que carecían de permiso de trabajo. Pese a la permisividad regulatoria decretada por Barack Obama. Todos ellos están bajo la lupa de su sucesor que, lamentablemente, marca tendencia. En Europa y Reino Unido. Aunque su populismo proteccionista no haya alcanzado gobiernos. Un ejemplo de ello es el caso danés. Su primer ministro, el liberal Lokke Rasmussen, ha perdido el apoyo parlamentario de los socialdemócratas, que también le han arrebatado el liderazgo en las encuestas, por sucumbir a las prerrogativas del Partido Popular Danés, declarada formación anti-inmigrante, que le obliga a una rebaja de impuestos y a endurecer las normas de entrada de extranjeros. Bien es cierto que sus iniciativas están siendo rebajadas en su contenido bajo la amenaza de convocatoria de elecciones anticipadas. Pero liberales y conservadores avanzan en la misma dirección. Con el matiz dialéctico de que los primeros dicen querer ceñir el acceso de forasteros sólo a puestos de alta cualificación y los segundos, aliados parlamentarios, desean, como no podía ser de otra manera, cerrar las fronteras danesas a migrantes que sólo buscan gastar todos los subsidios y beneficiarse de las pensiones del país. Mientras la Cámara de Comercio alerta de que el cierre de su mercado a más mano de obra foránea ralentizará el crecimiento a tasas por debajo de la media del resto de la UE.
Desde que asumió el poder, en 2015, Rasmussen no ha hecho precisamente gala de docilidad con los migrantes. Su gabinete ha endurecido nada menos que en 67 ocasiones la normativa, según la propia website del Ministerio de Integración.
Como respuesta a la crisis de refugiados procedentes de conflictos como el de Siria, que generaron movimientos de personas también desde Irak o territorios con población kurda. Entonces, llegaron a Dinamarca más de 21.300 en busca de asilo. El flujo más intenso desde la guerra civil yugoslava, en la década de los noventa. En 2017, casi 3.500 personas solicitaron el estatus de refugiado en este país nórdico.William Lacy, director general de la Organización Internacional de la Inmigración (IOM) asegura en el último diagnóstico de esta institución vinculada a Naciones Unidas hace un llamamiento al Primer Mundo para que atienda sus obligaciones y priorice la atención y asistencia a migrantes en sus territorios. Espacios de indefensión que “surgen de la inseguridad y los efectos colaterales de la inmigración irregular”. El lado perjudicial de este fenómeno. Porque -dice el informe- estos flujos de personas en busca de trabajo influyen en los cambios culturales, geopolíticos y en los negocios “de manera enormemente beneficiosa”. Entre otras razones, porque mejoran el nivel de vida de la gente, tanto en el estado de origen como en el de destino”. El equipo de Lacy prevé que, en 2050, habrá más de 405 millones de migrantes.
Los países con más población migrante
Un reciente estudio del World Economic Forum (WEF) enumera los países con más migrantes y señala que, de los 244 millones de ellos que había registrados en todo el mundo a finales de 2015 (el 3,3% de la población global) el 58% habitaba en naciones industrializadas. Y el 60% de los flujos se realizaban entre países vecinos o próximos geográficamente.
Estos son, por orden decreciente, las diez naciones que más migrantes acogen en sus censos:
10.- España: 5,9 millones, el 12,7% de la población.
9.- Australia: 6,8 millones, el 28,2% de la población.
8.- Francia: 7,8 millones, el 12,1% de la población.
7.- Canadá: 7,8 millones, el 21,8% de la población.
6.- Emiratos Árabes Unidos: 8,1 millones, el 88,5% de la población.
5.- Reino Unido: 8,5 millones, el 13,2% de la población.
4.- Arabia Saudí: 10,2 millones, el 32,3% de la población.
3.- Rusia: 11,6 millones, el 8,1% de la población.
2.- Alemania: 12 millones, el 14,9% de la población.
1.- Estados Unidos: 46,6 millones, el 14,5% de la población.
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