Opinión
El fin de una historia
Por Silvia Nanclares
«El día en que murió Stalin, salí al campo. Esperé a que ocurriera algo extraordinario, a que la naturaleza respondiera a la tragedia. Y nada. Ningún terremoto, ningún signo». Agota Kristoff cita estas palabras de Nureyev en La analfabeta, su suerte de autobiografía en forma de relatos encadenados. Analfabeta llegó ella a Suiza huyendo del régimen stalinista húngaro, cruzando a pie los montes, y fue su hija quien a través de los ejercicios de francés en el cole le enseñaría el idioma en el que después escribiría uno de las más lúcidas novelas del siglo XX: la trilogía de Claus y Lucas. Y tiene sentido. Uno de los mejores libros del siglo XX solo lo podía haber escrito una mujer migrada del este, una analfabeta, desde el corazón económico de Centroeuropa. Porque el lenguaje de la violencia, y el de la ficción, como demuestran los mismos Claus y Lucas, son universales. Ella misma salió al campo como Nureyev a buscar una señal de la naturaleza ante la muerte de Stalin. Ahora ya no necesitamos salir al campo a buscar señales para corroborar el fin del régimen extractivo turbocapitalista, porque las señales ya nos las manda la naturaleza por sí mismas. Leo que puede que en dos años no quede nieve en los polos y se me dispara el factor ecoansioso. Miro a mis hijos y el escalofrío se duplica. Ellos, criaturas contemporáneas que vinieron del frío, de la tecnología puntera, de los laboratorios de reproducción asistida, que han sido embriones congelados antes que personas, puede que no experimenten ya el frío tal y como lo conocimos. Todo muy distópico. ¿Y ahora qué?
Escribo estas líneas poniéndome el primer jersey justificado del año, a diez de diciembre. Bien. Trago. Respiro. La naturaleza manda sus señales, a modo de ventisca, a modo de riada, a modo de sequía. A modo de expresión salvaje, de puñetazo en la mesa. A ver si os enteráis de quién manda aquí. Cuenta Lea Ypi en Libre –otra novela deslumbrante, cuenta la transición entre regímenes en la Albania de los años 90– como tras la caída del comunismo unas palabras vinieron a desbancar a otras. «La señal más clara de la victoria sería la desaparición de los términos dictadura, proletariado, burguesía. Dejaron de formar parte de nuestro vocabulario. (...) El socialismo, la sociedad en la que vivíamos, desapareció. Solo quedo una palabra: libertad”. Ay, con qué puntería rima esa palabra con la sensación de cambio de régimen con el que parecemos afrontar 2025. El régimen de la libertad está por imponerse. Qué paradoja, ¿eh? El problema es que no hay recambio de sistema, porque lo que parece venir por el horizonte es el fascismo cuqui de la sociedad ya no líquida si no borrosa, desenfocada, y a la vez hiperrealista, sin metáforas, sin conceptos nuevos a los que agarrarse. Y el suelo, la tierra, se mueve bajo nuestros pies. Bramando.
Dice Gabriela Wiener al inicio de su última novela, Atusparia, narrando también la caída del Muro desde la burbuja marxista del colegio peruano pro soviético donde estudió ella y donde sitúa a su protagonista, que todas las adolescencias, no son otra cosa que puro deseo, y por tanto son enemigas de la revolución. Quizá sea la más capitalista de todas las edades, solo quiere satisfacerse, y quiere hacerlo ya. ¿Y qué revolución haremos si media humanidad está conceptualmente instalada en algo muy parecido a la tormenta hormonal de inmediatez que trae consigo la pubertad? Y me incluyo. Kristoff, Ypi, Wiener. Naturaleza, libertad, adolescencia. Busco retazos de estos relatos visionarios para hacerme un collar de esperanza al que agarrarme en estos “tiempos convulsos”, sintagma que de tan usado ya no dice nada. La convulsión ya fue. Ahora viene lo otro. ¿Pero qué es?
Imagino que el día de la primera victoria electoral de Trump alguien salió a correr a cielo abierto, a pedirle cuentas a los Apalaches o a las Montañas Rocosas. Y alguien más volvió a hacerlo con su segunda victoria del pasado supermartes de noviembre. El parque de Yellowstone se quedó mudo tal y como lo hicieron las tierras húngaras en 1953 cuando la adolescente Kristoff salió a pedirle cuentas a las montañas del norte de Hungría. Después de las caídas de los muros comunistas, Fukuyama vaticinó el final de la Historia y no fue verdad. Luego cayeron las Torres gemelas y alguien lo volvió a invocar, A Fukuyama, y al fin. Y tampoco fue verdad. La historia, como la naturaleza, es terca y siempre gana, siempre acaba sucediéndose, imponiéndose. Pero necesitamos relatos, relatos que nos cuenten cómo es eso de cambiar de régimen y no morir en la desesperanza. Me agarro, además de a la ficción, a manuales de guerrilla como Política del malestar, de Alicia Valdés, que nos anima a enfocar la estupefacción desde otro ángulo, invitándonos a descifrar cómo se construye la Realidad Política. Porque ese es exactamente el cambio de régimen ante el que estamos –lo sé, hablo desde una cómoda y caliente casa del Norte Global, otras muchas llevan décadas y quinquenios instaladas en arenas movedizas–. No será el fin de la historia pero sí de una historia. Un fin que nos anima a interrogarnos en términos psicológicos, ya que los términos materiales han dejado de ser una respuesta.
Por último, imagino a Margaret Atwood empezando a escribir El cuento de la criada como lo hizo. Sentada a una máquina de escribir en el Berlín occidental de 1983, en pleno declive de la Guerra Fría, atisbando en el aire los cambios por venir. Escribir El cuento de la criada fue un acto de esperanza, asegura siempre ella. Quién lo diría. Pero sí. Es una distopía que sacude, poniendo nombre a los monstruos que acechan listos para desvelarse y a los mecanismos psicológicos por los cuales se produce la imposición del régimen teocrático de Gilead. Me agarro a la idea de la creación y la lectura como acto de esperanza. A la posibilidad de entender las cosas desde otros planos para poder reventar el traje de lo indefectible por las costuras. O al menos hacerle un pequeño roto a través del que mirar. Para no morir bajo el pasmo del cambio por venir. La naturaleza ya ha dejado sus señales.
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