Opinión
Si Luigi Mangione fuese mujer y víctima de violencia sexual
Por Isabel Serra
Diputada por Podemos en el Parlamento Europeo
-Actualizado a
El pasado mes de abril el representante sindical de Mercadona participó en un acto en el Congreso de los Diputados y denunció los numerosos casos de vulneración de los derechos de los y las trabajadoras en la empresa de Juan Roig. A pesar de que Mercadona siempre ha contado con campañas a su favor por parte de instituciones y medios, campañas que imponen silencio e impunidad, el vídeo del representante sindical voló rápidamente en redes sociales. Muchísima gente dio su apoyo compartiendo el vídeo y nadie cuestionó la veracidad de los casos sobre los que dio testimonio, que muestran un evidente abuso de poder y explotación laboral más allá de los límites legales.
Nadie (excepto seguramente la derecha que defiende a los empresarios explotadores) dijo: “Está vulnerando usted la presunción de inocencia de Juan Roig, denuncie esto en un juzgado pero no aquí”. Lo que todos y todas pensamos fue: “Qué bien que una institución como el Congreso permita oír voces que rompan el silencio de este maldito explotador que en la DANA forzó a los trabajadores, como ellos mismos han testimoniado, a continuar en sus puestos a pesar del grave riesgo que corrían”.
Este es un ejemplo más, pero podríamos encontrar miles en los que, cuando la violencia la ejerce un empresario contra los trabajadores y trabajadoras, todas y, especialmente, todos, entendemos la oportunidad y el valor de enunciar y denunciar esas violencias sin cuestionar los testimonios de los subalternos. No se oyen voces exigiendo a esos trabajadores una demanda contra la empresa como condición para legitimar su queja, porque sabemos perfectamente las dificultades que entrañan las desigualdades estructurales que hay detrás de un conflicto social. No solo te expones a no ganar la demanda, sino a las represalias posteriores. Por eso, derechos como el de manifestación o la libertad de expresión son salvaguardas esenciales en cualquier sistema político que pretenda ser democrático, porque somos conscientes de los fallos estructurales e inherentes a las democracias liberales. Y por eso defendemos que los trabajadores puedan recurrir a esos derechos como “método” para combatir injusticias. Sabemos que lo que diga un juez o un tribunal no condiciona la verdad de su contenido. Es más, sabemos incluso que lo que diga un juez sobre sus demandas dependerá de cuánto apoyo social tengan.
También celebramos procesos políticos de autoorganización en los que se genera un mecanismo a través del cual las denuncias se vuelven colectivas o masivas. Podemos pensar en los y las trabajadoras de Glovo denunciando en una red social que son contratados como falsos autónomos y la explotación a la que son sometidos en condiciones absolutamente bárbaras. Podemos entender que las trabajadoras migrantes explotadas en los campos de la fresa de Huelva no pueden poner una denuncia porque no tienen los derechos garantizados ni el poder para hacerlo, ya que están totalmente expuestas, y que para que todas puedan denunciar, el método debe ser anónimo. Incluso las Administraciones públicas (y por tanto nuestra propia legislación y la europea a través de la directiva de protección del denunciante), hace tiempo que entendieron el anonimato como un método válido desde el cual denunciar vulneraciones de derechos precisamente como consecuencia de las desigualdades estructurales de partida que dificultan las denuncias. Incluso hay jurisprudencia con varias sentencias que reconocen las denuncias anónimas como válidas y que han terminado en condenas.
Dice muy bien Fallarás en un vídeo recientemente publicado en Público: “O sea, que miles de mujeres nos ponemos a relatar nuestras vidas y resulta que lo que importa no es lo que contamos, porque nadie lo mira, sino el método. Lo que importa no es el contenido, lo que las mujeres relatan, sino la herramienta. ¡Venga ya! Es más, lo que les importa es cómo podría eso afectar a los hombres. Y punto”. Y lo dice tan bien porque aunque nos digan que les importa el método, ni siquiera es el método: lo que les importa es únicamente cómo afecta a los hombres. Sólo les importa el método cuando denunciamos violencia sexual. Si no, esos mismos hombres (y algunas mujeres) dedicarían idéntico esfuerzo a cuestionar el método cuando se trata de un conflicto laboral, de luchas antirracistas o, por ejemplo, de la ocupación de un territorio por parte de una potencia como Israel. Nadie con mínima visión de eso que llamamos izquierda o, mejor dicho, con sentido de las desigualdades existentes, estructurales, condena el método que los oprimidos o las víctimas de una injusticia han encontrado a lo largo de la historia para romper con esa opresión, esa violencia. Pero sí se atreven siempre a cuestionar la forma en que las mujeres denuncian las violencias machistas que sufren, especialmente cuando se trata de violencia sexual. ¿Por qué lo que tantos hombres entienden como problemas de las democracias liberales, y consideran como métodos válidos cuando se trata de luchar como trabajadores en una sociedad capitalista, no vale para las mujeres en una sociedad que también es patriarcal?
Los mismos que contextualizan el asesinato del CEO de UnitedHealthcare -una de las mayores empresas de seguros médicos de Estados Unidos- y comparten memes y reflexiones sobre cómo esta acción ha afectado a los dirigentes de la criminal sanidad privada estadounidense, creen que es una locura que haya mujeres agredidas sexualmente (o que han sufrido un trato machista) dando testimonio en el muro de Cristina Fallarás. Mujeres que no se atreven a publicar su nombre por miedo a no ser creídas, por vergüenza o por miedo a sufrir represalias. Exactamente por lo mismo por lo que sólo se denuncian ante la justicia un 8% de los casos de violencia sexual contra las mujeres. Porque aunque la sociedad sea un poco menos machista que la institución judicial, para la gran mayoría de las mujeres que dan testimonio anónimo el efecto de romper el silencio repercute en sus relaciones más cercanas, en su familia o en sus entornos.
Pero en vez de poner el foco en lo importante, en que la violencia sexual es estructural y constante y transforma de la peor manera posible nuestras vidas, en que está enormemente normalizada y que tiene consecuencias para siempre, en que hay millones de chicas que siguen sin detectar la violencia machista que están viviendo (como relató Ana Peleteiro), en que la institución judicial no está funcionando, se desvía la atención. No nos hacemos cargo de que la democracia liberal también es una ficción para las mujeres en una sociedad patriarcal; o de que no hay Estado de Derecho para las mujeres en tanto que mujeres; o de que las desigualdades económicas y de poder nos siguen impidiendo romper el silencio; o de que la cultura de la violación construye un mundo en el que nosotras siempre somos las presuntas culpables de las violencias que hemos sufrido. Hay algunos que siguen recurriendo una y otra vez al mantra de las denuncias falsas para cuestionar la validez de los testimonios de las mujeres. Claro que hay denuncias falsas en materia de violencia machista, un 0,001%, muchas menos que con los hurtos o las aseguradoras, pero nunca se recurre al maldito discurso de las denuncias falsas para desacreditarlas. Y, como en un proceso de transformación lo que importa no es sólo qué se dice, sino en qué contexto, con qué medios, con qué efectos y desde dónde se enuncia (se juzga cómo nos situamos en una disputa concreta entre más y menos democracia), poner el foco ahí sólo sirve para perpetuar un orden cultural, social, económico, político machista.
Dicen: “Poned una denuncia”. ¿Por qué debemos hacerlo? Quizás nosotras no queremos, algunas sí, si funcionase el sistema judicial o si no hubiese represalias, pero otras no, o depende del caso. Quizás no queremos poner una denuncia contra un amigo que nos agredió hace unos años, pero sí dar testimonio para compartir con tantas mujeres y que se vean representadas y para que el mundo se haga eco de tanta injusticia insoportable. Queremos educar al mundo, sí, también con nuestras palabras. ¿Por qué no podemos hacerlo? Uno de los mandatos más fuertes del patriarcado es: “Guarda estas violencias en tu fuero interno”. ¿Por qué deberíamos respetarlo? Seguimos peleando por un Estado feminista que reconozca a las mujeres víctimas como tales y no las reprima como a Juana Rivas y a tantas otras, pero la legitimidad de nuestros relatos nunca dependerá del Estado.
Dice Virgine Despentés que “somos millones diciendo lo mismo y hay millones de jefes tomándoselo a broma. Repitiéndonos: no me consta”. Pues sí, somos millones de mujeres dejando en un muro testimonio de las violencias que hemos sufrido y hay todavía millones de hombres tomándoselo a broma o negando por miedo a que se les cuestione a ellos y sus actos a lo largo de su vida. Pero dice también Virginie que “hemos entendido perfectamente lo que nos estáis diciendo, que es: no os liberéis de vuestras cadenas, no vaya a ser que de un mal gesto rompáis las nuestras”. Es decir, que aunque vosotros no estéis pudiendo aún hacerlo, nosotras sí lo estamos haciendo. Estamos construyendo un mundo nuevo en el que nuestro papel ya no es sumiso sino protagonista, en el que nadie debería ser subalterno, y lo estamos construyendo para todas, para todes, y también para todos.
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