Opinión
El viaje virtuoso hacia el capitalismo psicodélico
Por Silvia Grijalba
Escritora y Periodista
Cuando uno vive en el epicentro de donde se crean las corrientes de opinión es imprescindible estar alerta. Lo cierto es que es una pesadez esto de sospechar de casi todo y no dejarse llevar para disfrutar de noticias que, a priori, parecen buenas. Pero no, una es europea, virgo, periodista y puñetera, así que cuando, de repente, los medios de comunicación masivos y muy especialmente la plataforma que dicta nuestras vidas (Netflix) dedican millones de dólares a apoyar un cambio de paradigma, una que tiende a rebuscar, acaba pensando que quizá hay gato encerrado. Y si no, lo cierto es que resulta terroríficamente hipnótico (tanto como ver una serpiente comiéndose un conejito blanco) observar cómo la maquinaria funciona para que las señoras de los agradables suburbios americanos de clase media alta, comenten, tomando un zumo verde, a la salida de su clase de yoga, que hay que ver lo bien que les sienta el tratamiento con infusiones intravenosas de ketamina y que han leído en el NY Times que la psilocibina cura la depresión.
La posible campaña empezó hace unos años, pero el reciente artículo del NY Times Psychedelics for Depression: Can They Work Without Hallucinations? ha sido algo así como el sello de garantía de seriedad. El preludio llegó con la serie The Goop Lab de la dulce Gwyneth Paltrow, en la que además de hablar de sexo tántrico, ayuno intermitente, dietas antinflamatorias y tratamientos de belleza para ser delgada, rubia y encantadora como ella, dedicaba un capítulo a las sustancias psicodélicas. No, no las recomendaba Johnny Depp, ni Courtney Love, ni siquiera una latina tipo Salma Hayek retomando las tradiciones de sus ancestros (que ya se sabe que estos mexicanos son muy de tomar cosas raras), no. Era cosa de la novia de América, la gran madre de familia, la mujer que saborea su batido de espinacas con apio porque ella aprecia la comida nutritiva (no como otras); el epítome de la mujer discreta que incluso se lleva bien con la novia de su ex marido porque toda ella es armonía. Ella, Paltrow, nos contaba lo estupendo que es tomar ayahuasca y psilocibina. Luego, en un acto de súper rebeldía, lanzaba al mercado una vela con olor a su vagina, pero eso la hacía aún más adorable, porque un poco de transgresión es sana.
Poco después llegó Fantastic Fungi, una serie documental como de Disney que contaba lo maravillosos que son los hongos, su poder curativo (el de los medicinales como la Cola de Pavo, la Melena de León o el Reishi), su paralelismo con el organismo humano, su poder de regeneración del planeta y, así, como de pasada, la cosa de la psilocibina y el poder psicoactivo de algunos de ellos. Nada que objetar en absoluto, la serie descubría algo beneficioso e introducía a los profanos en el tema de las setas medicinales. Algo así como primero de micología terapéutica.
Todo esto era una fase preparatoria para llegar a ¿Cómo cambiar tu mente?, también en Netflix. Una serie recomendable, magníficamente realizada, con una fidelidad histórica poco común que incluso a gente que conozca al dedillo la Historia General de Enteógenos le puede resultar interesante. Una especie de Hamilton’s Pharmacopeia (disponible en Vice TV y buena parte en YouTube) pero con un aire menos hedonista, más enfocado a lo medicinal y divulgativo, con especial énfasis en la psicolocibina y el MDMA como terapias para el Síndrome de Estrés Postraumático, la depresión y las terapias familiares. Si el joven Hamilton nos acerca a lugares extraños: cabañas en el bosque con ancianos hippies ataviados con camisetas de Grateful Dead que han decidido retirarse del mundo o comunas en los confines de Utah, la serie de Netflix ofrece una cara mucho más asimilable de los consumidores e impulsores de este soma. Nos guía el profesor de Berkeley escritor y divulgador científico Michael Pollan. Un señor que es lo que parece. Prototípico profesor de universidad, protagonista de una película de Woody Allen, que lo explica todo muy bien y que en el fondo es como como aquellos psiconautas de los 50: intelectuales bien vestidos, previos a la era hippie.
Una vez legalizado en varios Estados de Norteamérica el uso en microdosis de ketamina como tratamiento contra la depresión y en algunos, como Oregón, de las microdosis de psilocibina, fuera del uso terapéutico experimental, parece claro que hay una intención dirigida a que la gente no se escandalice si finalmente la psilocibina se legaliza dentro un par de años. Actualmente hay estudios autorizados para usarla con enfermos de cáncer y en el tratamiento de la depresión. Pero el siguiente paso es el de seguir el camino de la marihuana, legalizando, de momento, el MDMA, la psilocibina y quizá el DMT.
Así, de primeras, sin darle vueltas, que el uso de las sustancias psicodélicas deje de estar penalizado es algo que parece una buena noticia. El asunto de fondo sería si queremos que se despenalicen o se legalicen. Lo deseable desde el punto de vista de los estudiosos del tema y de los padres de la síntesis en laboratorio de algunas de estos productos es la despenalización. Tanto nuestro maestro Escohotado como el genio Albert Hofmann con el LSD o Shulgin con el MDMA abogaban por una visión del mundo en el que los enteógenos se pudieran usar sin riesgo de ir a la cárcel. Luego llegó Timothy Leary con su deseo de que fuera algo masivo (lo cual Hofmann nunca le perdonaría y de ahí vino su libro LSD, my problem child) y Nixon con sus leyes restrictivas. Pero ahora parece que es un campo en el que muchos están interesados. Algunos ven una manera de mejorar el mundo desde lo individual a lo universal y el otro bando lo percibe como una forma de ganar dinero a espuertas y de introducirlos en la gran maquinaria de las multinacionales farmacéuticas.
Revistas de sesgo alternativo y crítico como Vice o Pijamasurf dedican artículos a lo que llaman el “capitalismo psicodélico” y hablan de si realmente tiene sentido que algo contracultural, dedicado al autoconocimiento, termine cotizando en bolsa y formando parte de la sociedad de consumo. La mirada de la mayoría de los detractores de esta comercialización de sustancias como la psilocibina se centra en la empresa Compass Pathways. Esta es la pionera dentro de las start up con ánimo de lucro dedicadas al estudio de estas sustancias. En ella han invertido muchos de los que lo hicieron en Silicon Valley (entre ellos el cofundador de Paypal Peter Thiel). Su objetivo está en patentar su forma de sintetizar químicamente la psilocibina (ya que la sustancia no puede obviamente tener una patente) aprovechando algunos de sus efectos pero quitando o acortando la parte alucinógena. Esto por supuesto ha hecho que los grandes clásicos del estudio de enteógenos estén totalmente en contra. Consideran que la experiencia psicodélica debe incluir esa parte que es la realmente transformadora. Pero los inversionistas tienen claro que, si se quiere distribuir masiva y comercialmente, la parte de “viaje” debe eliminarse.
La polémica está servida. ¿Es mejor que todo siga como hasta ahora y la psicodelia sea para unos pocos que pueden probar estas sustancias en retiros en el desierto de Taos o en las montañas de Oregón? ¿si uno piensa así es un elitista? ¿tienen razón los gurús de internet que siguen la estela de sus padres hippies y, después de la realidad virtual, quieren ofrecer al mundo una alucinación virtuosa? No queda claro, pero si nos ponemos esotéricos, debemos recordar que hace un par de meses murió una de las madres de todo esto: la psicóloga Ann Shulgin, co autora del libro Phikal, a chemical love story, que impulsó a su marido, el inventor del MDMA, a usar esa sustancia con fines psicoterapéuticos. Quizá ella fue la última mohicana de esa era de exploradores del mundo interior que no tuvieron la oportunidad de ver lo que está a punto de llegar.
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