Opinión
La reina Isabel II sacrifica un alfil y los amigos de Epstein se frotan… las manos
Por Silvia Grijalba
Escritora y Periodista
Podríamos decir que todo empezó con la entrevista de Ophra a Meghan Markle y, bueno, también al chico inglés pelirrojo con el que está casada. Esa charla fue un globo sonda perfecto para medir el poder de la Familia Real británica. Esa institución llena de glamour que, en el fondo, crea un cierto sentimiento de inferioridad a lo siempre campechanos estadounidenses y al resto del mundo. Una multinacional que ya había empezado a estar en jaque con esa delicia de serie llamada "The Crown", en la que se ponían de manifiesto algunas miserias de la familia. Con la entrevista con Meghan y el chico pelirrojo se pudo percibir si la autoridad añeja europea de la Corona británica, con sus trajes de tweed, sus códigos internos, sus uñas pintadas de colores naturales y sus piernas siempre con medias pesaba lo suficiente frente al discurso de la chica hecha a sí misma, de color, que contaba cómo un miembro de la familia de su marido pelirrojo preguntaba si su primer vástago era muy oscuro de piel. El resumen era: ¿a quién queréis más a la dulce vecina de enfrente, Meghan, que se lo ha currado a lo largo de su vida o a los racistas, clasistas, poseedores de privilegios del Palacio de Buckingham?
La respuesta estaba clara. Con ese terreno abonado, si yo fuera la abogada estadounidense (resalto estadounidense porque los procesos judiciales en ese país son complicados, costosísimos y uno no se embarca en uno si no tiene bastante claro que va a ganar), hubiera ido a por todas con mi demanda contra el tío del chico pelirrojo. Sí, el de momento Duque de York, el príncipe antes llamado Su Alteza Real, al que esta semana su madre ha castigado sin postre. La Reina Isabel II (Lilibeth) ha dictaminado que su hijo se va a enfrentar a la demanda por abuso de sexual como un ciudadano privado: ya no es Su Alteza Real, ya no tiene ninguno de sus títulos militares y ha quedado despojado de los Patronatos Reales. Que la demanda por abuso sexual de Virginia Giuffre contra el príncipe anteriormente llamado Su Alteza Real haya ido adelante es una magnífica noticia y una constatación de un vuelco en el Orden Mundial. Está claro que en las fiestas de Epstein había más hombres blancos, heterosexuales de mediana edad que abusaron de chicas menores pero, desgraciadamente, la posibilidad de que una demanda de estas mujeres prospere parece que es bastante baja, por lo cual es posible que nunca vayan a juicio.
La Corona británica lleva un año infernal y quince días que, siguiendo su adorable flema, podríamos calificar de complicados. De hecho, no ha podido ni siquiera contar, como ha ocurrido en otros momentos de crisis, con el apoyo de la estabilidad del Gobierno, de su Primer Ministro. Resulta que Boris Johnson, haciendo también uso de sus Privilegios, pero con mayúscula (aquí ya lo de ser blanco y hetero y licenciado en Oxford se queda en una minucia), hizo unas cuantas fiestas en mayo de 2020, en Downing Street, mientras obligaba a la plebe a estar encerrada en su casa.
Eso sí, todos estos líos han logrado tapar el gran problema que quita el sueño a Lilibeth: la presunta infidelidad del posible heredero, de su querido William, de momento Duque de Cambridge. Ese desliz, muy en la tónica de su abuelo, su padre y su tío, que ponía en riesgo la sucesión al trono. La reina sacrifica a un alfil para proteger al rey. Y los amigos de Epstein se frotan… las manos.
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