Este artículo se publicó hace 10 años.
¿El final de qué crisis?
Catedrático de Historia de la Ciencia
Universitat de València
La génesis del hoy
Cuando explotó la burbuja financiera derivada de la ficción del crecimiento indefinido y la prosperidad sin límites parecía obvio que la gran crisis era consecuencia de la lógica del capital y de la desregulación económica y financiera. Regulación y control público parecían la única receta posible para reconducir el desastre y algún dirigente conservador europeo se atrevió entonces a hablar de una nueva etapa del capitalismo. Poco duró ese estado de ánimo. La reacción fue inmediata y tanto los organismos económicos internacionales como los gobiernos europeos de la zona euro se apresuraron a practicar un reduccionismo interesado: en vez de apostar por un nuevo modelo han tratado de convencernos de que superar la crisis es regenerar las instituciones que la habían provocado: bancos, monarquía, partidos políticos... Objetivo: ponerlas de nuevo a funcionar con buenos resultados. Salvar el modelo económico comienza por definir la crisis en términos exclusivamente económicos: PIB, crecimiento, prima de riesgo, desempleo. Parece indiscutible que la crisis que se desencadenó en 2008, especialmente en España, alcanzó una dimensión sistémica, que ha afectado a las finanzas y la economía, como a las instituciones, al modelo de Estado y a la propia Constitución de 1978. Pero sobre todo ha deteriorado el nivel de vida de los ciudadanos.
Hablemos del empleo: ¿derecho o privilegio?
El neoliberalismo hegemónico (especialmente desde que en 2010 el partido socialdemócrata en el gobierno arrojase la toalla aceptando que no hay alternativa) ha utilizado el paraguas de la crisis para desmontar uno a uno los pilares del estado de bienestar basándose en el desprestigio de lo público y en unas políticas privatizadoras que abarcan a todos los sectores estratégicos. Además, a través de la reforma laboral ha convertido el contrato social, fruto de siglos de luchas del movimiento obrero, en papel mojado. Libre el camino, tras alcanzar unas tasas insoportables de desempleo sin una gran conflictividad social, el acceso al trabajo se ha convertido en un privilegio.
Con los derechos laborales bajo mínimos y las organizaciones obreras debilitadas, las condiciones de trabajo ya no son un problema, porque tener un trabajo ya es en sí mismo un privilegio, en una sociedad donde el desempleo se ha aceptado como un coste marginal de los ajustes. También el hambre y la pobreza son un efecto colateral inevitable del modelo económico que se pretende salvar y se acepta una nueva categoría laboral, instrumento útil de control social: el subempleo, una forma de explotación laboral entre el empleo y el desempleo, que se ajusta bien a las necesidades del modelo económico y amordaza a los desempleados.
Élites y subempleados
Los gurús de la economía miden la crisis y el final de la crisis con un escandaloso reduccionismo: en términos de crecimiento económico, PIB y cifras de paro. Su objetivo es salvar su modelo económico (las instituciones financieras y los agentes económicos) y eso requiere suprimir el contrato social, recortar el seguro de desempleo, el salario mínimo, las pensiones, las prestaciones sociales a los discapacitados... Y son un lastre también lo servicios públicos.
Medir la salida de la crisis en términos de subempleo y de crecimiento del PIB es un burdo truco de prestidigitación en una sociedad con millones de personas excluidas.
La estrategia que se postula consiste en alcanzar indicadores económicos positivos a costa de la pauperización. La desnutrición, el hambre, la marginalidad, el empobrecimiento son molestos en tanto que antiestéticos efectos colaterales de una economía política que entiende como final de la crisis la supervivencia exitosa del modelo económico anterior: élites económicas y políticas, bancos y empresas del IBEX. La pobreza y la marginalidad no son deseables, son molestas, improductivas y aportan riesgo de conflictividad. De este modo los excluidos y arrojados al margen -las víctimas que no forman parte de la élite dirigente o de los activos empleados o, mejor aún, subempleados- representan un lastre inevitable. Esta es la caricatura del modelo: la desigualdad social como garantía de continuidad.
Hablemos de nivel de vida
Medir la salida de la crisis en términos de subempleo y de crecimiento del PIB es un burdo truco de prestidigitación en una sociedad con millones de personas excluidas del
trabajo, un 30% de la población por debajo del umbral de la pobreza, políticas que buscan el deterioro de la sanidad y la educación públicas y cifras intolerables de hambre infantil. Esta torpe narrativa de las élites y de los gestores del capital político y económico, que pretende convencer a quienes han perdido trabajo, casa, dinero y derechos sociales de que habitan el mejor de los mundos posibles es una especie de mito platónico de la caverna o cuento de navidad para pobres. Incluso con su buena dosis de marketing maquillado con finas operaciones de estética: conservar el poder exige cambiar viejos decrépitos por jóvenes dinámicos, sacrificar incluso viejos amigos, ahora corruptos chivos expiatorios de la podredumbre del sistema…
La sociedad española no dejará atrás esta crisis sin abordar cambios en el modelo político-institucional y sin plantear una estrategia política que vaya más allá de la recuperación de los indicadores financieros mientras la gente pasa hambre. La crisis del sistema exige recuperar la democracia, la verdadera dimensión humana del desarrollo que se mide en términos de indicadores de nivel de salud y bienestar, dieta y alimentación, nivel de educación, acceso a servicios sociales, acceso al trabajo, a la vivienda y al ocio. Garantizar unos niveles de vida dignos y de creciente bienestar tiene que ser el objetivo de la acción política en una sociedad democrática. Y eso es justo lo contrario de las políticas de austeridad que deterioran el nivel de vida de los ciudadanos. Una sociedad democrática que hay que reconstruir.
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