Opinión
El pipican de las mujeres
Periodista
Galicia se prepara para el Xacobeo 2021, el evento religioso y cultural más importante de la comunidad, once años después del último año santo, en 2010. Entre las actividades que las administraciones han puesto en marcha para dar brillo y proyección internacional a este evento histórico destaca O Son do Camiño, el festival musical que se ha convertido en una referencia en el norte de España, tanto por la magnitud de su aforo (33.000 personas por día en una ciudad de menos de 100.000 habitantes) como por el nutrido cartel internacional de alto rango que se gastan, algo poco frecuente en provincias. Si el año pasado pasaron por Compostela The Killers, Jamiroquai, Franz Ferdinand, Martin Garrix, Two Door Cinema Club, Mando Diao o Lenny Kravitz (corazón, corazón) este año han intentado mantener el nivel con Black Eyed Peas, David Guetta, Die Antword, la omnipresente Rosalía, Iván Ferreiro, Vetusta Morla (conciertazo frenético el de Pucho), The Hives (divertidísimos) y un Iggy Pop descamisado que lo dio todo pero que, a mi juicio de niña-adolescente de finales de los 90, resultaba mucho menos interesante que el p*** Lenny Kratvitz. Pero ni la calidad musical, ni la repercusión del macroconcierto, ni la mediación del Apóstol, han conseguido resolver el principal problema de las mujeres que asistimos a estos eventos: mear decentemente.
Fue en el concierto del cantante de The Passenger cuando mi vejiga dijo basta. A mitad de pista con la mitad proporcional del aforo encima, empecé a sentir unos calambres y unos pinchazos que anunciaban que o iba al baño ya, o explotaba. Con lo abarrotado que estaba aquello sabía que, inevitablemente, me iba a perder parte del concierto, pero jamás me mearía encima mientras un señor de 72 años cantaba y bailaba sobre el escenario con la gracilidad de la Barbie Malibú. La cola del baño era imposible, varias decenas de mujeres se agolpaban en las inmediaciones de los aseos más cercanos al escenario principal. Le calculé 30 minutos de espera como mínimo, aunque mi amiga A., que había ido al que estaba un poco más alejado, me aseguró que ella había esperado 45. Parada renal. Muerte por tsunami. Me despedí de mis amigos como quien se va a la guerra pero A. decidió acompañarme, consciente de las posibilidades reales de que me diese un vahído o de que me perdiese para siempre y ya nunca más me encontrasen si emprendía el camino sin retorno a un lugar lo suficientemente discreto para mear. A. me acompañó al pipican, el lugar agreste en los márgenes del recinto que todos los festivales, conciertos y verbenas, reservan para que grupos de mujeres adultas hagan sus cositas a la intemperie, ante la mirada despreocupada de los agentes de la Policía Nacional que entraban y salían de allí como si, efectivamente, aquello fuese una perrera y a las mujeres se les descontase parte de la entrada por tener que hacerlo fuera de los servicios. Mientras Iggy Pop cantaba “La-la-la-la-la-la-la-la La-la-la-la-la-la-la-la, la-la”, A. y yo meábamos, manteniendo una distancia periférica de seguridad y aguantándonos mutuamente los vasos. Mi pis tímido sufría con tanta expectación así que a A. le dio tiempo a liarse un piti mientras mi dorado maná caía sobre el alto de la colina en la que confluyen los caminos de Santiago y se unía con los otros afluentes de pises etílicos de mis vecinas, formando un riachuelo en el lugar en donde los peregrinos divisan la ciudad santa y la catedral. Fue en esa bochornosa situación cuando nos preguntamos que, si fuesen los tíos los que tuviesen que mear semidesnudos y con el culo en pompa, los cálculos de váteres disponibles por cabeza no serían un poquito más generosos.
Al acabar volvimos a nuestro lugar pero la vejiga ya no pudo controlarse. La bebida empezó a buscar la salida del cuerpo y mi uretra se convirtió en una cañería rota. Aunque ya había dejado de beber cerveza, cada 15 minutos aproximadamente, me hacía pis, salía sola de la zona del auditorio, me chocaba con la desbordada cola del baño y emprendía el camino a oscuras hacia el pipican para comprobar sorprendida que cada vez éramos más. Allí las conversaciones versaban en torno a este descontrol y el escenario del concierto era solo un fondo luminoso en la negrura total de nuestro santuario en donde los paquetes de klínex rulaban de mano en mano. Entre pis y pis perdí a mis amigos y hasta mis gafas de sol preferidas, porque agacharse para hacerlo en medio de un descampado sin iluminación también tiene este tipo de consecuencias. Y otras mucho peores, como posibles infecciones derivadas de salpicaduras (no olvidemos que allí había todo tipo de materia orgánica) o la posibilidad de que algún machito reprimido aproveche la situación de vulnerabilidad buscando carne fresca.
El domingo lamenté mucho la pérdida de mis gafas preferidas y me alegré porque no me hubiesen violado, pero también pensé que, a cierta edad, la posibilidad de hacer pis en baños limpios y con una espera razonable es tan importante como la propia calidad musical del evento. Esta es mi principal petición para el Son 2020 y también para el resto de festivales en lo que queda de verano. Porque mientras las mujeres no podamos gozar del mismo espacio y seguridad que ellos a la hora de mear, los festivales estarán dejando al margen las necesidades de la mitad de sus espectadores. Cuando llegó David Guetta algunas ya se hacían pis en los muros o pegadas a las vallas, y mi amigo E. despistaba a los muchachos de seguridad que intentaban impedir que yo hiciese lo propio sin perder el escenario de vista. Mientras la música final sonaba, yo rozaba los 33 de cuclillas, con la mirada clavada en la cabeza canosa de mi querido amigo del instituto y recordaba el primer día que pasamos por eso, en un botellón en Cuarto de la ESO. Por suerte hacía malo y no llevé sandalias.
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