Opinión
Un verano de niños pobres
Periodista
Hace unos días me abordó una niña de unos 8 años, taco de rifas en mano, mientras me tomaba un café en una terraza. Apoquiné el correspondiente euro y le pregunté a dónde se iban. Me dijo que viajarían hasta Vilanova de Arousa, un precioso pueblo costero de las Rías Baixas, y que está a 30 minutos exactos en autobús de Pontevedra, donde nos encontrábamos. Después de la exitosa transacción, la niña siguió ofreciendo papeletas de mesa en mesa, pero nadie más se ofreció a comprarle una. La escolar iba con su padre, que estaba cerca todo el rato y sonreía, pero no intervenía. Supongo que muchas de aquellas personas pensarían que las rifas se las debía de comprar él y algunos, haciendo gala de esa desconfianza tan española, que el dinero se lo iba a quedar aquel mangante que la acompañaba. Seguramente nadie reparó en la posibilidad de que, que esa pequeña se fuese de excursión con sus amigos, pudiese depender del puñado de euros que consiguiese recolectar entre las mesas de aquella terraza. Quizá tampoco pensaron en que, tal y como están las cosas, muchas familias ya no pueden destinar ni un solo euro a ese “capricho” llamado excursión de fin de curso.
Mi sobrina mayor tiene diez años, más o menos, la edad de la niña que me vendió la rifa. Estudia en un colegio público y a lo largo del curso ha hecho varias excursiones sin pernocta que salen sobre unos 30 euros cada una (viaje, más entrada a la correspondiente visita). Además, tiene que llevar, como mínimo, tres comidas preparadas: media mañana, almuerzo y merienda. Y por supuesto, un extra de dinero por si se quiere tomar un refresco o comprar algún souvenir. Mi sobrina tiene una hermana de cuatro años que también hace salidas. La última les costó a sus padres 13,50 euros. Parece poco si obviamos que, según datos del Eurostat, en 2021 en nuestro país había un 32% de niños en riesgo de pobreza o exclusión social. Parece poco si olvidamos que tres de cada diez niños españoles viven en hogares que no se pueden permitir una comida de proteínas cada dos días, pasan frío en invierno y demasiado calor en verano, no cambian de ropa cuando les corresponde, no tienen una buena conexión a internet, ni la tecnología apropiada para hacer sus deberes. Aunque la población infantil es cada vez más reducida, en España ya hay más niños pobres que personas pobres de entre 18 y 64 años, y todavía más niños pobres que personas mayores de 64 años pobres. Los niños pobres son hijos de padres y madres pobres, por supuesto, muchas de ellas trabajadoras, beneficiarias de ese salario mínimo tan discutido que raspa los 1000 euros mensuales en jornada completa. Hagan cuentas.
Quedarse todo el verano en ciudades en donde la temperatura supera los 40 grados es pobreza. No poder irse el finde semana al campo a airearse y a correr porque tus padres no pueden pagar el combustible, es pobreza. Que no haya comedor escolar gratis en todos los colegios públicos de España que garanticen una comida completa y saludable al día es pobreza, porque ser un niño pobre también es comer comida basura y padecer las enfermedades derivadas de la mala nutrición. Hace unas semanas escuché a una mujer decir en la radio que sus hijos mayores ya no podían tomar leche de noche para que los hermanos pequeños la pudiesen seguir tomando ya que aún la necesitaban para crecer. Se aferraba a la tabla de salvación del comedor escolar.
El hambre no solo alcanza el estómago, porque ser un niño pobre también es que no puedas hacer actividades artísticas o deportivas si hay que pagar las clases o los materiales necesarios para desempeñarlas. A ver si es que ahora los ricos tienen una habilidad especial para tocar el piano, jugar al tenis y desenvolverse en campamentos de inglés. Una buena amiga, profesora en una escuela de artes, me comentó que desde que empezó la pandemia cada vez más familias “normales” solicitan la baja o se aferran a becas porque ya no pueden permitirse mandar a sus hijos a actividades. Ser un niño pobre también es perderse cumpleaños de los compañeros porque tus padres no pueden pagar el regalo. Es quedarse sin celebrar tu propio cumpleaños. Es que tus amigos se vayan de excursión y tú te quedes en casa. Ser un niño pobre es tener que entender el concepto de renuncia a una cosa tan básica como el ocio.
Puede que nadie le diese la importancia al viaje de esa niña que le di yo porque jamás me perdí ninguna excursión tuviesen más o menos dinero mis padres. Financiar las excursiones a base de rifas, bollería y mercadillos varios era una práctica habitual en los 90 y las comidas familiares, mi especialidad. El dinero recolectado iba a parar a una caja común, o caja de resistencia, de la que se beneficiaban todos los compañeros. La idea era, precisamente, que nadie se quedase sin excursión, porque la excursión era mucho más que un viaje, era EL VIAJE en donde se producían muchos ritos de iniciación que marcaron nuestras vidas para siempre. Tan importante era la excursión de fin de curso que para inmortalizarla se invertía en uno o dos carretes de 36, o en un par de cámaras desechables. La mayor parte de las fotos que tengo con menos de 14 años retratan momentos vividos en excursiones escolares: Casa del Hombre de A Coruña, Acuario de O Grove, Dunas de Corrubedo, parque de atracciones de Braga, Cabeza de Manzaneda, Barcelona. No puedo entender mi infancia sin esas fotos que me llevan directa a la emoción sentida de las primeras veces, a los secretos susurrados debajo las sábanas, a los cánticos y los amores en la parte de atrás del autobús. Empiezan las vacaciones de verano y muchos niños que hoy se quedan sin excursión, le dicen también adiós a las extraescolares financiadas, al comedor escolar y a un verano que quizá para ellos, no sea tan divertido. Desde hace años esta plaga endémica llamada pobreza infantil no deja de aumentar y está desangrando a varias generaciones.
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