Opinión
Ni permiso, ni perdón
Periodista
Me encantan los grupos de mujeres que, independientemente del tema o de la finalidad para la que fueron creados, se acaban convirtiendo en auténticos espacios de terapia colectiva y de ayuda mutua. Las historias que se comparten en esos foros son más sanadoras de los dominios invisibles a las que estamos sometidas que cualquier pseudoterapia o curso de preparación a (inserte aquí la nueva modalidad de estafa en Instagram) a las que nos podamos aferrar. Además, son gratis y son divertidos. El otro día, en un grupo de whatsapp de mujeres lenguaraces e inteligentes, una de ellas, la comandanta Lola Sampedro, introdujo la necesidad de revisar las ansias femeninas de pedir permiso y de pedir perdón constantemente. Todas nos apresuramos en darle la razón y en contar nuestras propias experiencias en esto de andar suplicando aprobación ajena como escolares en la función de fin de curso.
¿Cuántas veces puede pedir perdón una mujer al día? ¿Cuántas veces pedimos consejo? ¿Cuántas veces nos disculpamos por errores que ni siquiera lo son? ¿Cuántas veces solicitamos aprobación para realizar cosas que nos convienen o que simplemente nos apetecen? ¿Cuántas veces al año, al mes, al día, en la vida, nos arrepentimos por haberla cagado tanto? Perdón por llegar tarde, perdón por llegar antes, perdón por no contestar, perdón por contestar sin pensar, perdón por no haber tenido tiempo, perdón por olvidarme de, perdón por haber dicho lo que pensaba. Estoy segura de que la mayoría de nosotras, en un alarde de educación sin precedentes, hemos pedido hasta perdón por no tener un orgasmo después de compadecernos del que nos parecía un solícito amante. O simplemente un tío majo que merecía la palmadita en la espalda que no se llevó nuestro clítoris porque igual tan majo, no era. “No es cosa tuya Jose Antonio, soy yo, que estoy hecha del material anorgásmico de los sueños”.
Las mujeres nos pasamos el día con la disculpa clavada en la garganta, como una espina que nos ahoga un poco y justifica nuestro ingrato paso por el mundo. Pedimos perdón incluso cuando nos lo tienen que pedir, como si al disculparnos nosotras primero estuviéramos eximiendo al responsable del auténtico pecado. Alguna dijo que estaba tan acostumbrada a disculparse, que cada vez que ella solita se tropezaba en la calle pedía perdón en alto. A los dioses, al suelo, y al amante con el que nunca se corrió, aunque él se lo mereciese.
Estudios psicológicos ponen de manifiesto evidencias científicas que demuestran que las mujeres pedimos perdón muchas más veces que los varones. Los motivos radican, básicamente, en que percibimos en nosotras mismas muchos más comportamientos ofensivos de los que realmente cometemos. Nos han entrenado para el ámbito doméstico y de los cuidados, y tardaremos generaciones en sentirnos completamente cómodas en espacios en donde todavía se espera que justifiquemos nuestra presencia o valía. Mucho tiempo para ejercer el poder con la misma comodidad que ellos. Comportamientos que pasarían desapercibidos si quien los ejecuta es cualquier varón, tienen el poder de generar muchos más remordimientos en nosotras.
El umbral de la ofensa es tan alto en algunos hombres, que ellos apenas encuentran motivos para disculparse y, la mayor parte de las veces, ni siquiera consideran esta opción. Claro está que hay embusteros y embusteras, pero ellos son más, y definitivamente mucho más resistentes al encuentro con el arrepentimiento. Este individuo alérgico a la disculpa puede ser una pareja al que hemos pillado con la mentira más flagrante entre las manos, y antes se mataría que reconocer la afrenta y pedir perdón. Y también puede ser un jefe, cuyo único error en esta vida fue haber trabajado tanto para emplear a desagradecidas como tú que se empeñan en llevarle la contraria cuando (*ese señor que te paga*) no tiene ni idea de lo que está diciendo.
Si algo consigue el perdón cuando se usa de manera indiscriminada, es elevar al otro a una situación de poder. Asumiendo contantemente responsabilidades acerca del malestar de los demás nos situamos, sin querer, en una posición constante de vulnerabilidad. Las disculpas desmedidas e injustificadas minan nuestra autoestima y difuminan nuestros límites, nos hacen sentir culpables y refuerzan esa idea tan femenina de que “no nos merecemos eso” o peor, “nos lo merecemos por ser así”. Y por supuesto, esta facilidad que tenemos de perdonar a los demás no la aplicamos en carne propia. Parece que cuanto más enganchadas estamos en pedir disculpas, más incapaces somos de disculparnos a nosotras mismas. Si nuestra voz interna insiste en disculparse constantemente, es mejor que la pongamos frente al espejo de lo que haría una persona que admiramos en la misma situación. Yo utilizo a Lady Gaga y es evidente que esa señora nunca ha pedido perdón por pegar cuatro gritos cuando quiere que la escuchen.
Como damnificada total de la penitencia del perdón, me he propuesto racionar las disculpas al mínimo nivel de la buena educación y el sentido común. Dosificar el perdón como la última gota del gel hidroalcohólico en la estación de tren. Como la cita telefónica en atención primaria. Como los te quieros, y los abrazos en pandemia.
He llegado a ese punto de la vida en el que ya no tolero eso de la complacencia gratuita, ni tampoco contemplo una vida tutelada en base al nivel de ofensa de los demás. No me esperen en el confesionario.
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