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MADRID.- Xosé Manuel Beiras (Santiago de Compostela, 7 de abril de 1936) no abrió ninguna botella de champán el 20 de noviembre de 1975. No tenía nada que celebrar. La muerte de Franco, en la cama, era un fracaso para él y para todos los luchadores franquistas, dice. Beiras nació apenas tres meses antes del golpe de Estado militar del 18 de julio. Toda su vida se había desarrollado en la dictadura franquista. En 1975, de hecho, el líder histórico del BNG ya era catedrático de Estructura Económica y militaba en un sinfín de organizaciones políticas y sindicales clandestinas.
"Cuando me dieron la noticia me quedé absolutamente igual. No me hizo ningún efecto. Los amigos y las amigas que estaban en la lucha antifranquista abrieron botellas de champán y lo celebraron, pero yo no. Me parecía un fracaso histórico que el viejo marrano muriera en la cama", señala Xosé Manuel Beiras en conversación telefónica con este diario.
Ahora, cuarenta años después de aquello, Beiras recuerda aquellos días como "un fracaso más de la izquierda" y hace un símil de la oportunidad perdida para "cambiarlo todo" de la izquierda actual. "Ahora estoy viviendo otra vez lo que pasó entre el 75 y 78. Por más que avisé y advertí a todos mis contactos de que podíamos fracasar... Parece que va a pasar lo mismo", dice Beiras, que señala que en el mitín de puesta en escena de En Comú Podemos para las generales, en Barcelona, él ya señaló que había aceptado participar porque no quiere que "la izquierda actual viva la misma frustración" que vivió en 1975.
Esa sensación de oportunidad perdida la comparte también otros históricos dirigentes de la izquierda como Lidia falcón (Madrid, 13 de diciembre de 1935), fundadora del Partido Feminista, y militante antifranquista que sufrió en sus carnes la represión del torturador Billy el Niño. Aquel 20 de noviembre de 1975, Falcón se encontraba en la clandestinidad. Estaba sola en un piso de Barcelona, que le había dejado una amiga. Apenas cinco meses antes, en junio, había salido de la cárcel, pero aún tenía "dos o tres procesos judiciales pendientes". "Había que ser precavida. Sabíamos que el monstruo estaba a punto de morir y era mejor estar escondida porque la represión continuaba", relata Falcón a Público.
Lidia Falcón: ""No había ninguna consigna ni del PCE ni de CCOO para movilizarnos el día de la muerte de Franco. Todo el mundo estaba paralizado"
De madrugada sonó el teléfono. Tras el susto inicial, Falcón se decidió a descolgar. Era su amiga. Le informaba de que Franco había muerto. "Me acuerdo que lo primero que dije fue: 'Por fin'. Después me asusté mucho por haber dicho eso. En el momento sentí alegría, alivio de pensar que esta etapa tan negra se había acabado. Pero no era cierto. Estaba equivocada", recuerda Falcón.
Tras la alegría inicial vinieron las decepciones. Para esta mujer, que lleva media vida luchando contra el franquismo y otra media contra la impunidad del mismo, la oportunidad perdida de la izquierda fue "histórica". "No había ninguna consigna ni del PCE ni de CCOO para movilizarnos el día de la muerte de Franco. Todo el mundo estaba paralizado", lamenta Falcón, que acusa a los dirigentes del PCE de aquel momento, especialmente a Santiago Carrillo, de "pactar con el régimen anterior".
"El régimen continuó intacto un año más y después llegó el maquillaje. Tendríamos que haber reclamado enérgicamente en las calles la República, que era el símbolo de la libertad. El montaje de aquellos años nos ha llevado a la situación actual, al mantenimiento de la monarquía y al imperio del capital", sentencia.
Muerto el perro, la rabia sigue
Y es que muerto el perro, no había muerto la rabia. La represión continuó y fueron muchos los que fueron asesinados entre 1975 y 1978 reclamando más democracia y libertad en las calles. En la clandestinidad, como Lidia Falcón, estaba también Gerado Iglesias (La Cerezal, Mieres, Asturias, 29 de junio de 1945).
Iglesias se encontraba escondido en la casa de un cura. Trabajaba clandestinamente para el PCE y trataba de huir de la Policía.
Iglesias se encontraba escondido en la casa de un cura. Trabajaba clandestinamente para el PCE y trataba de huir de la Policía. Por el día se mantenía escondido en el domicilio y por la noche acudía a reuniones clandestinas. La última cena de antes de la muerte de Franco, Iglesias compartió mesa con el cura que le alojaba, Manuel García Fonseca, y con su "íntimo" amigo Ramón Cabanilles, "un hombre de familia muy adinerada de Asturias, pero con ideas de izquierdas, progresistas y antifranquistas".
"Recuerdo que Ramón me decía aquella noche que cómo era posible que el pueblo no se echara a la calle. Incluso llegó a decir alguna frase más contundente. Acusaba a los ciudadanos de pasividad, pero no era una cuestión de cobardía. Era el resultado de 40 años de terror", recuerda para Público Gerardo Iglesias, que apunta que "millones de españoles lo celebrarían con alegría en la intimidad. Yo no", recuerda Iglesias para este periódico.
Después de aquella cena en la que esperaban noticias de la muerte de Franco, hospitalizado en estado muy grave, los tres se fueron a dormir. De madrugada, su amigo el cura le despertó para darle la noticia. "Recuerdo que yo le dije: 'Me da igual que se muera o que no se muera. Estoy hasta el gorro ya de todo", señala entre risas Iglesias, que añade que en aquella época tenía "metida ya en la cabeza la musiquilla de las noticias": "Me pasé mucho tiempo mirando las noticias para ver si se moría. Al final ya me daba igual".
Mayoral se encontraba en la prisión de Carabanchel condenado a 30 años por su pertenencia al FRAP
Iglesias, al contrario que Beiras o Falcón, no tiene la sensación de que durante aquellos años se perdiera la oportunidad. Dice que hubiese sido extraordinario que la gente saliera a la calle, como demandaba su amigo Ramón, pero que las cosas hay que considerarlas en su contexto. "No hubo mucho ocasión de cambiar las cosas. El régimen seguía reprimiendo, seguía matando. No hay que olvidar que Franco murió matando y que después de su muerte siguió la represión", zanja Iglesias.
Que Franco murió matando lo sabe muy bien Pablo Mayoral (Madrid, 30 junio de 1951). Mayoral fue condenado a muerte en el mismo proceso judicial que terminó con la ejecución de los militantes del FRAP José Luis Sánchez-Bravo (21 años); Ramón García Sanz (27 años); José Humberto Baena (25 años); y de ETA Juan Paredes Manot 'Txiki' (21 años) y Ángel Otaegui (33 años). Su condena, por fortuna, fue conmutada por 30 años de prisión.
"Una inmensa alegría"
Aquel 20 de noviembre de 1975, Mayoral se encontraba en la prisión de Carabanchel por su pertencia al FRAP. Apenas dos meses antes, sus compañeros de lucha habían sido fusilados. Él estaba encerrado en un módulo de aislamiento de la prisión. "Me enteré de la noticia por los presos comunes. Después del recuento de presos se pusieron a gritar y pensamos: 'Ya está, ya ha muerto'. No sé qué hora sería, pero íbamos a desayunar", recuerda para Público Pablo Mayoral.
"No hubo champán, ni risas, ni alegrías. Todo fue interior. Teníamos miedo a exteriorizar esa alegría por la represión"
Mayoral sintió "una inmensa alegría": se acababa la vida de "un dictador criminal" y su situación, en teoría, iba a mejorar. "Tuvimos una sensación de esperanza. La sensación de que se abría un nuevo tiempo sin el dictador, aunque también teníamos muchas dudas", reflexiona este luchador antifranquista, que recuerda que, a corto plazo, poco cambió para ellos. De hecho, Mayoral continuó encerrado dos años más, hasta que fue amnistiado por la Ley de Amnistía.
"No hubo champán, ni risas, ni alegrías. Todo fue interior. Teníamos miedo a exteriorizar esa alegría por la represión", señala este hombre, que incide en que la represión continuó en las calles y que, ahora, cuarenta años después, aún no ha habido un "ejercicio de exigir responsabilidades a todos los que formaron la dictadura". "Hay diferencias muy importantes. La principal: que antes yo estaba en la cárcel y ahora estoy en libertad, pero se siguen haciendo homenajes al dictador con el permiso y la complacencia de los responsables públicos", zanja.
Brindar por la muerte
Muy diferente a las historias anteriores es la de Juan Carlos Monedero (Madrid, 12 de enero de 1963), quien tenía aquel histórico día 12 años. "Subía por la calle de Romero Robledo hacía el colegio y me encontré al profesor de Física, que llamábamos 'el pirulo', y me dijo que me fuera a cada porque no había clase porque Franco había muerto y podía pasar de todo en España", narra Monedero a Público.
"Me producía una sensación extraña brindar por la muerte de una persona, pero me alegraba de su muerte porque entendía que la muerte de Franco significaba que ya no iban a matar al padre de mi amigo"
El ahora militante de Podemos dice que tras la advertencia de su profesor decidió marchar a casa y, después, fue a visitar a su amigo Ignacio Valero, hijo de un militar de la Unión Militar Democrática, que había sido encarcelado poco antes de la muerte del Generalísimo por organizar un contragolpe en caso de que hubiera una involución tras la muerte del dictador. Allí, la familia de su amigo brindaba con champán y celebraba la noticia. A Monedero, no obstante, le parecía raro brindar por la muerte de una persona.
"Me producía una sensación extraña brindar por la muerte de una persona, pero me alegraba de su muerte porque entendía que la muerte de Franco significaba que ya no iban a matar al padre de mi amigo", recuerda Monedero, que señalaba que la detención del militar fue el inicio de su "politización", pero que aún no entendía prácticamente nada. "Sólo entendía que en mi casa había preocupación y en casa de mi amigo hubo preocupación", apunta.
Que de Franco no se podían hacer bromas, no obstante, se enteró un año antes. Cuando tenía 11 años Juan Carlos Monedero acudió a un campamento de verano con niños de su edad. Todos estaban en corro contando historias o chistes. Cuando llegó su turno dijo que sabía un chiste y accedió a contarlo:
"¿En qué se parece Franco al tercer polvo? En que todo el mundo habla de él pero nadie lo echa", relató Monedero. La respuesta del monitor fue coger al niño por el cuello y darle tres bofetones. Llamaron a su casa y al día siguiente sus padres tuvieron que ir a recogerlo. "Yo no sabía ni que era un polvo", zanja el profesor de la Complutense.
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