Opinión
Antes todo esto era Internet
Por Silvia Nanclares
-Actualizado a
En estos días de éxodo masivo de Twitter –sí, nunca la llamaremos X y menos ahora, porque, ¿para qué? –, he sentido por fin la orfandad. Dejar de sentir pertenencia es algo que no sé si nos podemos permitir en estos días. Tal vez apostamos mal en qué sitios construir o integrarnos en una comunidad. Se nos rompió Twitter, de tanto olvidarnos que nunca fue nuestro. Trato de concentrarme en la solución posible pero la migración hacía Bluesky me pilla mayor. Me siento cansada –y a la vez estoy obligada, en parte por mi trabajo– para abrazarla con entusiasmo y empezar de cero en otra red, como los usuarios de Vine hicieron al mudarse a Tik Tok: cambiarse de casa juntas para ver de la mano la caída de la anterior. Y demasiado apegada a lo que significó Twitter en mi vida como para abandonarla como hicimos con Facebook, con la alegría de la independencia de la mayoría de edad, hasta hacer que pareciera un parque de atracciones abandonado de los setenta. Cuidado con su revival porque también vendrá. En realidad parece que me río pero estoy triste y más sola. Triste como con T de orfandad, sola con D de duelo.
Justo estos días leía una columna demencial y mientras la leía fantaseaba en paralelo con las risas y los análisis, el puro hate también, que se debían estar cociendo en mi parte de Twitter. Fui para allá como si fuera 2020, y no, allí no pasaba nada. Solo encontré comentarios laudatorios de este personaje y su columna. Mi grupo de amigos ya no estaba allí. Y si yo bajaba a jugar, no me encontraría a nadie. Me acordé entonces del Polígono 38.
El Polígono 38 era una zona gris –si no me diera corte diría liminal– que hubo hasta mediados de los ochenta a la entrada de Moratalaz, mi barrio. Una sucesión de descampados, una tierra completamente por hacer junto a la M-30. En aquellos terrenos pasaban cosas fuera del nuevo orden mundial, como en la canción de Caetano Veloso. En Navidades ponían los cacharritos, se hacían eventos tipo carreras populares, se plantaba una churrería ambulante a la que íbamos en peregrinaje y hasta había una parroquia prefabricada a quien alguien muy ingenioso había colocado una escalerilla de avión para poder acceder: la parroquia del avión, la llamaban. La gente lavaba sus coches y los yonkis buscaban sus recovecos de intimidad. A veces cruzaban rebaños de ovejas y los niños clavábamos ¡destornilladores! en recuadros dibujados sobre el barro en el punto justo de dureza para jugar “a la lima”. En medio de todo ese caos humano tan poco civilizado, había una boca de metro. Nos preguntábamos qué hacía allí, era como un pulpo en un garaje de aquel no-lugar amplio, esas ruinas de la ciudad. Allí íbamos a hacer salvajadas, es decir, a no ser lo que se era en las otras zonas ya asfaltadas, ordenadas, estructuradas del barrio. Dentro de lo embarrado que estaba todo aquello era un espacio de libertad. En un momento dado, el Ayuntamiento barajó la posibilidad de aglutinar en aquel polígono todo los recursos públicos de los que adolecía el barrio: colegios, guarderías, otro ambulatorio, instalaciones deportivas, bibliotecas. En vez de eso se hicieron más casas y un Alcampo. Aquel centro comercial lo transformó todo. Descubrimos que podíamos pasar la tarde en un sitio caliente, robar insignificancias o comer sin pagar entre los lineales de patatas fritas pasó a ser nuestro juego favorito, gracias al cual conocimos la existencia de la seguridad privada. Unos tipos de uniforme con el logo de una empresa podían meterte en un cuartito e intimidarte a costa de un pintauñas que se te había olvidado pagar. La solitaria boca de metro cobró entonces un sentido. ¿Y si ese plan siempre había estado allí y solo había sido cuestión de tiempo?
A pesar de todos los indicios que prácticamente desde el primer día estuvieron allí, un día decidimos acampar en Twitter hasta echar raíces. Ahora a nosotras también nos han privatizado el campo de juegos –en términos zeitgeist, la conversación–. Seguir allí es como pasear por un barrio gentrificado. De vez en cuando te encuentras a algún amigo, quedan sitios interesantes, pero la totalidad del ambiente es hostil. Y los habitantes que se han quedado con el barrio no te gustan, porque tú tampoco les gustas a ellos. Ya no existe más la red social a la que dedicamos más de una década de vida (glups!), para la que hemos trabajado duro diariamente como imbéciles perfeccionando un algoritmo privatizado –disculpas por el epíteto– pero donde también donde creímos hacer pequeñas revoluciones (ilusas), muchas campañas de acción ciudadana, donde hicimos amistades y vivimos momentos de memética colectiva y descacharrante, de dónde nos nutríamos para no pensar solo lo que pensábamos o dónde nos hicimos fuertes en nuestras cámaras de eco, a donde bajábamos a jugar esperando dar y recibir interacciones –e insultos, porque todo esto pasaba a la vez–, donde podíamos amplificar voces sistemáticamente acalladas. Pienso en el activismo por la visibilidad de Palestina como último uso digno, y sofocado, claro, de esta red antes conocida como Twitter, como el canto definitivo del cisne.
Pocas veces sabemos quién es el dueño del terreno que pisamos. Muchas otras, creemos pisar suelo público cuando lo que hacemos es pisar suelo potencialmente privatizable, susceptible de ser recalificado. A nosotras nos han recalificado la comunidad. Y quizá, hasta nos está bien empleado por confiar en quienes nunca velarían por la raíces y el suelo, o por no mudarnos antes de tiempo a un espacio horizontal y neutral. Mira que nuestro amigos hackers nos avisaron. ¿Pero quién quería quedarse ahí fuera? Estábamos demasiado enviciadas con las nuevas luces del Alcampo, con la cantidad de tipos de chocolatinas existentes en el mercado, con el calor. Ahora la calefacción es artificial, asfixiante y hostil. Queremos volver a correr por los descampados aunque nos hayan arrancado de cuajo los árboles. No sé si nos veremos bajo el cielo azul. Dejemos un momento al duelo.
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