Opinión
La desobediencia civil y el Tribunal Supremo: un termómetro del estado de salud de nuestro sistema
Por Daniel Amelang López
Actualizado a
“La desobediencia civil puede ser concebida como un método legítimo de disidencia frente al Estado, debiendo ser admitida tal forma de pensamiento e ideología en el seno de una sociedad democrática”.
Quizás les sorprenda saber que esta frase fue formulada por el Tribunal Supremo en una sentencia del año 2009. Hoy, diez años después, Jordi Cuixart se encuentra defendiendo el ejercicio de la desobediencia civil en la misma sede en que se redactó.
Preguntado por el Fiscal si conocía la suspensión de la Ley del Referéndum por parte del Tribunal Constitucional, Cuixart ha respondido que “ante este dilema de la suspensión del Tribunal Constitucional o el ejercicio de derechos fundamentales, actuamos, bajo la no violencia, mediante desobediencia civil frente a una ley de que considera injusta, como en el caso de los insumisos o la desobediencia civil en Estados Unidos sobre segregación racial. Si no, aún habría segregación en Estados Unidos o las mujeres no podrían votar”.
¿A qué se refiere exactamente con esto de la desobediencia civil? El filósofo John Rawls (liberal, por cierto) defiende en su artículo Justificación de la Desobediencia Civil la importancia de esta herramienta, a la que define como un “acto público no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. En idéntico sentido, Cuixart ha descrito esta práctica ante la Sala de la siguiente manera: “la desobediencia civil no va contra el ordenamiento jurídico, sino contra lo que considera injusto y siempre con no violencia”.
Por definición, esta desobediencia implica necesariamente la violación de una ley y la asunción de la responsabilidad penal o administrativa que ello implica. Asumir las consecuencias legales de la acción supone pagar un precio por convencer a la sociedad de la justicia de sus actos y, en consecuencia, de la injusticia de la resolución que se estaba desobedeciendo (en el caso de Cuixart, se estaría combatiendo la decisión de suspender Ley del Referéndum).
Los positivistas jurídicos más estrictos defienden a ultranza la literalidad de la Ley sin más matices e interpretaciones. En consecuencia, sólo cabría imponer una pena o sanción por vulnerarla. Pero pensadores como José Antonio Estévez Araujo (La Constitución como Proceso y la Desobediencia Civil, 1994), catedrático de Filosofía del Derecho, opinan que la desobediencia civil se puede ver amparada en el ejercicio de tres derechos fundamentales: la libertad de conciencia (desde un punto de vista moral, se combate una ley injusta), la libertad de expresión (al realizar una acción de denuncia) y la participación política (con su acción, se busca mejorar la Ley).
Desde esta perspectiva se legitiman formas de protesta que, aunque formalmente ilegales, expresan un respeto al espíritu de la ley, es decir, a la intencionalidad con la que ésta se aprobó, por lo que su acción no se violan los fines de una Constitución democrática desde un punto de vista de justicia.
Hannah Arendt (1970), por su parte, entiende que la desobediencia civil es la manifestación más extrema del derecho que tienen los miembros de una comunidad a asociarse para protestar una decisión y que su origen nace del pacto social fundacional del Estado, que no priva a las personas de la posibilidad de participar en la vida política.
La finalidad última de la desobediencia civil pacífica es intentar forzar al poder judicial a dar la razón a quienes la ejercen y a que se implemente una nueva interpretación jurídica de la norma que cuestionan, siempre en base a los principios recogidos en la Carta Magna. Es decir, con la acción de desobedecer se cuestiona el ajuste a la Constitución de una resolución, con la intención de generar un debate jurídico, político y social para que lo que se está impugnando finalmente se declare inconstitucional. Por ello, Estévez Araujo explica que la Constitución es un proceso constante y no una norma escrita en piedra.
Ahora bien, ¿qué ocurre con un acusado si el tiempo le acaba dando la razón y la norma contra la que combatía se declara inconstitucional? La clave, para mí, se resume a la perfección en el esclarecedor artículo ¿Qué es la desobediencia civil? Una mirada jurídica, escrito por José Mateos Rodríguez (profesor asociado de Derecho Constitucional en la Universidad de Murcia) en El Salto:
“Entendemos que, si la ley es finalmente declarada inconstitucional, el desobediente civil debe quedar libre de responsabilidad penal, siempre y cuando no haya practicado la violencia, pues se ha limitado a desobedecer una ley que, por su inconstitucionalidad, nunca debió existir. En los casos de desobediencia civil violenta, consideramos que sólo procedería exención de responsabilidad penal si la violencia se ciñó a una estricta autodefensa, esto es, a protegerse del uso abusivo de la fuerza contra el desobediente civil por parte de los agentes de policía, limitándose exclusivamente a detener la agresión.
Esta exención de responsabilidad penal se produciría por aplicación del artículo 20.7 del Código Penal, que impide condenar a quien cometa un acto que resulte ilícito en abstracto cuando actúe “en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”, lo cual justifica los actos de desobediencia civil contra una ley que contradiga los derechos reconocidos en la Constitución. Siendo deber de todo ciudadano garantizar los derechos constitucionalmente reconocidos, quien luche contra una ley que los viole estará cumpliendo un deber y, a la vez, ejerciendo sus derechos fundamentales.
También podría ampararse la exención de responsabilidad penal por “estado de necesidad” prevista en el artículo 20.5 del Código Penal. Este artículo ampara a quien “para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1. Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar; 2. Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto; 3. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse”.
Aquí nos encontraríamos, en palabras de María José Falcón y Tella, ante un “estado de necesidad moral”, es decir, un imperativo moral que impide estar quieto a quien practica la desobediencia civil, y le obliga a luchar por los derechos de los demás”.
¿Y si los tribunales no le dan la razón y la norma se declara constitucional? María José Falcón y Tella propone en su Desobediencia Civil (2000) una serie de eximentes o atenuantes, como lo son la figura del error vencible o la atenuante de confesión.
Y, añade José Mateos Rodríguez, que “finalmente, a la hora de castigar la desobediencia civil siempre deberá tenerse en cuenta la doctrina del efecto desaliento. Esta doctrina, admitida por el Tribunal Constitucional, viene a decir que si un ciudadano se excede en el ejercicio de un derecho fundamental, la sanción que sufra por ello siempre deberá ser comedida y limitada.
La razón es que, si los ciudadanos sufren castigos desproporcionados por extralimitarse en el ejercicio de un derecho fundamental (como la libertad de expresión), en el futuro temerán volver a usarlo por miedo a sufrir una sanción demoledora y, muy posiblemente, dejarán de ejercer sus derechos por el citado clima de miedo (ya que, en muchos casos, es difícil determinar dónde está la línea roja que separa el legítimo ejercicio de un derecho fundamental y la extralimitación en el mismo)”.
Dicho todo esto, debe quedar meridianamente claro que si bien la desobediencia civil implica la asunción de la responsabilidad en la que se incurre, esto jamás debe traducirse en la aceptación de un castigo superior al provocado. Cuando Jordi Cuixart asumió adherirse a una campaña de desobediencia civil, nunca lo hizo considerando que incurría en un delito de rebelión.
La rebelión, recordemos, consiste en hacer uso de una violencia armada, insoportable y de una gran virulencia, todo ello con la intención de suspender o derogar la Constitución. Tal y como expliqué hace unos días en un artículo titulado Esa rebelión de la que usted me habla, la acusación resulta desproporcionada, pues ni se puede hablar de violencia, ni de rebelión, ni de sedición, ni de ataques a la Constitución. Muy al contrario, la defensa de Cuixart se ha basado en el libre ejercicio de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos (principalmente, los de reunión, manifestación y libertad de expresión) y no en el intento de anular la Carta Magna.
Las preguntas de la Fiscalía en el día de hoy han reflejado una visión del mundo y de los derechos fundamentales muy distinta a la que ostenta Cuixart. Le han preguntado por el sentido de sus tuits , por páginas web, por campañas mediáticas, por si conocía que las manifestaciones se deben comunicar a Delegación de Gobierno con anterioridad a su celebración, si conoce el plazo concreto), si los guardias civiles que actuaron el 20-S pudieron salir a comer o si tuvieron que encargar bocadillos, etc. En diversos momentos, la posible violencia parecía una cuestión menor o secundaria en detalle.
Quizás el momento más surrealista se ha dado cuando el Fiscal le ha preguntado a Cuixart por un tuit que escribió el 20 de septiembre de 2017, pidiendo aislar a los elementos violentos de las manifestaciones. Con su interrogante, buscó responsabilizarle de los posibles altercados violentos que pudieran acaecer. Se trata de una criminalización directa del ejercicio de los derechos fundamentales, incluso cuando se procura que no sucedan actos de violencia. La tesis de la Fiscalía, en este caso, sería que si buscamos prevenir los desórdenes en las vías durante un acto público, significa que asumimos que éstos pueden suceder, por lo que por consiguiente debemos abstenernos de celebrar cualquier manifestación, concentración, evento deportivo, concierto, festivo, convocatoria de rebajas en grandes almacenes y, en definitiva, cualquier acto susceptible de aglutinar a un número elevado de personas.
Benet Salellas, uno de los abogados defensores de Jordi Cuixart, escribió en su reciente libro Jo Acuso: la defensa en judicis polítics(2018), que “asumir la desobediencia civil, que por definición es pacífica, como instrumento de transformación social, y con todo lo que comporta de resistencia no violenta, supone también asumir las consecuencias. Así, hace falta reivindicarla como prueba de la verdadera salud de un estado de derecho social y democrático”. Mediremos el estado de salud de nuestro sistema cuando se publique la sentencia.
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