Opinión
Orgullo cultural
Por Lucila Rodríguez-Alarcón
Últimamente está muy presente en ciertos discursos la defensa de los valores culturales. La argumentación en estos casos se estructura sobre el miedo atávico del ser humano a perder sus bases identitarias. El concepto de identidad cultural se asocia al término nacional e individual, a los que se contraponen el multiculturalismo, la globalización y lo colectivo.
Ante estos argumentos siempre surgen dudas, incluso en las personas más convencidas de que los derechos son de todos. El miedo a que una nueva cultura que viene de fuera se imponga a la 'nuestra' está presente en muchos marcos, desde el religioso al culinario. Aquí cabría preguntarse por qué existe tanto miedo de perder algo que se supone que es bueno. Si entendemos que las personas tenemos una capacidad de elección inteligente y que de forma natural siempre intentaremos encontrar lo mejor para nosotras, ¿por qué tenemos miedo de que algo que consideramos 'peor' se imponga de forma natural?
En cualquier caso resulta impensable que la identidad cultural sea algo inerte, invariable e inamovible. La identidad cultural es, como todas las cosas humanas, algo que evoluciona, y menos mal que es así. Construimos sobre bases que se van enriqueciendo. Si esa construcción es pacífica, cabe esperar que ese enriquecimiento se haga a costa de ir descartando lo menos conveniente e integrando novedades que se mantendrán si se perciben como mejoras.
Y en este marco, siempre desde la confianza en su identidad cultural de origen, están surgiendo modelos de construcción de identidades nacionales basadas en la diversidad. El ejemplo más claro es el de Canadá. En un discurso reciente, el primer ministro Justin Trudeau afirmaba que Canadá es un país que se construyó gracias a la inmigración. “Oleadas de personas fueron bienvenidas por las que llevaban aquí miles de años y construyeron esta sociedad. Estas personas llegaron a Canadá queriendo construir una vida mejor de la que tenían en sus países de origen. Y vengan de donde vengan y sean cuales sean sus condiciones, estas personas quieren todas lo mismo: vivir en paz y crear un futuro mejor para ellas y sus comunidades. Y eso es lo que generación tras generación han hecho estas personas en Canadá, y esto es lo que ha creado esta sociedad diversa y extraordinaria que tenemos”. El orgullo de ser una sociedad diversa en Canadá no priva a este país de tener una potentísima identidad cultural nacional.
Pero hay fantásticos casos también en espacios regionales o locales. Por ejemplo, Los Angeles es una ciudad santuario orgullosa de sus diversidades, donde sus habitante se consideran angelenos pero pueden no ser, ni considerarse, estadounidenses. Y en esta línea están también las ciudades refugio como Madrid. con su enorme cartel de 'Refugees Welcome', o su concepto de Ciudad del abrazo. Y por poner un ejemplo más reciente, la Junta de Extremadura acaba de sacar una maravillosa campaña en este sentido, enorgulleciéndose de ser una región de frontera donde todas las diversidades tienen cabida y están seguras.
El orgullo de formar parte de un espacio en el que se hace apología de los derechos humanos y la diversidad puede ser la pasta de unión que necesitan nuestras sociedades maltrechas y polarizadas en estos momentos. Este enfoque capitaliza la necesidad social actual de contar con una identidad propia y exclusiva proporcionando un eje común de construcción colectiva.
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