Opinión
Nosotras, las verduleras
Periodista
En mi último artículo publicado en este periódico mencionaba un fenómeno referenciado en los años 90 por la psicóloga y filósofa Carol Gilligian acerca de cómo las niñas empiezan a silenciar su voz pública coincidiendo con la preadolescencia, aproximadamente hacia los 11 años. “Si quieres oír una voz clara y honesta, debes escuchar a las niñas de 11 años” aseguraba en una entrevista Gillian -que también fue docente en Cambridge y Harvard-. La investigación que hizo con niñas de esa edad fue revolucionaria y apareció en The New York Times con el gráfico titular: "Confiada a los 11 años, confusa a los 15". Gillian aseguraba que en cuanto llegan a la adolescencia las mujeres se autocensuran porque son amonestadas por hablar en público: “Continuamente se les dice: Esto no lo digas, porque a la gente no le gusta”.
El apagado social de la voz de las mujeres tiene un componente profundamente sexista y es una de las más sutiles y más frecuentes violencias que sufrimos desde niñas. Después de leer el artículo, una colega escritora lo compartió comentando que aún recordaba cómo su profesor de plástica de la ESO la había llamado verdulera delante de toda la clase. “Tengo un tono de voz muy alto y soy muy protestona” me confesó. Y yo. Y muchos, muchísimos chicos. ¿A cuántos de ellos han llamado verduleros sus profesores? ¿A cuántos han largado de clase por hablar? Entre tercero y sexto de primaria (de los 8 a los 12 años) me echaban con frecuencia al pasillo, silla y mesas incluidas, porque hablaba mucho y muy alto. La profesora solía justificarse diciendo que yo era una gritona y que mi voz la perseguía hasta el fin de semana. En mis calificaciones de primero de primaria (6 años) otra querida profesora añadía lo siguiente en los comentarios de la primera y segunda evaluación: “espero que deje de ser tan charlatana en clase” y “sigue siendo un poquito charlatana”. Hablando del tema, otra amiga me comenta por wasap que su profesor de Educación Física de ESO llamaba cotorras y cotillas a todas las niñas. A otra también la llamaban charlatana. Y también las echaban de clase. Puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que muchos chicos hablaban (y gritaban) tanto como yo, y que ni a uno solo de ellos vi fuera de clase por este motivo en toda mi etapa académica. Lógico, tampoco los echaban por meternos mano. El conflicto que ya me habían creado lo intentó enmendar el profesor de Lengua de primero de la ESO que me recomendó hacerme periodista o abogada porque “a ti no hay quien te calle”. Pero sí, sí hay quien me calle: he perdido importantes oportunidades laborales en televisión por el terror a equivocarme hablando. Y a pesar de los años y de la experiencia acumulada, no hay día que yo participe en una charla, conferencia o presentación y que no salga de allí pensando en si he hablado demasiado o cuántas estupideces podría haberme ahorrado. El cordón sanitario impuesto a la voz de las mujeres desde niñas tiene consecuencias que nos afectan durante la vida. De eso va el patriarcado.
Uno de los grandes logros de los intelectuales de todos los tiempos es, precisamente, hacernos creer que hablamos mucho, demasiado. Perviven en el imaginario colectivo, en la “cultura popular” y en refranero innumerables referencias a la creencia de que las mujeres somos unas cotorras, unas cotillas, unas deslenguadas y unas marujas. Unas auténticas verduleras. Y, ya de paso, unas mentirosas. No han faltado tampoco estudios en los últimos años que intentasen demostrar estos estereotipos. En una revisión de 56 de ellos, las investigadoras Deborah James y Janice Drakich descubrieron que 34 de estos estudios señalan justamente lo contrario (los hombres hablan más que las mujeres), frente a 16 trabajos que sugerían que unos y otras hablábamos los mismo, y otros dos que aseguraban que nosotras hablábamos más. La conclusión a la que llegaron las investigadoras es que en entornos formales y públicos la persona que más habla es la que tiene un estatus superior (normalmente, los hombres). Aun así, yo he presenciado auténticos mansplainings a mujeres expertas en diversas áreas por parte de hombres que no tenían ni idea de lo que estaban diciendo. Y con público delante. En El habla femenina: estereotipos, estudios y expectativas la doctora Anna María Fernández Poncela asegura que “en general, en los actos públicos los hombres hablan más, llevan la voz cantante, acostumbran a abrir y cerrar ellos la conversación, mientras que las mujeres suelen quedarse en un segundo plano.” Y que “los hombres hablan más en público y en sitios donde el uso de la palabra puede dar protagonismo y estatus. Ellas hablan más en casa, entre amigos, y en el ámbito de lo informal”. De ahí debe de venir otro refrán popular con tintes de amenaza: los trapos sucios se lavan en casa.
Otra reputada académica, la clasiscista Mary Beard empezaba así su libro Mujeres y Poder: Un manifiesto: "Quiero empezar por el principio mismo de la tradición literaria occidental, con el primer ejemplo documentado de un hombre diciéndole a una mujer «que se calle». Me refiero a un momento inmortalizado al comienzo de la Odisea de Homero, hace casi tres mil años. (…) Este era el pasaje: «Madre mía —replica—, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca ... El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa»". Se trata del joven Telémaco mandando callar a su madre, Penélope. Sobre estos cimientos se fundó también el cristianismo. El simpático San Pablo ordenaba en su Primera Carta a los Corintios: “Las mujeres callen en las asambleas pues no les está permitido hablar, sino que se muestren sumisas... y si quieren aprender algo que lo pregunten a sus maridos en casa”. Los castigos a los que hoy en día se someten a mujeres de todo el mundo por hablar en la esfera pública no son para nada sutiles, muchas se juegan la vida por hacerlo. En nuestro contexto, la violencia que se ejerce desde las redes sociales hacia aquellas que mantienen un discurso poco complaciente con el statu quo se juegan la reputación. Y la cancelación.
Pero qué hay del tono de voz, de la urgencia con la que a veces manejamos las palabras y en la que yo misma me reconozco. Hace algún tiempo leí algo que no puedo referenciar, pero sobre lo que nunca he dejado de pensar. Aquel texto decía que las personas pobres, cuando se les daba la oportunidad de expresarse en público, tendían a hablar más rápido y más alto. La explicación es que querían aprovechar su oportunidad. Acostumbradas a no tener espacios, temían quedarse sin su turno de palabra. Algo semejante debe de pasarnos a las mujeres, que nos hemos tenido que abrir hueco a base de gritos.
Por supuesto, todo esta esta cultura de la que subyace que nosotras tenemos incontinencia verbal (y de ahí al histérica hay un paso) también encuentra sus colaboradores necesarios en nuestras propias parejas masculinas. Si algo me enfurece en el candor de una disputa dialéctica es cuando el hombre al que quiero me pide que no grite o que baje el tono, mientras él permanece imperturbable y sereno. ¿Cómo hacerle entender que mi voz se ha modulado para conseguir ser escuchada en la escuela, en la familia y también en las relaciones de pareja? Lucho contra un silencio impregnado en la cultura y en mi propia experiencia. Ahora pienso que alzar la voz ha sido una de las poquísimas herramientas eficaces que hemos encontrado desde niñas para ser respetadas y para defendernos, un respeto y una defensa que a ellos les vienen dados por condición de su sexo. ¿No es paradójico que consideremos los mejores compañeros a aquellos hombres que saben escuchar y que muestran interés en las conversaciones importantes? ¿Por qué será?
Hace unas semanas, los gritos de una chica nos sacaron de la cama a las 6 de la madrugada. Cuando salimos al balcón vimos que estaba tirada en el suelo después de, supuestamente, ser maltratada por su pareja. Esos gritos permitieron que bajásemos a la calle y que llamáramos a la Policía. No deja de parecerme gracioso -aunque grotesco- que cuando se habla de violencia dentro de la pareja haya incluso a quienes se les ocurre equiparar los gritos de una mujer cabreada o asustada con los insultos, amenazas o distintas formas de violencia que ejercen los maltratadores. A veces, entre susurros. Conozco casos de víctimas de violencia machista que son entrenadas por sus propias abogadas para mostrarse especialmente sumisas y dóciles durante los juicios, evitando levantar la voz, aun cuando se está jugando su propia integridad y la de sus hijos.
La palabra es un arma muy poderosa y quienes nos intentan callar, lo saben. Por eso hay que decirles a las niñas que nunca pierdan su derecho y su deber a expresarse, aunque las llamen cotorras, gritonas y verduleras. O precisamente por todo eso.
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