Opinión
La vejez
Por Pilar Gómez Rodríguez
Escritora y periodista cultural
La vejez nunca está entre las obras en las que piensa alguien cuando le preguntan por las de Simone de Beauvoir. Es entre poco y nada conocida y su existencia casi siempre es una sorpresa. En eso se parece a la vejez verdadera, no de papel, sino de carne. Que siempre sobresalta. A ella también le pasó. “Un día me dije: ‘¡Tengo cuarenta años!’. Cuando desperté de esta perplejidad tenía cincuenta. El estupor que entonces se adueñó de mí todavía no se ha disipado. No consigo creerlo”, escribe la filósofa al final de La fuerza de las cosas. El asombro, esa pasión directriz de la filosofía, le llevó a escribir un tratado al que tituló así, sencillamente, La vejez. Se publicó en 1970 y ahí quedó. Alguien en Folio, la colección de bolsillo de la mítica Gallimard, dio en el blanco cuando lo reeditó y lo puso en el mercado en febrero de 2020, justo antes de la efímera clausura del futuro que supuso la pandemia. En español hay varias ediciones (Edhasa, Debolsillo) todas dificilísimas de encontrar. Y no solo en las librerías de nuevo y de viejo, también en las bibliotecas públicas (de Madrid) hay gran escasez. ¿Por qué? Si todo, absolutamente todo, está allí.
De Summa Theológica calificó esta obra Elena Poniatowska. Dan para ello sus casi 700 páginas, en las que caben desde la naturaleza y los síntomas físicos, con estudios y estadísticas, a los datos que aporta la etnología, pasando por una completísima revisión geográfica. A todo eso se suma una línea de tiempo exhaustiva y pormenorizada sobre cómo los distintos periodos históricos y sus manifestaciones culturales han tratado la vejez. Escritores, músicos, políticos, personalidades de las letras, las artes y las ciencias. Y corrientes, acontecimientos, costumbres…
En su rastreo De Beauvoir se detiene varias veces en España. Menciona el Cid y se extiende en La Celestina: “Por primera vez un personaje de vieja pasaba a ser la principal heroína; era una clásica alcahueta, pero de una envergadura muy distinta de las que hasta entonces habían aparecido en escena. Ha sido prostituta y ha sido rufiana por gusto, es interesada, intrigante, lúbrica, también un poco hechicera y es la que dirige el juego”. Es protagonista, sí, y “un resumen de todos los vicios que desde la Antigüedad se atribuían a las mujeres de edad y, a pesar de toda su habilidad, al final de la obra es severamente castigada”. A Goya le presta mucha atención, su vejez le parece ejemplar porque no le supuso “solo un ascenso hacia una perfección cada vez mayor, sino una constante renovación”.
Y es maravillosa la imagen que permite dibujar su mención a la película El cochecito, de Marco Ferreri, basada en un relato de Rafael Azcona, que se estrenó en Francia en febrero de 1961: una Simone de Beauvoir en el cine siguiendo con atención los movimientos de un José Isbert que, empeñado en tener un coche de discapacitado a motor como el de sus amigos y dispuesto a todo para conseguirlo, se enfrentará a toda su familiar. Beauvoir califica de “cruel y encantadora” la cinta y la recordará cuando trate de las relaciones que se establecen en el seno familiar. Todo va bien mientras los intereses directos de unos no choquen contra los otros. En caso contrario, “los jóvenes encuentran injusto tener que imponerse sacrificios para prolongar su existencia […]. Los jóvenes envidian sus privilegios económicos o sociales, les parece que son solo cascajos. Menos hipócritas que los adultos, expresan más abiertamente su hostilidad”.
Podía haberse quedado ahí. Una Beauvoir que parece haber leído, visto y saberlo todo sobre el tema podía haberse dedicado a filosofar, a expresar su visión, pues quien escribe es ya una de las máximas representantes del pensamiento de esa época, pero no. ¿Qué hace? ¡Currar! Currar muchísimo. Charla con asistentes sociales y publica los presupuestos que tienen para las personas que están a su cargo, así como otros materiales de trabajo que le parecen interesantes: informes, cuadros sobre los recursos de las personas de edad, gastos de la atención médica de la Seguridad Social… Añade también una pequeña historia sobre las pensiones e incorpora tablas para calcular su cuantía. Nada, ningún enfoque, perspectiva o detalle pasa desapercibida a la apabullante revisión de la vejez de Simone de Beauvoir. Sus páginas traen a la mente esa imagen de trabajadora infatigable que Sartre convirtió en apodo: Castor.
Y algo más. No se conforma con los papeles o hablar con los responsables.
Quiere ver la vejez, mirarla de frente. Se va a una residencia, Nanterre, donde no la dejan hacer su trabajo. Va a otra, ¿qué encuentra? Un interior escrupulosamente limpio, personal entregado, pero ¡oh, sorpresa!, “no consigo olvidar el horror de esa experiencia: ver seres humanos reducidos a una abyección total”. Dormitorios comunes (en la mayoría de los casos), distribución en las plantas, según el grado de movilidad… “Lo que me pareció monstruoso —escribe Beauvoir— es el abandono moral en que la administración deja a esas gentes. Si hubiera salas donde pudieran reunirse, o se les propusieran distracciones, si hubiera monitores que se ocuparan de ellas no se desmoronarían con esa aterradora rapidez por la pendiente que los transforma en meros organismos”. La tesis de todo el libro se desprende de ahí: una vida dedicada a la productividad es una vida alienada, extraída, y en la vejez no hay disimulo posible, solo queda un vacío y una tristeza evidentes. Desolación. “Si el jubilado se desespera por la falta de sentido de su vida presente es porque el sentido de su vida le ha sido escamoteado todo el tiempo”. Y solución: “Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que […] seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida: dedicación a individuos, colectividades, causas, trabajo social o político, intelectual, creador. Contrariamente a lo que aconsejan los moralistas, lo deseable es conservar a una edad avanzada pasiones lo bastante fuertes como para que nos eviten volvernos sobre nosotros mismos. La vida conserva valor mientras se acuerda valor a la de los otros a través del amor, la amistad, la indignación, la compasión. Entonces sigue habiendo razones de obrar o de hablar”.
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