MADRID.- A eso de las 15 horas comienza una sin par sinfonía en la Feria del Libro. En apenas unos minutos, más de 700 persianas caen con gran estruendo componiendo una suerte de mascletá librera que pone punto y final a la mañana y que recorre el kilómetro de casetas que van de la Puerta de O’Donnell al antiguo paseo de Carruajes.
Es entonces cuando el personal subalterno de la Feria se dispersa por entre los parques y fuentes colindantes en busca de una sombra donde desenvolver sus viandas de baratillo e incluso, si es menester, improvisar un pestañeo. Intervalo de tiempo que el joven camarero invierte en flirtear con la repartidora de globitos de colores, el segurata en maldecir al coletas ante la mirada tibia de la limpiadora, el librero en ultimar sus cuentas y el plumilla su crónica. Una legión de desharrapados en ese festival de gramíneas que es el Retiro estos días.
Y en esas que aparece el poeta. De lustrosa calva, porte alechugado y andares gallináceos, el susodicho portaba un Gogol bajo el sobaco. Confiesa, no sin trascendencia, que se dedica al noble arte de la rima y que su obra permanece inédita a la espera de que un editor avispado desee publicarla. A continuación, y sin que ninguno de los presentes lo solicitara, sermoneó al personal con una homilía en torno a la luz, y a cómo se filtran sus haces entre el ramaje raído de los árboles confiriendo una aureola mágica al ambiente. De ahí pasó a la necesidad de empalabrar, de representar la belleza para así recrearla tantas veces como se quiera, capturar la magia de lo real, la palabra, hablada o escrita, la palabra…
Fue el segurata el que tuvo a bien clausurar los juegos florales con un “puto zumbao” que pareció argüir desde el tuétano. Se disuelve el grupusculo y regresan a sus quehaceres feriantes. El poeta improvisado se pierde entre las casetas con su tocho gogoliano y su locura. Serpentea entre la multitud y su figura se va achicando con algún que otro aspaviento ocasional. Se diluye su desvarío en esa otra descomunal locura que es la Feria del Libro de Madrid con sus cientos de expositores y sus millones de palabras. Madrid, como cada año, celebra la palabra. Bendita locura.
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