MADRID
Actualizado:“Al final, la culpa la va a tener el PSOE”. La frase corría como la pólvora en los corrillos mediáticos y políticos en las últimas semanas, donde se daba por hecho que pasara lo que pasara en Catalunya la mayor factura política y electoral la iba a pagar el partido de Pedro Sánchez.
El análisis no era del todo desacertado porque el más mínimo posicionamiento de la dirección del PSOE en un sentido o en otro sobre la situación de Catalunya le convertía en el blanco de todas las críticas desde la izquierda, desde la derecha o desde dentro del propio partido, poniendo al Gobierno en un segundo plano.
Así, si el PSOE no renunciaba con rotundidad a la aplicación del 155 o defendía una aplicación “blanda” con el objetivo final de convocar elecciones, desde Unidos Podemos le llovían todo tipo de censuras por plegarse al Gobierno de Mariano Rajoy, recuperando el discurso que PSOE y PP son lo mismo.
Pero si Sánchez hablaba de la España plurinacional o se le ocurría censurar al Gobierno por las cargas policiales del 1-O, se encontraba por un lado con el Partido Popular que le acusaba de no tener una idea clara de España y, por el otro, de sus propios dirigentes que llegaron a salir, hasta con más ahínco que el PP, en defensa de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, cuando se planteó su recusación en el Congreso.
Sánchez siempre tuvo claro que el PSOE, aunque objetivamente era un actor secundario en este conflicto, podía salir muy mal parado de esta situación y diseñó un plan con una hoja de ruta clara que, aunque no ha llegado a ser del todo bien entendida `por la ciudadanía, a día de hoy le ha permitido sobrevolar a la situación.
Dicha hora de ruta, según fuentes cercanas al secretario general, tenía los siguientes puntos. El primero era reclamar diálogo, negociación y acuerdo hasta el último momento y en cualquier circunstancia. Sin embargo, el mensaje ha sido despreciado por los independentistas porque dicho diálogo, negociación y acuerdo estaban condicionados a una vuelta a la legalidad dentro de los cauces constitucionales.
El segundo punto defendía que el PSOE siempre iba a estar con el Estado de Derecho y la Constitución, pero eso no significaba estar con el Gobierno del PP. Daba igual cómo lo dijera, porque desde Unidos Podemos y desde los independentistas no quisieron entender la diferencia, y el trazo grueso imperó con la idea de que Sánchez estaba entregado a Rajoy.
Otro punto en el que también se ha esforzado por dejar claro el líder del PSOE, aunque también con poco éxito, ha sido que los socialistas no se oponen a un referéndum que dé más autogobierno a Catalunya. Eso sí, ni el PSOE ni el PSC iban a aceptar nunca un referéndum sobre la secesión de Catalunya. Sánchez se ha dejado la garganta en apostar por un referéndum pactado en el que votaran todos los españoles y todos los catalanes, y donde Catalunya pudiera ver colmada sus ansias de autogobierno, pero sin romper la soberanía española. También ha caído su planteamiento en saco roto y fue denostado.
Y, por último, Sánchez se enfrentó a algo más difícil todavía, explicar cómo era el apoyo del PSOE al artículo 155 si se aplicara. Aunque el líder socialista ha comentado a Público que él supo desde el principio hasta donde quería llegar, cualquier matiz en sus palabras provocaba una tormenta política.
Así, al principio se lanzó el mensaje de que el PSOE no quería la aplicación del artículo 155, y los que se autodenominaron como la gerontocracia del partido, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, se le lanzaron a la yugular del líder socialista; junto con destacados barones como Susana Díaz o Guillermo Fernádez Vara.
Cuando se matizó que el PSOE se plantearía su apoyo cuándo supiera en qué medida lo iba a presentar el Gobierno, desde la izquierda se bombardeó contra la “derechización” de Sánchez y su falta de compromiso con el mensaje del “no es no” a Rajoy que le había aupado a la Secretaría General del partido.
El líder del PSOE aquí tuvo también claro dónde pondría el límite: un artículo 155 para convocar elecciones cuanto antes a lo que el Gobierno estaba más reacio. Tal vez, por ello, “se le escapó” a Carmen Calvo antes de tiempo que los comicios serían en enero, como una forma de presionar al Gobierno a que cumpliera lo acordado.
El otro límite que puso Sánchez era que si Carles Puigdemont convocaba elecciones autonómicas, el artículo 155 quedaría en suspenso. El PSOE llevó este compromiso hasta el final y la misma mañana en la que se debatía en el Senado la aprobación de estas medidas, el portavoz socialista defendía que se aparcaran si desde la Generalitat se convocaban elecciones, algo que el PSOE entendía como una vuelta a la legalidad, no así el Gobierno que quería más sumisión.
El cambio de postura de Puigdemont hizo finalmente tirar la toalla al PSOE aunque, según fuentes muy próximas a Sánchez, estaba decidido descolgarse del apoyo a este artículo si hubiera habido autonómicas. Nunca se sabrá si el líder socialista hubiera mantenido el pulso.
Con todos estos avatares, a día de hoy en el PSOE hay una sensación agridulce. Hay cierta satisfacción porque, en contra de muchas previsiones, el conflicto catalán no se puede decir que haya desgastado a los socialistas y, ni mucho menos que haya provocado una fractura interna como se temía. Por el contrario, se ha acabado la euforia que había tras haber conseguido el compromiso de Rajoy de apoyar la comisión territorial y abrir posteriormente la reforma de la Constitución. Ambos objetivos parecen ahora más improbables o indefinidos de cómo los presentó Sánchez en su día.
No obstante, Sánchez sigue convencido de que la posición socialista se acabará imponiendo y que, tarde o temprano, habrá que sentarse a dialogar, negociar, acordar y, después, votar. Pero no será nada fácil.
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