Tribunas
La izquierda andaluza y los ferrocarriles subterráneos
Por Curro Cuberos
Antropólogo, profesor en la Universidad de Sevilla y militante de Adelante Andalucía
La primera vez que leí una referencia al ferrocarril subterráneo fue, si no recuerdo mal, en un texto de Angela Davis. El ferrocarril subterráneo fue una infraestructura que operó durante buena parte del siglo XIX para habilitar la huida de esclavos afroamericanos hacia estados libres de los Estados Unidos de América y, desde allí, hasta Canadá. Como todas las infraestructuras, involucraba activamente tanto objetos físicos –túneles, casas, carros- como seres humanos: hombres y mujeres, negros y blancos, conscientes del problema del racismo y la esclavitud y resueltos a luchar eficazmente para combatirlo. Algunas estimaciones elevan hasta los 100.000 el número de personas negras que alcanzaron la libertad gracias a al ferrocarril subterráneo. Siglo y medio después, esta infraestructura goza hoy probablemente de su mayor nivel de reconocimiento, gracias en parte a la exitosa novela de Colson Whitehead, y a su adaptación televisiva como serie por Barry Jenkins. Obras que están propiciando la incorporación del ferrocarril subterráneo al imaginario popular de los Estados Unidos, y reforzando particularmente su valor en el arsenal de la memoria política de los negros de Estados Unidos.
La historia del ferrocarril subterráneo siempre me sugiere la misma pregunta: ¿cuántos otros ferrocarriles subterráneos habremos perdido en el olvido? Me refiero a todas esas experiencias de lucha popular que, por no construirse en los cánones ortodoxos de la política eurocéntrica, mueren de abandono. Mientras buena parte de la izquierda se empeña en reproducir esquemas de lucha tal vez más estéticos, pero completamente ajenos a la experiencia histórica de la gente, podemos estar ciegos ante otros síntomas de rebeldía y creatividad que podrían ser la base de más y mejores herramientas de trasformación revolucionaria.
Volvía a pensar estos días en el ferrocarril subterráneo en relación con mi propio pueblo, el pueblo andaluz. Y es que me ha tocado participar recientemente de varias discusiones con militantes de izquierdas que están aparentemente convencidos de que los andaluces “luchan menos” que otros pueblos del Estado español. Concretamente se planteaba una comparación con el caso vasco, en la que algunos –no solo vascos, también andaluces- creían constatar una diferencia objetiva y cuantificable entre el número y la intensidad de las luchas obreras en el País Vasco y las que tienen lugar en Andalucía. Desde la perspectiva de estas personas –cuyo compromiso político personal presupongo y respeto-, los trabajadores del País Vasco no sólo han desarrollado una lucha más constante, más intensa y más organizada: es que esa lucha sería la clave que explicaría su mejor nivel de vida material con respecto a los andaluces. Y es en este punto donde la argumentación se vuelve peligrosa: donde el reconocimiento a la contribución de la lucha sindical a las mejores condiciones de vida se proyecta, en su versión negativa, como una justificación encubierta del peor nivel de vida allí donde “se lucha menos”. Es en este punto donde el apoyo argumental a la lucha obrera se ve peligrosamente impregnado por la lógica capitalista que interpreta el nivel de vida de la gente como el resultado de sus propios méritos, y no de condiciones estructurales mucho más complejas.
Mi hipótesis, para decirlo de una vez, es que es absolutamente falso que el pueblo andaluz luche menos que el pueblo vasco o que cualquier otro. En todo caso, es posible que la lucha obrera en el País Vasco haya podido adoptar formas más explícitas, más reconocibles en el formato tradicional del sindicalismo, el asociacionismo estandarizado y la izquierda partidista. Pero el sindicalismo, el asociacionismo estandarizado y la izquierda partidista no son los únicos ferrocarriles que vehiculizan la conciencia de clase de los trabajadores y sus estrategias de resistencia al capitalismo. Existen esos otros ferrocarriles subterráneos que tal vez adoptan formas menos explícitas –y menos estéticas para el consumo de las clases medias progresistas-, pero no por eso menos válidas.
En Andalucía, como en todas las periferias del capitalismo, la lucha de las clases trabajadoras ha tenido que recurrir con frecuencia a los ferrocarriles subterráneos. Y es que las formas estandarizadas de lucha han sido más probables en los enclaves centrales del capitalismo, como el propio País Vasco: allí donde la concentración de capital se ha materializado físicamente en una alta demanda de trabajo, grandes concentraciones de obreros y una necesidad permanente para el capital de interlocución con la clase trabajadora. Pero la historia del capitalismo ha sido diferente en las periferias. Andalucía ha funcionado como una colonia interna del Estado español: una reserva de materia prima y mano de obra barata con la que proveer al desarrollo industrial de los enclaves centrales. En este contexto, la experiencia de la clase trabajadora se ha visto condicionada por una precariedad extrema, resultado de una combinación de altísimos niveles de desempleo, precariedad en la contratación y formas extremas y continuas de represión a la lucha. En un contexto como éste, no se puede culpar a los trabajadores andaluces de no haber cogido los ferrocarriles de superficie –sindicatos, partidos, etc.- que tan útiles han sido para canalizar la lucha en otras latitudes. En nuestro país la precariedad y la necesidad han forjado una actitud de escepticismo radical hacia unos ferrocarriles que, en el contexto colonial, tienden a circular por las vías de los amos, y a ser pilotados con frecuencia por conductores comprados por los dueños de las vías.
Desde mi punto de vista, la izquierda andaluza puede y debe plantearse una agenda de trabajo que ponga en el centro los ferrocarriles subterráneos. Una estrategia que, sin ánimo de ser exhaustivo, podría empezar por plantearse las siguientes tareas:
Identificar los ferrocarriles subterráneos
La lucha de los andaluces no puede ser diseñada como una copia de lo que hacen en otros países. La lucha de los andaluces tiene que nutrirse de nuestra propia historia y de nuestros propios códigos. La buena noticia es que esa historia está repleta de experiencias provechosas: el pueblo andaluz carga en su espalda con una historia de lucha, compromiso y capacidad organizativa demostrada. Pero para captarla tenemos que mirarla con nuestras propias gafas. Solo cuando seamos capaces de hacerlo podremos aprovechar ese potencial. Un ejemplo al respecto: Andalucía cuenta con toda una tradición de símbolos, discursos y prácticas de lucha curtidas en el movimiento jornalero. Con demasiada frecuencia, ese capital político es despreciado y desperdiciado como algo obsoleto, que ya no serviría. ¿Pero acaso no son jornaleros tantos repartidores a domicilio, tantos camareros a demanda, tantas trabajadoras del servicio doméstico? ¿Por qué no rastrear esos métodos de lucha que siempre fueron periféricos en el capitalismo pero centrales en nuestra experiencia histórica?
No obsesionarse con ferrocarriles de superficie
Podemos ser éticamente injustos y estratégicamente muy torpes si descartamos el potencial transformador de la clase trabajadora andaluza por el hecho de que no se exprese en las formas estandarizadas que adopta la lucha en otros lugares. Cuando una sociedad padece una tasa de paro cercana al 20% y unos altos niveles de precariedad, sus condiciones objetivas no son las mismas que las de otra sociedad que roza el pleno empleo y puestos de trabajo de calidad superior. No solo es que exista un mayor “ejército de reserva” disponible para sustituir a los trabajadores rebeldes: es que iniciativas estandarizadas como la huelga se ven inmediatamente amenazadas tanto por formas directas de represión como por la debilidad estructural de las redes de apoyo en una sociedad más empobrecida. Esto no significa, por supuesto, que la izquierda andaluza tenga que renunciar a organizarse en partidos, sindicatos, huelgas y manifestaciones: significa que hay que entender que esos ferrocarriles no son tan asequibles a la gente como en otros lugares.
No reñir a quien no coge el ferrocarril de superficie
Si tomamos como referencia las formas estandarizadas de lucha en los enclaves centrales del capitalismo, los andaluces nos enfrentamos a dos problemas. El primero es que adoptamos una “perspectiva de carencia”: nos predisponemos a percibirnos como un pueblo defectuoso (que lucha poco, que piensa poco, que reacciona poco), desaprovechando todas las fuentes de lucha, pensamiento y reacción que fluye por otros canales menos estandarizados. El segundo es que somos injustos con una población que ni es esencialmente sumisa, ni es esencialmente pasiva ni tiene ninguna dificultad congénita para organizarse y luchar. Y esto, por desgracia, es demasiado frecuente en cierta izquierda que, a falta de autocrítica, riñe a la sociedad andaluza por no responder la llamada a la lucha en los términos que a esa izquierda le gustaría, y que son los términos de la izquierda de los enclaves centrales. Lo peor es que la sociedad andaluza puede llegar a cansarse de ser reñida y, sintiéndose incomprendida, refugiarse en una derecha siempre dispuesta a regalarle el oído con palabras mientras la humilla con sus acciones.
Los ferrocarriles subterráneos para entendernos y valorarnos
Mientras escribo estas palabras, leo acerca del informe sobre El mapa de fosas de la guerrilla antifranquista en Andalucía, elaborado por José Antonio Jiménez Cubero. Este estudio constata que hasta 227 localidades andaluzas albergan fosas usadas por los casi 2.300 guerrilleros que empuñaron las armas contra la dictadura franquista entre 1939 y 1952. En un país, Andalucía, donde la represión franquista alcanzó las cotas más altas con diferencia; en un país donde más de 700 fosas comunes albergan cerca de 50.000 cadáveres; en un país donde más de 50.000 republicanos tuvieron que exiliarse; en un país donde cerca de 100.000 personas fueron obligadas a trabajar como esclavos en más de cincuenta campos de concentración. En un país sometido a este nivel de violencia represiva, es demasiado injusto despachar la actitud de los supervivientes con etiquetas ligeras como el pasotismo o la despolitización. Incluso si hoy los niveles de conflictividad pueden ser aparentemente menores que en Cataluña o País Vasco; e incluso si eso se expresa formalmente como pasotismo o despolitización; tenemos que hacer análisis más rigurosos sobre las causas estructurales de esas actitudes. Eso significa descartar de antemano discursos que rayan en el supremacismo. Y me refiero expresamente a esos discursos tan socorridos a la hora de hablar sobre las periferias, y que interpretan el comportamiento político de sus habitantes en base al clima, las creencias religiosas o las formas de ocio, normalmente como sustitutos mal disimulados de la holgazanería o la incultura. Hay que terminar de exterminar esos tópicos, incluyendo en la limpieza las versiones pseudo-izquierdistas que nos construyen como “meros luchadores”. Digámoslo alto y claro: poca gente puede dar a los andaluces una lección de lucha. Solo necesitamos articular nuestra propia estrategia.
Conectar los ferrocarriles subterráneos con los ferrocarriles de superficie
Para la izquierda andaluza articular una estrategia propia entraña necesariamente rescatar la memoria de nuestros ferrocarriles subterráneos, identificando en cada caso su nivel de actualidad, sus vagones reutilizables y, por fin, usándolos para reconstruir un orgullo propio por nuestra identidad y nuestra memoria de lucha. Pero para eso también tenemos que cuidar cómo construimos nuestros partidos y sindicatos. Por continuar con la metáfora, diría que es crucial diseñar estos ferrocarriles de superficie para que conecten con los ferrocarriles subterráneos. Necesitamos urgentemente esas estaciones de transbordo: esas iniciativas en las que rescatar la memoria de las luchas andaluzas menos reconocidas y volcarlas en nuestras estructuras partidistas y sindicales. Porque si seguimos obsesionándonos con crear partidos y sindicatos según el modelo de los enclaves centrales, nos estaremos condenando a correr detrás de trenes que no podremos coger. Y estaremos dejando en el andén un potencial de lucha que no solo es tan valioso como cualquier otro: es el único que puede servir a Andalucía.
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