Opinión
Los océanos no son el vertedero del mundo
Por Rosa M. Tristán
Hace pocos días hablaba vía Skype con Phillipe Cousteau, nieto e hijo de la famosa saga. Está inmerso en la batalla por conseguir un gigantesco santuario en el Océano Austral, el más grande que existiría en todo el planeta. Cousteau, que está en el lado del activismo y la educación ambiental, me hablaba de “lo terrible que puede llegar a ser la acidificación de los océanos provocada por el cambio climático y cómo daña a todos los organismos marinos, empezando por el plancton, lo que “puede llevar al colapso de la alimentación marina mundial”.
Hoy, Día Mundial de los Océanos, de las acciones más deprimentes podría ser poner la palabra océanos y buscar en Google las últimas noticias. No las hay buenas. De los últimos días, el impactante el derrame en Siberia de 21.000 toneladas de crudo en un río llamado Ambarnaya, que desemboca en otro río que va al Océano Ártico; el mapa que escenifica los 160 millones de petróleo que vagan en barcos por el mundo, porque con el coronavirus ha bajado su precio y no hay donde almacenarlo; la investigación publicada el viernes pasado, en Science, que habla de cómo los microplásticos se están acumulando en zonas oceánicas profundas, moviéndose al albur de las corrientes termohalinas, o también llamada cinta transportadora oceánica, para acumularse en zonas que ni conocemos; o estudios científicos que revelan que estamos acumulando grandes cantidades de nitrógeno en aguas del Océano Austral, procedente en su mayor parte de la agricultura de todo el mundo en forma de fertilizantes…
Es llamativo leer tantas malas noticias y ninguna buena relacionada con su conservación, porque resulta que los océanos, según Naciones Unidas, son fuente de proteínas para más de 3.000 millones de personas, dependen de ellos para vivir. A ser posible, proteínas no contaminadas. Es sorprendente que sepamos, porque así lo ha demostrado la ciencia, que en los océanos controlan el clima global y que de ellos dependen muchas migraciones humanas y, sin embargo, tan rara vez figuren en las agendas políticas de los gobiernos.
Por ello, hoy conviene recodar que figuran como el Número 14 en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) a cumplir según la Agenda 2030 aprobada en la ONU.
Según estos ODS, para 2020 se debería conservar por lo menos el 10% de las zonas costeras y marinas de la Tierra y gestionar y proteger los ecosistemas marinos y costeros. Pues bien, el Atlas of Marine Protection nos revela que sólo lo está el 5,3%, es decir poco más de la mitad del objetivo. Y la mitad de esa mitad (el 2,5%) son reservas sin captura. Es verdad que otro 1,1% está pendiente de ser aprobado y otro 1,5% tan sólo propuesto, pero ni aún así nos acercamos al 10%.
Otra meta para este año era reglamentar eficazmente la explotación pesquera y poner fin a la pesca excesiva, la ilegal, la no declarada y las prácticas destructivas (léase, como la pesca de arrastre). Se buscaba que para este año se aplicaran planes de gestión con fundamento científico para restablecer las poblaciones de peces, siempre según sus características biológicas. Sin embargo, no parece que este punto se vaya a cumplir tampoco. Sin ir más lejos, en la Unión Europea en diciembre pasado se cerraron los cupos de pesca para este año y resulta que los límites impuestos por los ministros fueron mucho más altos que los aconsejados por los científicos, que veían alejarse así la posibilidad de que se tomaran medidas a favor de una pesca sostenible. Ahora, en medio de la presión por la crisis del COVID-19, dar un giro a una tendencia que vacía los mares se plantea como un reto al que no podemos perder de vista. Salvo que sólo se quiera llenar ese vacío de basura.
Y es que otra meta de los ODS era, y es, que para 2025 se reduzca “de manera significativa” la contaminación marina ‘de todo tipo’, en particular la producida por actividades realizadas en tierra firme, incluidos los detritos marinos y la contaminación por nutrientes. Nadie sabe el volumen global de basura que acumulan los océanos, pero es evidente que estamos lejos de conseguirlo. Tenemos estimaciones de plásticos (unos 150 millones de toneladas ya se acumularían bajos sus aguas, dicen algunas cifras) y hay recientes estudios que han detectado contaminantes persistentes hasta a 10.000 metros de profundidad (Nature, Alan J. Jamienson). Sin embargo, eso no evita que cada día consumamos objetos de usar y tirar sin ton ni son y que en nuestros países se aprueben normativas que van justo en el sentido contrario, como kamikacesL: es el caso de Murcia, donde su Gobierno ha aprobado permitir hasta un 25% más de vertidos en tierra y mar a todas aquellas actividades que los generen, con la excusa del COVID-19.
Por último, más a largo plazo, para 2030, el ODS oceánico habla del compromiso de aumentar los apoyos para que los pescadores artesanales de los pequeños Estados insulares en desarrollo y de los países menos adelantados reciban beneficios de un uso sostenible de sus recursos marinos. Pero la ayuda al desarrollo, que podría impulsarlo, no aumenta y las reglas comerciales no cuentan con ellos. Los mares siguen siendo propiedad de las grandes flotas, ahí no hay avances.
Bienvenido sea un Día Mundial para que se hable de todo esto y más. Pero hagamos más. Tenemos que meter la cabeza y ver la maravillosa vida que ocultan, aún en esa agua cada vez más turbia. Luego, sacarla y exigir que se ponga en marcha lo que ya sabemos que hay que hacer: no más vertidos descontrolados, poner freno globalmente a quienes no apuestan por lucha contra el cambio climático, defender pese a quien pese la pesca sostenible, prohibir y penalizar los plásticos innecesarios, favorecer la agricultura ecológica… Son recetas que ya se conocen desde hace tiempo y, sin embargo, hay a quien sonará revolucionario.
Los mares y océanos son previos en este planeta a la tierra que pisamos. No pueden ser nuestro inmenso vertedero.
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