Opinión
El viaje del dolor a la adicción
Por David Bollero
Periodista
El consumo de opioides se ha disparado en España. Según los datos presentados por la ministra de Sanidad, Carolina Darias, en su reunión semanal con las Comunidades Autónomas, el número de dosis consumidas por cada 1.000 habitantes al día (DHD) se ha incrementado un 53% en siete años: si en 2013 se consumían dosis diarias de 3,57 en 2020 pasó a 5,48. Aunque ni es un tema nuevo y se cuenta con la dramática experiencia de EEUU, se han encendido ahora todas las alarmas con el fentanilo en el punto de mira, que supone más de la mitad de todos los opioides consumidos.
Se estima que casi una quinta parte de la población española vive con dolor crónico, es decir, aquel que persiste durante más de tres meses. La pandemia de la covid-19 y el mayor sedentarismo que provocó no han contribuido a mejorar la situación y, de hecho, la encuesta Paciente dolor crónico y Covid-19 realizada por la Sociedad Española del Dolor (SED), el 59,4% de las personas con dolor siente que el confinamiento ha incrementado su problema de salud.
Es conveniente distinguir entre el dolor crónico oncológico y no oncológico, puesto que la EMA (Agencia Europea del Medicamento) no autoriza el uso de opioides para éste último. Los expertos afirman que su uso en esos casos únicamente tiene eficacia a corto plazo, es decir, menos de cuatro meses, puesto que a largo plazo sus dosis estables no sólo no son útiles, sino que son inseguros por su capacidad adictiva. A pesar de ello, España es el tercer país en consumo de fentanilo, sólo por detrás de EEUU y Alemania, según se desprende del informe anual de 2020 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE).
EEUU es el espejo en el que mirarnos para saber lo que no hay que hacer. El libro Tierra de Sueños (Capitán Swing), del periodista Sam Quinones, refleja cómo las recetas legales de opiáceos terminaron abriendo la puerta al narcotráfico de heroína. La privatización de la Sanidad y las malas prácticas de las farmacéuticas, con su publicidad engañosa y fraudulenta –por lo que han terminado pagando, aunque nunca lo suficiente-, se encuentran detrás de esa epidemia de adicciones. El negocio es el negocio… también en España, que como revelaba mi colega Santiago F. Reviejo, nuestro país se ha convertido en la primera potencia mundial en producción de morfina destinada a la industria farmacéutica. Detrás de todo, una única empresa, Alcalíber S.A., la única empresa que, desde 1974, cuenta con autorización para la fabricación en España de opiáceos destinados a la industria farmacéutica y que hasta 2018 era propiedad del magnate Juan Abelló.
En una entrevista con el propio Quinones el año pasado, éste también apuntaba a otra causa detrás de la epidemia de opiáceos: el inadecuado tratamiento del dolor por parte de la Sanidad. La prevención es clave. Se trata de proporcionar los recursos necesarios a los pacientes para que a través de actividades físicas, personales y sociales se mitigue el desarrollo de dolor crónico, que consiga que ese dolor agudo no se cronifique, dado que tras tres meses de dolor persistente en alguna región corporal, se comienzan a producir cambios en el sistema nervioso central. En líneas generales, no lo estamos consiguiendo en España y, para entenderlo, tenemos que mirar a las Unidades del Dolor.
La SED publicó a finales de 2019 las conclusiones del estudio El dolor en la enfermedad crónica desde la perspectiva del paciente, en el que revelaba la cruda realidad: El 62% de las personas que sufre dolor crónico en España nunca ha sido derivada a una Unidad o Clínica del Dolor. Además, para ese 38% que sí llegó a estas unidades especializadas, conseguirlo no fue un camino de rosas, puesto que el 69% tardó más de un año y el 31% tardó más de cinco años en lograrlo. La diezmada Atención Primaria (AP) no acostumbra a derivar pacientes a estas unidades, recurriendo entonces a la analgesia.
Así pues, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que uno de los factores que está influyendo directamente en este abuso de opiáceos es el suspenso que arrastra España en el tratamiento del dolor crónico; ni existen suficientes Unidades del Dolor multidisciplinares, ni las que funcionan están adecuadamente repartidas o cuentan con suficientes recursos, según la propia SED. Sólo 4 de cada 10 Unidades del Dolor cuentan con una unidad de dolor agudo, que es la puerta de entrada para la adicción a los opiáceos.
Estas Unidades del Dolor han de ser multidisciplinares, con un enfoque biopsicosocial en el que aspectos como la nutrición juegan un papel esencial, pues hay dietas específicas que pueden aportarnos componentes antiinflamatorios y antioxidantes. Las personas que sufren dolor crónico oncológico son más derivadas a estas unidades que aquellas cuyo origen del dolor no se encuentra en el cáncer, aunque si no son preferentes pueden llegar a tardar hasta 800 días.
El plan que ahora quiere poner en marcha el ministerio de Sanidad contempla cinco ejes de actuación: optimizar la prescripción, mejorar la utilización y potenciar el seguimiento farmacoterapéutico, optimizar el manejo de la adicción, mejorar la comunicación a los pacientes y sensibilizar a la población el seguimiento y vigilancia del consumo. Ni una mención a la prevención en esos cinco ejes.
El camino por recorrer es tan grande que o la apuesta y el compromiso son firmes o estamos abocados a seguir los pasos de EEUU. Las estadísticas son demoledoras, reflejando cómo únicamente el 14% de las personas que vive con dolor crónico en España recibe tratamiento por parte de un médico especialista en dolor. Se está tendiendo la alfombra roja para buscar alivio a cualquier precio.
El dolor crónico mina la vida de las personas y, de hecho, tres cuartas partes de quienes lo padecen encuentran serias dificultades para realizar actividades cotidianas y más de un 60%, incluso, para caminar. A pesar de ello, más de la mitad de esas personas no tienen reconocido ningún grado de discapacidad, por lo que se ven abocadas a seguir adelante, a trabajar con el dolor para poder seguir viviendo en agonía. Lo sencillo es juzgar a quienes caen en la adicción de opiáceos; lo complicado, admitir el abandono al que han estado condenados quienes padecen dolor crónico y se les han cerrado las puertas para un tratamiento adecuado.
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