Opinión
Hay un mundo en el que Kamala Harris no sería una anomalía histórica
Por Silvia Nanclares
Si hay una imagen en el altar de las renuncias veraniegas como madre de hijos pequeños que soy es la de una chica que vi el otro día en un chiringuito. En la piscina municipal de un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme –para no ponerme a llorar de pena porque ya no estoy allí, hincaba los codos sobre el acero inoxidable adamascado de una mesa cuadrada –hale, ya sabéis cómo se llama esa superficie propia del terraceo–, como si quisiera proteger el espacio mental en que se hallaba, lejos de aquel bar, aquella piscina, aquel pueblo, aquel planeta. Con su edición de Dune, gorda y sobadísima, sin móvil a la vista y con un tinto de verano en vaso ancho, vagaba ella por Arrakis como la Venus de la lectura veraniega en que a mis ojos se acababa de convertir. Yo había llegado hasta el chiringuito persiguiendo a sentrañasmías: mis dos hijos de 3 y 6 años. Los llevo con unas camisetas de Decathlon que llevan su nombre y su edad impresa atrás, ya que son parte de la delegación olímpica de Correteo Estilo Libre y Lanzamiento Inopinado, dos disciplinas populares a estas edades. Mientras yo pagaba su helado diario de La Quindianita –esta marca me hace sentir menos madre pésima que Frigo–, y mis hijos ya habían huido a su siguiente prueba eliminatoria –quién sabe si hacia la carretera o al fondo de la piscina de mayores–, la Venus de Dune dejaba caer goterones de agua clorada desde su pelo a las páginas creando un alfabeto magnético de figuras evocadoras e inalcanzables.
La abandoné en su isla de la tranquilidad lectora como quien deja la tierra de su infancia para ir a hacer las Américas. Hacer las Américas, qué expresión, puro ADN colonial. Las Américas de la crianza. Que la educación no se hace sola y los helados de La Quindianita manchan una barbaridad. Sin poder resistirme y sin perder de vista el partido de dobles de lanzadores de agua –nada de pistolas, sentrañasmías no juegan con juguetes bélicos– del Tiger, me dispuse a buscar mi libro. Por suerte, estaban momentáneamente solos en la piscina pequeña, así que la cosa solo podía escalar a guerra civil, fratricida pero civil, lo que me dio chance para alargar el brazo desesperado hasta el fondo de mi bolso de Mary Poppins piscinero.
Entre las hebras de un plátano pisado y unos tapones de cera –de esos rositas inmundos envueltos en restos de algodón y otros restos orgánicos–, encontré mi ejemplar de Biografía de X, el último y magnífico libro de mi adorada Catherine Lacey, que había tenido la suerte de devorar antes de fin de curso en la colosal traducción de Núria Molines Lagarza (cuando lo leáis sabréis por qué no exagero). Sí, un libro leído, hasta subrayado. Porque yo en verano ya no ambiciono leer, solo releo. Pero no en plan pedante si no en plan fake. Me llevo de ‘vacaciones’ libros ya leídos durante el curso, sobados como el Dune de la Venus de la Lectura Veraniega, libros que me recuerdan que he leído, donde me puedo sumergir en párrafos marcados de los cuales tengo el contexto completo anterior y posterior. Así siento que leo, que mi mente se traslada momentáneamente a ese mundo paralelo más real que ningún otro griterío infantil de piscina –todos los mamás gritados de la piscina hablan de mí–. Ahí os dejo el truco: si no puedes leer en verano, relee, hija, que es como una puesta en escena del leer. Y un recordatorio del haber leído. Cuando empecé en su día lo último de Lacey pensé, sentí, aquí está pasando algo, esto es literatura. Al menos es algo literario que necesitamos ahora, que nos puede acompañar y guiar en estos tiempos desastrosos. Y, sobre todo, es algo que solo la novela nos puede ofrecer.
Biografía de X, que es muchas cosas, es sobre todo una ucronía donde la historia de los EEUU se ve trastocada desde el momento en que Emma Goldman se convierte en gobernadora de Illinois y jefa del gabinete del presidente Roosevelt, incorporando su agenda socialista al New Deal. De ahí en adelante, el mundo existente a partir de esos años de mandato es otro –con guerra reaccionaria y separatista incluida por parte de ciertos estados del Sur–. Un mundo donde, por ejemplo, la disidencia sexual deja de ser vista como tal ya que la heteronorma ha ido diluyéndose paulatinamente gracias a las políticas implementadas por Goldman. Mientras, en el otro mundo, el escindido después de la guerra, se levanta un muro muy parecido al del Gilead de El cuento de la criada, y es de allí de donde escapará la protagonista, en cuyo viaje irá asumiendo un montón de identidades hasta convertirse en X, una célebre y multifacética artista, enigmática, impenetrable, sobre quien su viuda trata denodadamente de escribir una biografía. De hecho, el libro de Lacey es en sí una imposibilidad biográfica monumental, un desafío irónico a esa imaginación literaria contemporánea consumida por lo autobiográfico –como le pasa a esta columna, llena de churretes y de agobios cotidianos–. Lacey tardó ocho años en componer tamaña empresa literaria, y es que, claro, escribir desde los avatares de una misma está más al alcance de la mano y de todos los bolsillos que construir una ucronía desde los cimientos. Doy por hecho que Lacey es una childless cat lady –mujer sin hijos y con gatos– como esas que aborrecen JD Vance y Trump, mujeres capaces de construir otros mundos al contravenir nuestro mandato original. Como podría serlo Kamala –o así queremos creerlo, aunque sea solo porque vaya a ser capaz de antagonizar de aquí a noviembre con Trump–. Y como lo fue Emma Goldman, quien adoraba a los críos, de hecho, se formaría y trabajaría como matrona sin dejar nunca de lado su activismo. Aunque para poder ser todas esas Emmas, también renunciaría políticamente a la maternidad, gracias, por cierto, al luchado y salutífero control de natalidad. Y sí, por descontado, a la calificada por el FBI como ‘mujer más peligrosa de América’ también la presuponemos rodeada de gatos.
Si según el juego de Biografía de X, Emma Goldman transforma el devenir histórico de los EEUU en mi ucronía específica, y yo leo novelas gordas de ciencia ficción sobre una mesa de terraza. De momento solo alcanzo a leer entero el envoltorio del helado que mi hijo me ha estampado en la mano –toda madre adquiere en un momento dado trazas de papelera–: Coco, Guanábana, Mora, Lulo, Maracuyá, Mango Verde, Dulce de Leche, Lúcuma, Tamarindo, Ron con Pasas. Me deleito en el listado de sabores de La Quindianita como si recitara un texto de poesía concreta. El tiempo se detiene por un momento, los chorros inopinados de las pistolas no acabarán en pelea, el sol no les quemará los hombros, el hambre y el sueño no les sacará de sus casillas en un rato. Y yo me podré perder pronto –tal vez esta noche mismo, cuando se duerman, si no caigo yo también–de nuevo en esas coordenadas de tiempo y espacio paralelo que propone la novela. Esta novela. Seré la Venus de la Lectura Veraniega en versión chamuscada por la exposición solar. O al menos y de momento, seré el tiempo devorado por sus hijos que recita por lo bajinis como un mantra: Coco, Guanábana, Mora, Lulo, Maracuyá…
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