Opinión
Vacaciones Santillana
Periodista
Este es el primer verano que los alumnos viven sin exámenes de recuperación de septiembre, después de la entrada en vigor de la reforma de la ley Orgánica de Educación que el Gobierno aprobó el año pasado y que cambiaba, entre otras cosas, el sistema de evaluación tradicional por una “continua, formativa e integradora” en donde los suspensos ya no están reñidos con la promoción al siguiente curso. Este es el primer agosto libre de estudio e incertidumbres, un agosto largo de días sin fin que en mis tiempos solo disfrutábamos los chicos inteligentes y las niñas marisabillidas. Después del adiós a la Selectividad, el fin de los exámenes de septiembre supone también el final de una época de Vacaciones Santillana, veranos de academias y agostos de amenazas. La educación soft ha llegado para quedarse: la brecha definitiva entre los de EGB y la ESO, también.
Todo empezaba en junio con las notas calentitas sobre la mano y la pregunta ¿y a ti cuántas te han quedado para septiembre? Esta era la cuestión que inauguraba un verano de castas entre los que pasaban “limpios” y los que no tenían tregua durante las vacaciones. Niños y niñas (aunque sobre todo niños, la verdad) apalancados debajo de una sombrilla Nivea haciendo los deberes, con el bocadillo de Revilla y queso escurriéndose sobre los apuntes. Niños que vivían las vacaciones estivales en un castigo constante, viendo acercarse la fecha de los exámenes como un presidiario espera su sentencia de muerte. Yo sufría también. Tuve un novio que suspendió todas, menos Educación Física, y que estuvo permanentemente castigado todo el verano en el camping en donde sus padres lo habían retenido. Un día se escapó y vino a verme para decirme que no podríamos retomar lo nuestro hasta que empezase el curso. Morrear con madrileños y ourensanos que veraneaban en Sanxenxo los meses de julio y agosto era una también cuestión de supervivencia. No solo era gramática lo que había que repasar con 14 años.
La segunda mitad de agosto era habitual que desapareciesen de la playa la mitad de los amigos, engullidos por una cosa llamada academias o pasantías, normalmente regentadas por la madre de una opositora sin plaza. Futuros delincuentes encerrados en un cuartucho sombrío a 30 grados, con un ventilador haciendo ruido y pensando en la mejor manera de poner sus motos a punto. Muchos también se escapaban de aquellos antros que sus padres pagaban religiosamente. Recuerdo perfectamente el día que mi hermano fue apresado por mi padre paseando a muchachitas desvalidas en el coche tuneado en horas de academia. Imposible transcribir las palabras que estos oídos escucharon aquella noche. Los padres-carceleros no daban abasto: desde pagar academias a tenerlos trabajando sin contrato en el bar, los métodos legales e ilegales convivían armónicamente para que los malos estudiantes recibiesen su merecido. Yo pienso mucho ahora en las opositoras sin plaza. Después de años de estudio de análisis sintácticos y trigonometría, ahora solo les queda reconvertirse en animadoras de ludotecas, lugares felices en dónde las criaturas van a divertirse y en donde incluso entra el sol por las ventanas.
En toda mi etapa escolar y de instituto nunca suspendí ninguna asignatura y nunca me quedaron exámenes para septiembre o para junio. Yo era de las repelentes que pedían el Vacaciones Santillana para repasar y encargaba los libros del curso siguiente la primera semana de agosto, por el puro placer de llegar con la mitad de la asignatura sabida al inicio de curso. Todo cambió el primer año de carrera en una fase que yo denomino de “autoconocimiento” a través de botellones, amistades peligrosas, ataques de ansiedad y asuntos del corazón que se me iban complicando. Aquel verano me quedaron dos asignaturas para septiembre. Una la había suspendido porque me pillaron con los apuntes debajo de la mesa y a la otra ni siquiera me había presentado, porque en mi ficción de vida adulta universitaria, había tenido la desfachatez de quedarme durmiendo la mona el día del examen. Recuerdo perfectamente que acabé junio completamente convencida de que aquel pequeño tropiezo en mi expediente sería solventando con creces en los exámenes de recuperación. Por no hablar de lo injusto que me había parecido aquel suspenso por un inocente despiste. Mi morro fue mayúsculo e incluso pedí una tutoría con el profesor titular de la asignatura que me envió a septiembre de una patada en el culo. Por dignidad y por envalentonamiento, me comí literalmente los apuntes las dos últimas semanas de agosto y vomité lo comido el día del examen. Saqué un sobresaliente, pero lo más importante para mí fue sembrar la duda en aquel hombre de si realmente una alumna ejemplar como yo podría haber copiado. La otra asignatura que me había quedado, Ciencias Políticas, la arrastré hasta la convocatoria de final de carrera. No volví a tener un verano sin asignaturas pendientes y tampoco volví a estudiar durante el verano. Hasta este. Me presento a un examen de inglés en septiembre y la academia cierra en agosto. Mi padre no me hace ni caso. Pray for me.
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