Opinión
A los viejos también se les pide permiso
Periodista
Entre otras muchas cosas buenas que tiene la serie de Berto Romero Mira lo que Has Hecho (en Movistar Plus), está la de hacer una buena crítica al fenómeno influencer y a los modos que se gastan los nuevos ¿famosillos? para reclutar audiencias mientras los/las cómicas tienen que andar con pies de plomo en sus espectáculos para no pisar ninguna línea roja de la corrección política. No haré demasiados spoilers, pero en la serie, a Berto también se la juegan grabándolo en una situación degradante y, ese mismo influencer, se acaba colando en una residencia de ancianos para grabarse aterrorizando a una señora y así poder colgarlo en su canal de mierda. El paralelismo con lo que ha ocurrido esta semana en la residencia Mossèn Homs de Terrassa es inevitable. Dos trabajadoras “influencers” (las comillas son literales) se dedicaron a vejar y a maltratar a una usuaria mientras lo grababan todo en video para compartir con su comunidad virtual. Ni en mi adolescencia más quinqui se me hubiese ocurrido vejar a una persona mayor o a cualquier otra persona vulnerable.
Al contrario que algunos, no creo que esto sea una cuestión de edad, ni tampoco creo que los más jóvenes sean más imbéciles que las personas de determinada edad o formación. A mis espaldas llevo una retirada de twitter porque los famosos tuiteros también gustan de humillar y fomentar el acoso gratuito cuando no les gusta lo que opinas, o cuando simplemente necesitan unos pocos likes y retuits más para engordar el ego del que se sirven para llenar espacios públicos en redes y en medios de comunicación. Desde hace años, hemos visto como youtubers de diferentes edades se han dedicado a vejar a mendigos o a personas en situación vulnerable, pero también a mujeres, novias, exnovias y “locas del coño” en general. Tener un atril y miles de feligreses siempre ha sido la oportunidad de los malos. El problema es que ahora cualquiera puede ser el malo. Tu pareja, expareja u otro al que se le da por compartir tus imágenes íntimas, los amigos que te graban en una situación bochornosa con unas copas de más, y cualquier usuario random con un teléfono móvil en la mano al acecho de que te rompas los dientes en la acera de enfrente. En la serie de Berto, y en la vida real, hasta las peleas callejeras son retransmitidas y etiquetadas, vía streaming. A muchas personas nos han llegado a grupos de WhatsApp imágenes de violencia en plena calle grabadas por espectadores que, en lugar de comportarse como ciudadanos con obligación de dar auxilio, se creyeron Tarantino.
Merece la pena reflexionar sobre cuántas cosas desagradables no existirían si simplemente no se pudiesen retransmitir. Cuando cierto periodismo televisivo tildado de sensacionalista funcionaba, los casos de malos tratos en residencias de ancianos, o en colegios, o dentro del propio hogar, se denunciaban gracias a grabaciones que en ocasiones fueron consideradas ilícitas por los jueces. Al menos, en el relato había culpables y víctimas. Había un relato del mal que toda la audiencia entendía. Si los periodistas hubiesen entrado en las residencias a las que (sospechamos) se les negó la asistencia sanitaria a cientos de ancianos durante la crisis del coronavirus, otro gallo nos hubiese cantado. Ahora, en cambio, las líneas no pueden ser más difusas. Los culpables se autorretratan como héroes o graciosillas sin maldad y las víctimas, ya no son personas, sino simples objetos de escarnio, vaciados de cualquier derecho y dignidad.
El uso de las imágenes de terceros sin su consentimiento explícito (o cuando este consentimiento no está regido sobre el puro conocimiento de lo que va a pasar con esas imágenes) tiene otra lectura. La de los influencers amigables que, con un tono divertido y entrañable, se dedican a grabar a sus abuelos y abuelas en contextos cotidianos o íntimos para colgarlo en sus perfiles a las que estas personas no tienen acceso ni idea de cómo su imagen va a ser consumida. Infantilizar o tratar como mascotas a las personas mayores también es degradarlos y violar su intimidad. El año pasado, uno de estos graciosos grabó a su abuelo antes de fallecer y siguió la secuencia bailando reguetón para colgarlo en su perfil de Tik Tok. Por supuesto, no media diferencia con respecto a quienes secuestran la vida privada de sus hijos para llenar de contenido sus redes. No formo parte del club de los talibanes que opinan que hay que mutilar la imagen de los niños o de los abuelos de las fotos o ponerles un emoji en la cabeza como si fuesen el hijo de la Pantoja, pero, por favor, a los niños y a los viejos también hay que pedirles permiso. Y, por supuesto, perdón. Una de las cuidadoras de la residencia de Terrassa ya lo hizo justo antes de cerrar su perfil de Instagram avergonzada por la repercusión del asunto. Ojalá sirva de ejemplo.
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