Opinión
España rural
Por Rafael Cabanillas Saldaña
Escritor. Autor de 'Quercus' y 'Enjambre' y 'Valhondo'
A los españoles nos gusta mucho hablar. Tanto, que nos hemos convertido en unos especialistas en semántica. Así, antes de abordar la solución de un problema, lo primero que hacemos es ponerle muchos nombres. Al problema, no a la solución. Por lo que no es de extrañar que se diga que se nos va la fuerza por la boca. La fuerza y la inteligencia. Hasta el punto, de que solo por elegir una denominación se monta un cisma. Una bronca que te lleva a las manos, a insultos e incluso a los tribunales de justicia.
Para el tremendo problema de la despoblación, un asunto demasiado serio como para que el mayor avance en su erradicación sea en el área lingüística, concretamente el de la sinonimia, hemos inventado: España vacía, España vaciada, España abandonada, España olvidada, España despoblada, España silenciada, España ignorada, España alejada, España resignada.
Y no digo yo, como me explica un verdadero experto en la materia, es decir, un vecino de una de esas aldeas, jamás escuchado ni llamado a comisión alguna, que cada uno de estos calificativos no sea cierto. Pues cada acepción es diferente y contiene una buena carga significativa. Una carga dañina. Las palabras no engañan nunca. Engaña el que las pronuncia.
Nuestros representantes políticos, los gobernantes que diría mi amigo, que no son más que el reflejo de nuestra sociedad, por tanto una muestra de nosotros mismos, tan buenos o malos como tú y como yo, son los que se encargan de convertir la citada riqueza léxica en escritura. En leyes. Que, aunque no se cumplan, ahí quedan muy hermosas sobre el papel: derecho a una vivienda digna, derecho a la salud y a la educación, derecho a un trabajo con “una remuneración suficiente para satisfacer tus necesidades y las de tu familia” (Art. 35 de la Constitución).
O sea, el pueblo habla – en los bares mayormente, excepto en los pequeños municipios donde los han cerrado todos y solo hablan en la plaza si el tiempo no lo impide – y las autoridades escriben.
De esta forma, por su oficio, para solucionar un problema, lo primero que hacen es crear una Comisión. La Comisión para la Lucha contra la Despoblación, pongamos por caso. Siempre con unas vistosas siglas: CLD. En la que se inscriben los distintos miembros, eligiendo cargos que la coordinen – presidentes, vicepresidentes, vocales, adjuntos y secretarios – y que supondrá un pingüe aumento de sus dietas y salarios.
La primera decisión que toma siempre una Comisión, en este caso la CLD, es crear varias Subcomisiones (SLD), para dividir – trocear o trinchar diría mi paisano – el asunto. Basados en el erudito y juicioso criterio de que troceando un gran problema, queda reducido de inmediato a problemillas pequeños.
Emulando la sabiduría del pueblo hablador, las Subcomisiones pueden versar sobre ese mismo contenido: vacía, vaciada, abandonada, silenciada, olvidada, ignorada, alejada, resignada. Y hacer una tesis doctoral de cada uno de estos conceptos. Para dilucidar, de una vez por todas, si son galgos o podencos.
El objetivo último de la Comisión y las Subcomisiones es emitir sus amplios y sesudos informes. Para lo cual, se invitará a expertos en la materia. Preferentemente de lejos. Incluso del extranjero, ya que, a mayor distancia, mejor experto, pues lo local es de paletos. Si consigues traer a alguien de Canadá, la China o Japón, el éxito será completo.
Reunidos todos los informes en un memorándum de grosor respetable, los presidentes lo van elevando jerárquicamente hasta que le llega al delegado, luego al director general, que se lo pasa al subsecretario, este al secretario que, tras estudiarlo concienzudamente, informa y da traslado al jefe de gabinete y, con suerte, tras muchos filtros asesores, quizás llegue a la máxima autoridad, que, al estar muy ocupado en los "asuntos del día y no en los del futuro", le dará carpetazo.
Desde que la Comisión echa a rodar, se aprueba su presupuesto, se ubica, se constituye, se reparten los cargos, se crean las Subcomisiones, se nombran los otros nuevos cargos, acuden los expertos con sus estudios e investigaciones... han pasado dos años. Si fuera un enfermo terminal, ya estaría muerto. De hecho, y sin metáforas, es un enfermo agonizante y va a morir muy pronto.
Y abro un paréntesis para que nadie se confunda con este relato, que no va en contra de la política. Ni de sus ejecutores. Todo lo contrario. Este escrito reivindica la política, la política con mayúsculas, más necesaria que nunca. Vital ante este terrible movimiento planetario, que también afecta de manera muy especial a España y a Europa, que ataca directamente a la democracia, intentando desregular todo, privatizar todo, acabar con lo público y con los controles institucionales – la antipolítica –, para cometer todo tipo de tropelías y desmanes a favor del dios mercado. Para seguir cronificando y aumentando las desigualdades e injusticias. Si alguien quiere apropiarse de este artículo, confundido porque defiendo el mundo rural, a los ganaderos y pequeños agricultores, le pido que aparte sus sucias manos de mis palabras. Sucias de tanto sobar a los poderosos y engañar y manipular, fingiendo que les apoyan, a los más débiles y desgraciados. Hecha esta aclaración, continuamos.
Mi paisano, de nombre Heraclio – tan cercano al Heráclito griego, en paciencia y entendimiento, “todo fluye”... menos esto – es un hombre rudo, pero no tonto, que ya está harto. Cansado y harto. Acaba de vender sus últimas cabras, dejando colgados de la rama de un acebo su zurrón, su cayado, su oficio de pastor... y sus sueños. Ya no puede más. Su estoicismo y su resignación le han salido rana y no quiere que le sigan mintiendo. Pues, según él, en España hay dos categorías de ciudadanos, aunque ambos paguen los mismos impuestos: los urbanitas y los de los pueblos. Ciudadanos de primera y de segunda. Idénticos impuestos, pero unos reciben todos los servicios y otros nada. O lo que reciben te cuesta conseguirlo el doble o el triple de pasta. – ¿A ver por qué? –, vocea, clamando con los brazos al cielo. Indignado. Decepcionado. Suplicando: – ¡Que alguien haga algo, por favor! ¡Antes de que sea demasiado tarde! – Y al momento, inicia un largo monólogo que le sale del alma, con la vista puesta en el collado del Mulero:
– Vivir en esta aldea que no supera los 300 habitantes, supone que tus hijos, de once y doce años, se monten en un autobús a las 7:45 h. para llegar al instituto una hora más tarde, recorriendo una estrecha carretera de baches y curvas infernales, para regresar sin haber comido a las 4 de la tarde. Si el alumno es de bachiller, el instituto que le corresponde es otro y está aún más lejos, a 72 km, y no lo cubre el transporte escolar por no ser enseñanza obligatoria. Lo tienen que llevar el padre o la madre – ¿y si no disponen de coche qué? – y dejar a la criatura todavía de noche en un cruce, a esperar que pase el autobús de línea, la Samar, que tarda una eternidad. ¿Así quieren que prosperemos?
Vivir aquí es morir, pues si te ocurre algo grave, el hospital al que debes acudir está a 100 km de distancia. Aunque mejor morir de golpe, de un berrinche, que no lentamente que es como nos estamos muriendo.
Vivir aquí es emplear media vida en desplazamientos, asumiendo tú los costes, cuando al resto de españoles no les cuesta un duro. ¡Anda que tienen un detalle fiscal con nosotros, una exención, alguna ayuda, un gesto! Cualquier cita médica supone echar el día, pagando coche, gasolina y comida. Lo mismo que para cualquier papel, cualquier gestión que necesites, por simple que sea, pierdes un día entero, con el agravio no sólo de no ganar el jornal, sino el añadido ya insoportable de tanto desembolso y estipendio. Mucho avance, muchos ordenadores, mucha inteligencia artificial, pero aquí seguimos como siempre… en la Prehistoria.
Vivir aquí es abandonar tu oficio, y el de tus ancestros, quitando las cabras porque el camión cisterna que recoge la leche dice que ya no vendrá más, pues no le sale rentable desplazarse tan lejos por esas sierras. Pero tampoco te dejan hacer quesos, porque los requerimientos de la administración – sala de ordeño alicatada hasta el techo, medidas higiénicas de un quirófano – son tan rigurosos que mejor tirar la leche por el albañal, no vayas a recibir una multa que te cruja los huesos.
Vivir aquí es abandonar a la fuerza la actividad agrícola y ganadera tradicional, por no poder competir con la gran industria de semillas, fertilizantes y granjas intensivas, que nos hunden los precios y nos fuerzan a dejar los campos de erial. Pasto para las llamas. La ruina que nos expulsa de nuestras tierras. ¿Sabes por qué? Porque los de la PAC de Europa están vendidos a esa industria. Conchabaos. Esos lobos o lobbys que les dicen, comprando votos y voluntades. Para favorecer sus negocios e intereses. Los suyos y los de los grandes terratenientes, los ricachones dueños de fincas, nunca los de los humildes agricultores como nosotros.
Vivir aquí es no disponer de un espacio de ocio, ni siquiera un bar donde tomarte un botellín y charlar un rato. Fíjate si la enfermedad va deprisa, que hace veinte años había seis bares en el pueblo y ahora ninguno. Ir a un cine, a un teatro, a un concierto, a una discoteca... a la capital, te supone pagar la entrada y los 50 € del coste de desplazamiento. Ida y vuelta. A deshoras. Mejor no ir. Mejor te quedas y te entretienes rajando y guisando unas aceitunas con tomillo y romero o escardando malas hierbas del huerto.
Vivir aquí es pagar los productos más caros en la única tienda del pueblo. Y más vale que sigas comprando en ella para que no la cierren. Y, sin comestibles, te quedes tieso. De bancos, el más cercano a 30 kms, hablamos luego: ¿Acaso no nos merecemos ni siquiera un cajero? ¿O es que nuestros dineros valen menos? ¡La madre que parió a todos los banqueros!
Vivir aquí es no poder comprar por internet. Pues aunque pone que el envío es gratuito, cuando escribes el código postal… ¡Zas! te añade, te clava, 90 €.
Vivir aquí es tener mala cobertura telefónica, que a veces se va y no vuelve en dos o tres días. Igual que la luz, que te deja a oscuras en cuanto cae un chaparrón. Y si es tormenta de nieve, date por aislado sin que nadie se acuerde de que existes. Te pones a ver la final de un partido de fútbol, se va la corriente y, cuando vuelve, ya no sabes si España ha ganado o ha perdido, porque solo quedan los anuncios. Por eso me río de los que no se quitan de la boca la palabra "emprendimiento". ¿Qué vas a emprender aquí? Si el negocio que inicies depende de tecnologías y comunicaciones... date por jodido.
Vivir aquí es ver cómo tus hijos se marchan para no volver. ¿Para qué se van a quedar si no tendrán de qué comer? Vivir aquí es ir echando cuentas de todos los que se fueron. Reconocer con amargura que los que vais quedando, cuatro viejos, pronto se contarán con los dedos de las manos. Sin esperanza. Sin remedio.
Y a pesar de todo y siguiendo el dictado de tu corazón noble y bueno, vivir aquí es amar la tierra, respetarla, mantener el campo virgen, limpio, esplendoroso. Descorchar los alcornoques, guiar las encinas y los quejigos, arrancar con el calabuezo unas jaras para ahuyentar el incendio, enjambrar o castrar las colmenas extrayendo esos torteles chorreantes de miel, limpiar el manantial de la fuente de las Chinas para que corra el agua cristalina, alimentar a ese burro antes de que la especie se extinga. Luchar por mantener un modelo de vida que no queremos que el falso y desquiciante progreso nos robe.
Cuidar de este paraíso, de su naturaleza, de sus costumbres y su cultura, para que cuando vengan los de la ciudad, limpios de polvo y paja, digan:
– ¡Qué maravilla de pueblo, qué campo, cuánta belleza! –, mientras tú te tragas las lágrimas para no morirte de rabia y tristeza.
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