Opinión
La toxicidad de 'Love Actually'
Por Juan Roures
Periodista y escritor
Años después de su estreno, Love Actually se mantiene como una de las películas navideñas más populares en España, hasta el punto de volver a los cines y estar disponible en Filmin, Netflix, Prime y Tivify. También puede alquilarse o comprarse digitalmente y hasta poseerse en Blu-ray. Como el amor de su eslogan, esta película está en todas partes.
Pero ¿está realmente el amor en todas partes en Love Actually? A primera vista sí, pues no solo abarca el romántico, sino también el que une a padres e hijos, a amigos, a hermanos… y hasta a una estrella del rock y su mánager. Sin embargo, basta fijarse en el cartel para comprobar que todos los protagonistas son blancos, esbeltos y, con permiso de Rowan Atkinson, convencionalmente atractivos. Tampoco hay nadie LGTBIQA+. Durante años, quité hierro al asunto, entendiendo que 2003 era un tiempo muy diferente, aunque parezca ayer. Pero estas vacaciones he vuelto a verla, y resulta que la falta de diversidad es lo de menos.
Que conste que lo paso bien con Love Actually. Muy bien, de hecho. Por su carismático reparto, su ágil montaje y su incansable humor. Por los innumerables temazos de su banda sonora. No pretendo cancelarla, ni mucho menos cuestionar a sus fans. Pero hay elementos que vale la pena tener en cuenta, por lo que dicen no tanto de la película, sino de cuánto hemos cambiado (para bien).
¿Os habéis parado a pensar en las edades de los protagonistas? Colin Firth y Hugh Grant tenían 42 años en el momento del rodaje, mientras que Lúcia Moniz y Martine McCutcheon, sus intereses románticos, acababan de cumplir los 26. Alan Rickman, que en paz descanse, sacaba 25 años a su amante (Heike Makatsch) y 13 a su esposa (Emma Thompson, a quien llorar al son de Joni Mitchell valió una merecida nominación al BAFTA). En los tres casos, hablamos encima de flirteos entre jefes y subordinadas, impulsados por el talante descarado de ellas, que se ofrecen como regalos. “Siempre he sido tuya”, expresan todas, de un modo u otro.
Liam Neeson, de 50 años, acaba de enviudar, pero encuentra consuelo en los brazos de la supermodelo Claudia Schiffer, de 32. Keira Knightley era menor de edad al casarse con el veinteañero Chiwetel Ejiofor (el único personaje racializado, aunque apenas llega a personaje). Pero es que Andrew Lincoln, que atesoraba una grabación de primeros planos de la boda (solo de ella, pese a que su amigo era él), rozaba la treintena cuando se presentó en su casa para declararse con cartelitos. Todos empatizamos con el amor no correspondido, pero, seamos sinceros, la iniciativa es egoísta y espeluznante, además de absurda (¡¿qué habría pasado si hubiera abierto la puerta él y no ella?!). Lo mismo puede decirse de la decisión del niño (Thomas Brodie-Sangster) de hacerse percusionista para conquistar a la chica más popular del colegio (Olivia Olson), que no sabe ni quién es, y perseguirla por el aeropuerto (saltándose todas las medidas de seguridad imaginables a pesar de que el guion arranca con el 11S).
El romance entre los dos dobles de cuerpo (Martin Freeman, futuro hobbit, y Joanna Page) es el único que no resulta inapropiado, quizá porque se busca el contraste entre su profesión y su candidez. Él le saca seis años, eso sí, pero es que en Love Actually solo hay una pareja donde la mujer es mayor que el hombre: la de Laura Linney y Rodrigo Santoro, que por supuesto se quedan a dos velas porque la primera debe cuidar de su hermano (Michael Fitzgerald), el único personaje con discapacidad, presentado en todo momento como una carga, sin un atisbo de esperanza. Es más, su encuentro en el hospital psiquiátrico no podría ser más deprimente, quedando ambos relegados a los márgenes de la sociedad, a los márgenes del deseo.
Kris Marshall, en cambio, seduce a cuatro jovencitas sexis (incluyendo a January Jones, que saltaría a la fama con Mad Men) en cuanto llega a Wisconsin, y eso que su actitud se antoja grimosa. Es joven, es blanco, es cishetero: qué más se puede pedir. Lo de retratar Estados Unidos así en contraposición al casto Reino Unido no deja de ser xenófobo, sobre todo cuando su presidente (Billy Bob Thornton) ha sido previamente presentado como un acosador sexual. Pero no vamos a rasgarnos las vestiduras por ese país. Sí ofende la visión arcaica que se da de Portugal, tan exagerada que despertaría ternura de no ser por las numerosas bromas que proliferan a costa de Carla Vasconcelos, a quien su propio padre cinematográfico (Helder Costa) llega a apodar “Miss Manteca 2003”.
Llegamos así a otro de los agravios de Love Actually: la gordofobia. No es solo que todos los protagonistas estén delgados, sino que los pocos secundarios que se salen de la norma son ridiculizados. Sí, también el entrañable Gregor Fisher, a quien Bill Nighy tacha de repulsivo una y otra vez (vale, esa historia tiene mucha gracia y al final sorprende, pero su desarrollo es el que es). Y, cómo no, las pocas mujeres que no parecen alfileres se sienten inseguras en sus propios cuerpos y son juzgadas… ¡por otras mujeres! Tremendo.
Verdaderamente, Love Actually no hace una a derechas. O a izquierdas, según se mire. Hay tiempo hasta para una broma tránsfoba. Pero en su día la mayoría nos la comimos con patatas, sin ser conscientes de nada de esto. Porque estábamos acostumbrados. Porque así era el mundo que habitábamos. Y lo cierto es que ninguno de los detalles analizados me escandaliza; el problema radica en el conjunto.
A pesar de todo, no descarto rever Love Actually las próximas Navidades. Porque me sigue emocionando. Porque me quedo con lo bueno. Y en eso consiste el amor, ¿no? En anteponer las virtudes a los defectos. O quizá, como sus personajes, he acabado en una relación tóxica. Con una película machista, homófoba, racista, xenófoba, edadista, gordófoba, capacitista y tránsfoba. Pero, al menos, soy consciente de ello.
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