Opinión
Normal es un programa de mi lavadora
Sexólogo y socio fundador de Insex, Iniciativa Sexológica y Acción social
Hay determinados clichés que, a fuerza de repetirlos, se van convirtiendo en mantras. Repetir algo hasta la saciedad no lo hace más veraz. Uno de los más habituales es considerar que el sexo es algo normal (o natural, como suele decirse), pero… ¿Qué significa ser normal (o anormal) en relación al sexo? ¿Queremos ser normales o distintos, especiales? ¿Por qué lo normal se identifica tan a menudo con lo natural? ¿Es el sexo algo natural?
Vivimos en un mundo contradictorio. Por un lado, se nos dice que tenemos que ser diferentes, únicos, especiales; se nos dice incluso que tenemos que crear nuestra “marca personal” (como si fuéramos un producto que vender), pero, por otro lado, tenemos un miedo atroz a no ser normales, a ser diferentes, a que nos consideren raros, a que nos rechacen.
Como sexólogo, atiendo a muchas personas preocupadas con esto de la normalidad, ya sea en relación con las identidades, los deseos, las relaciones, etc. Cuando algo nos preocupa, cuando tenemos alguna dificultad o malestar, cuando no entendemos lo que nos ocurre, es habitual que nos preguntemos: "¿Es normal lo que me pasa?". Algunas personas que acuden a mi consulta quieren saber si lo que sienten, lo que les gusta, lo que les preocupa, es normal o no. Esta duda hace referencia, principalmente, a tres cuestiones: la frecuencia (¿le pasa a más gente?), la gravedad (¿se puede/debe tratar?) y la moral (¿es lícito esto que siento?).
Durante varios siglos, fue la religión la que establecía qué era lícito y qué ilícito (o pecaminoso, usando su terminología) en relación al sexo. A partir del siglo XVIII dicha regulación quedó, fundamentalmente, en manos de la medicina, que empezó a marcar que lo lícito era lo normal, lo sano, y lo ilícito lo anormal, lo patológico.
La primera acepción del término normal en la RAE hace referencia a algo “que se halla en su estado natural” y establece como antónimo el término anormal. Ateniéndonos a esta definición, lo normal en torno al sexo será lo natural y, por tanto, lo que no sea normal se considerará anormal, antinatural. En Ciencias Sociales en general (y en relación al sexo en particular) cuando se esgrime el argumento de la naturalidad suele apelarse a criterios biológicos, de especie, a nuestro carácter animal, instintivo, salvaje si se quiere. Pero limitar lo sexual a aspectos biológicos o instintivos puede resultar excesivamente reduccionista, sobre todo si pretendemos entender la dimensión sexuada del ser humano.
La normalidad se mueve en el terreno de la norma, del “deber ser” según la(s) norma(s) que establezca la moral sexual. Aunque para algunos el binomio sexo y moral pueda oler un poco a naftalina, a rancio, a épocas ya superadas, nada más lejos de la realidad. Toda interacción humana, todas nuestras relaciones, implican cierto grado de regulación (es necesario que se establezcan las reglas del juego) y el sexo no está exento de ello.
Sea cual sea la perspectiva desde la que partamos, ya sea desde el género, lo biológico, los placeres, la religión, etc., todas están atravesadas por la moral. La moral es, simultáneamente, un concepto cultural (socio antropológico) y temporal (histórico, cambiante).
El hecho de que el sexo esté impregnado por la moral no tiene por qué ser negativo per se. Reconocer su influencia conlleva comprender que existe cierta idea de lo que es valioso y cultivable en el sexo, en las interacciones entre los sexos, en el tipo de encuentros, etc. Este tema está en el centro, por ejemplo, de la reciente legislación de garantía de la libertad sexual. Y, como suele caracterizar a cualquier tema en relación a alguna dimensión humana, no existe un consenso universal.
Leonore Tiefer, en su libro El sexo no es un acto natural y otros ensayos, exponía que hablar de normalidad en sexualidad suele implicar, al menos, cinco acepciones: subjetiva (será normal lo que yo considere que es normal, es decir, todo aquello que coincida con nuestra forma de ser, nuestros gustos, etc.), estadística (lo normal sería lo más frecuente y lo anormal lo menos frecuente), idealista (la normalidad conllevaría un modelo, un ideal, que nos inspire y al que aspirar, un camino correcto/normal a seguir, según el cual, cuanto más nos alejemos, mayor desviación/anormalidad), cultural (lo normal sería lo que cada cultura establece como tal) y clínica (la normalidad sería aquello que cumple con determinados estándares relacionados con la salud).
Los distintos puntos de vista que destaca Tiefer pueden entrañar ciertos riesgos que, considero, resulta de interés tener en cuenta. Así, lo peligroso del enfoque subjetivo (mucho más habitual de lo que nos gusta reconocer) es que acabemos haciendo de la excepción categoría, considerando que somos la medida de las cosas y, por ende, la medida de la normalidad/anormalidad.
El principal riesgo del enfoque estadístico es el salto que suele hacerse al identificar la frecuencia con la virtud. Que algo sea más o menos frecuente no lo hace mejor o peor. De hecho, la mayoría de los avances sociales y de derechos que tenemos en la actualidad han sido posibles porque hubo gente que luchó para que lo que parecía raro, anormal o, incluso, antinatural para algunos, pudiera resultar valioso, deseable, posible. Las luchas feministas son un buen ejemplo de cómo lo menos frecuente, lo menos normal en un momento de la historia, puede llegar a ser revolucionario.
El enfoque idealista tiene ciertos riesgos: por un lado, el grado de exigencia que conlleva que, muy probablemente, resulte de gran dificultad, e incluso imposible, para la gran mayoría de las personas. Por otro lado, este enfoque establece una clara jerarquía en la que la diversidad (lo diferente a la norma) tiene poca o ninguna cabida. Si hay una forma ideal de ser, todas las que no se acerquen al modelo serán menos válidas, menos deseables, inferiores.
Lo peligroso del enfoque cultural, como se imaginarán, estriba en que puede conllevar un fuerte rechazo a lo diferente, a las costumbres (mores) de otros países, culturas, religiones, etc. Es decir, nos puede sumergir en un etnocentrismo moral según el cual nuestra visión en torno a lo sexual se considere la única forma correcta, menospreciando o rechazando todo lo que no se ajuste a ella.
El enfoque clínico, aunque pueda parecer más objetivo, no deja de implicar un fuerte componente de subjetividad, pues las nociones de salud son, también, culturales e históricas. Por ejemplo, una dieta con un alto índice de ingesta de grasas puede resultar muy saludable en regiones muy frías y no tanto en regiones más cálidas. O puede ser aconsejable para quienes hagan mucho ejercicio físico, pero no para quienes llevan una vida sedentaria. En torno al sexo, si algo nos ha demostrado la historia es que el punto de vista clínico dista mucho de ser tan objetivo y libre de prejuicios como se nos quiere hacer creer, máxime, si tenemos en cuenta el gran poder que tienen las farmacéuticas en nuestra sociedad. Lo peligroso de este enfoque es la patologización de la diversidad. Un buen ejemplo de ello podemos verlo en el tratamiento que se dio en la Organización Mundial de la Salud a la homosexualidad, que no fue retirada de su listado de enfermedades mentales hasta 1990.
A día de hoy, los debates en torno a los juicios clínicos y la sexualidad siguen abiertos, tanto en identidades (como, por ejemplo, los distintos posicionamientos en torno a la transexualidad, la llamada disforia de género, etc.) como en relación a los gustos/deseos (entre otros, los llamados “fetichismos”, las “parafilias” -nuevamente indicando que hay una “filia” normal-), la controvertida “adicción” al sexo, etc.
Escribía Gayle Rubin que hay periodos en los que la sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada, y, en ellos, el dominio de la vida erótica es renegociado. Lo afirmaba en el texto incluido en Placer y peligro, una compilación de trabajos feministas que siguen representando, sin duda, la actualidad de viejos debates.
En ellos, el sexo, o, para ser más precisos, el deseo erótico, se mueve de un lado a otro de un péndulo que pivota entre dos concepciones radicalmente distintas: “mero sexo” (cuando es reducido al placer sensual) o una experiencia humana con un valor especial. Entre una y otra también se leen dos ideas de moral sexual, sin embargo, la tendencia actual a eliminar esta palabra de todo lo relacionado con lo sexual dificulta que podamos hablar, con claridad, de qué erótica consideramos valiosa. Y esto no tiene nada que ver con las prácticas, los gestos o las elecciones de parejas, sino con la humanización de la experiencia erótica, con la fragilidad y vulnerabilidad que le son propias, con la encarnación del otro, con saber que la elección es singular, peculiar.
Quizá “normal” solo sea un programa de mi lavadora. Quizá sea el momento de reivindicar nuestro derecho a ser diferentes. Quizá, al menos de vez en cuando, podríamos aceptar a la sugerente invitación que nos hizo Renè Char y desarrollar nuestras legítimas rarezas.
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