Opinión
Samuel y la sociedad del odio
Por Antoni Aguiló
Filósofo del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra
Hay un célebre cuadro de Peter Brueghel titulado La caída de Ícaro (1558) que habla de la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Desde la perspectiva de lo alto de una bahía, se ve un paisaje apacible y soleado en el que los protagonistas desempeñan sus labores diarias: el labrador ara el campo, el pastor cuida del rebaño y el pescador pesca. En un tercer plano puede verse el mar con algunos islotes en los que navegan algunos barcos. Mientras tanto, en medio de la calma y la indiferencia generalizada, el joven Ícaro se ahoga mar adentro sin que nadie haga absolutamente nada por evitarlo: el labrador, impasible, continúa con el arado, el pastor le da la espalda y contempla el cielo y el pescador sigue lanzando su red. Cada uno a lo suyo. Nada ni nadie es alterado por la trágica muerte; la vida sigue su curso, imperturbable.
Lo interesante del cuadro, técnicamente hablando, es que Brueghel sitúa la muerte de Ícaro en un rincón, de manera que esta pasa casi desapercibida. ¿Por qué Brueghel adoptó una perspectiva espacial tan descentrada respecto a la caída de Ícaro? Tal vez, más que en la mitología clásica, al pintor renacentista le interesaba fijar la atención sobre una condición humana distraída, indiferente y apática. Sea como sea, la imagen de Ícaro pereciendo en la costa de Grecia no es ni más ni menos que la imagen de un ser humano ahogado en un mar de indiferencia. La misma indiferencia letal que en 2015 bañaba el cuerpo sin vida del pequeño Aylan Kurdi, ahogado en un naufragio en aguas de Turquía cuando su familia, huyendo de la guerra de Siria, intentaba alcanzar la costa griega. Tras la muerte de Aylan, la guerra de Siria continuó (y continúa hoy) y siguió provocando la masacre de inocentes.
De manera análoga, en los últimos días hemos estado lidiando distraídamente con varios casos graves de racismo, sexismo, homofobia y fracturas en la democracia. Los magistrados de la Audiencia Provincial de Madrid aseguran que el cartel de Vox de las autonómicas sobre los MENAS no es un problema porque “con independencia de si las cifras que se proporcionan son o no verdaderas, representan un evidente problema social y político”.
Durante los próximos seis meses, Janez Janša, presidente de Eslovenia, asumirá la presidencia de la Unión Europea. Janša es defensor de la Hungría de Viktor Orbán, que acaba de legislar sobre la prohibición de mencionar nada sobre la homosexualidad en las escuelas, en otros ámbitos públicos y en la televisión. Janša argumenta que la imposición de “valores europeos imaginarios” (diversidad, igualdad, tolerancia...) podría conducir al colapso de la Unión. Por si esto fuera poco, los miembros de la manada de Callosa han confesado la violación en grupo a una joven de 19 años. También hemos sabido que el atestado policial del asesinato de Samuel Luiz habla de insultos y jaleos por parte de una “jauría humana” mientras Samuel era apaleado.
Este último dato es especialmente alarmante. Ya no se trata de indiferencia ni de complicidad silenciosa, sino de odio y asco, de aprobación activa de la barbarie. Tenemos un grave problema con las manadas y las jaurías que violan, agraden y cometen feminicidios, pero también con las que callan, animan o miran para otro lado. Corremos el peligro de deslizarnos hacia una democracia aparente en la que el odio sea autorizado, banalizado e incluso legitimado jurídicamente.
Parece que la extrema derecha se está organizando y promoviendo ataques a través de plataformas digitales como Twitter y Twitch. El señalamiento de VOX al editor de El Jueves va en este sentido.
Lo cierto es que ninguna de estas muestras indignantes de complicidad con el racismo, el sexismo y la homofobia es un fenómeno accidental. Tampoco pueden comprenderse únicamente como la expresión de una emoción o de un sentimiento negativo por parte de grupo o individuo. Son mucho más que eso, son manifestaciones de enemistad profundamente arraigadas en el funcionamiento normal del capitalismo, del patriarcado, del racismo y el heterosexismo predominantes. El odio y sus múltiples formas de violencia son algo sistémico, estructural en nuestra sociedad. Son, en particular, un instrumento político basado en la desigualdad, la exclusión y, en el peor de los casos, en la eliminación del otro, del diferente. Fenómenos como el colonialismo, Auschwitz y los campos de exterminio no fueron hechos excepcionales. Fueron la manifestación más violenta y perversa de formas centenarias de relación social que, bajo otras configuraciones, aún siguen vigentes.
Vamos a necesitar mucha resistencia, mucha articulación política, mucha empatía y mucha memoria colectiva para vencer el discurso del odio y superar la cultura de la indiferencia. Necesitamos recuperar con urgencia la premisa de Antígona: “No nací para compartir el odio, sino el amor”.
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