Opinión
¿Es que nadie va a pensar en los niños?
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
La vida está hecha solo para lo que se encuentra en medio. Despreciamos los extremos. La infancia y la vejez nos molestan e incomodan. Especialmente la infancia, a la que queremos lejos de nuestra vista, de nuestros aviones, restaurantes, pisos, barrios... Los niños y las niñas son ruidosos, inquietos, molestos. Como en las buenas novelas victorianas pedimos que a nuestras niñas y niños se los vea, formales y bonitos, pero que no se los oiga. Y es que lo tocan todo, lloran, se mean, huelen mal, se ensucian, corretean, no conocen los límites, levantan la voz, pegan chillidos, se empujan, te empujan, son... lo que les hemos enseñado a ser o dejado ser. Ni más ni menos.
Cada niño y cada niña es un reflejo a pequeña escala pero amplificado de todos nosotros, de nuestros aciertos y de nuestros errores como personas, como familia y como sociedad, y es quizás por eso que nos molestan tanto. Estamos tan pendientes de protestar por lo enervantes y fastidiosos que nos resultan en nuestros espacios pensados y organizados para adultos que apenas les hemos dedicado a los verdaderos problemas de la infancia en este país más de quince minutos seguidos de nuestro pensamiento en décadas. Y eso que tenemos un Ministerio de Juventud e Infancia, pero también una tasa de pobreza infantil y juvenil que roza el 29%, la más alta de la Unión Europea, y no se nos mueve ni un solo pelo del flequillo.
Dos millones de seres humanos menores de 18 años se encuentran ahora mismo en riesgo de pobreza y exclusión social. Dos millones de seres humanos dependientes que no sabemos si tienen comida en su mesa todos los días, luz o calefacción en sus casas o siquiera una casa en condiciones habitables. Pero lo importante es asegurarnos espacios exclusivos en los que estemos aislados de las molestias que nos causa la chiquillada.
Y no solo eso, es que además durante siglos hemos perdido el tiempo debatiendo sobre si la infancia, pero también las mujeres, las personas racializadas y las personas esclavizadas -la otredad, lo distinto, lo diferente-, son seres humanos completos y dotados de racionalidad pero también sobre si pueden ser considerados como una propiedad. Es por eso que uno de nuestros mayores triunfos como sociedad fue entender al fin que los menores son seres humanos dotados de derechos pero necesitados de una protección especial, pues son particularmente vulnerables a la violencia física, sexual y económica, violencias que además se suelen ejercer dentro de los hogares.
Pero este reconocimiento formal y simbólico de la infancia como parte importante pero frágil de la humanidad no ha impedido que los niños y las niñas sigan siendo vistos como objetivos a batir en los conflictos armados que asolan parte del mundo -si acabas con los niños y los niñas de un pueblo acabas con el futuro de ese pueblo-, especialmente en la franja de Gaza, que Israel ha convertido en un “cementerio de niños” pavimentado con el dinero de los Estados Unidos y de Alemania. Pero la infancia también ha sido utilizada como excusa, rehén y munición en las guerras culturales e ideológicas a lo largo de la Historia. Y en plena andanada reaccionaria actual, la protección de la infancia ha vuelto a ser el pretexto favorito de aquellos que buscan suprimir derechos y acabar con todo lo que ponga a prueba la heteronormatividad.
No es ningún secreto -ellos mismos lo pregonan a los cuatro vientos- que entre los objetivos principales de la reacción actual se encuentran enterrar de una vez por todas los derechos LGTBIQ+, acabar con la independencia del sistema educativo y dejar las redes sociales como el váter de un camping. Y, una vez más, la infancia ha sido hecha prisionera en esta nueva pero viejuna guerra cultural, ideológica y política. Y uno de los principales campos de pruebas de este nuevo orden reaccionario lo encontramos en el Estado norteamericano de Florida, con su gobernador, el ultra Ron DeSantis, ejerciendo de ariete contra ese enemigo imaginario que es lo “woke”. Es por eso que el 1 de enero de este año ha entrado en vigor en Florida una ley que prohibe el acceso de los menores de 14 años a las redes sociales y que ha abierto un interesante debate político en un país poco dado a regular a las empresas privadas. DeSantis y sus partidarios alegan que la ley está pensada para proteger a los menores de los peligros de las redes sociales. Sin embargo, teniendo en cuenta que la ley ha sido pensada y aprobada por la misma persona que ha puesto en jaque los derechos LGTBIQ+, que ha introducido la censura en las escuelas, amenazado con quitar la custodia a las familias que protejan el derecho de sus hijos e hijas trans a vivir de acuerdo a su identidad, que ha prohibido que se utilice el término “gay” en los centros educativos, que ha allanado el camino a la pena de muerte o criminalizado a los niños y niñas migrantes, permitidme que dude que lo que realmente pretende DeSantis sea proteger a la infancia de Florida.
Es por eso que, aunque es un hecho innegable que tenemos que regular -la vida en sociedad no es otra cosa que vivir de acuerdo a una serie de reglas- y educar en el uso y consumo de redes sociales, pues hemos creado un mundo en el que se han ido digitalizando casi todos los espacios públicos y privados: el ocio, la educación, el flujo de información y hasta nuestra socialización, no es menos cierto que hay que hacerlo desde criterios racionales, basados en estudios multidisciplinares y alejados de cualquier alarmismo, sensacionalismo, prejuicio reaccionario y paternalismo. Mi generación, además, se lanzó de cabeza y sin pensarlo en los brazos de las redes sociales sin acabar de entenderlas del todo e ignorando de forma consciente que también -y principalmente- son empresas en manos de oligarcas con intereses políticos y que ya ni disimulan sus ambiciones de influir en la política evitando el tener que someterse a las reglas de las democracias liberales. Pero tampoco podemos obviar que las redes sociales son herramientas utilísimas que nos han ayudado a ampliar nuestras mentes, nuestros mundos, nuestras relaciones sociales, pero que al mismo tiempo pueden ser espacios de violencia, de acoso y de desinformación que están detrás de algunos problemas de salud mental y que fomentan estereotipos dañinos e inalcanzables. La infancia es, por tanto, ante las redes, al igual que ante todo lo demás, más vulnerable, así que es de sentido común, y de sensatez ciudadana, regular el acceso de los menores a las plataformas digitales al igual que hemos reglado el acceso al alcohol, el tabaco o la edad en la que se puede votar o conducir un coche.
Aunque no deja de ser interesante que la nueva ley de DeSantis haya hecho enfadar precisamente a los autodenominados defensores a ultranza de la libertad de expresión -en un país en el que muchos han confundido este derecho con el derecho a generar discursos de odio o a mentir-, es mucho más trascendente el debate que ha abierto en torno al derecho que los menores tienen al acceso a la información. Porque prohibir a estos el uso de redes sociales es prohibirles también el paso a otras formas de pensar, distintas a las inculcadas dentro de sus familias. De esta forma lo que realmente está protegiendo la ley de DeSantis es el viejo sueño reaccionario de regresar a los tiempos en los que eran las familias las que decidían exclusivamente sobre las vidas y el destino de sus hijos e hijas, lo que va en la línea de todas las leyes aprobadas en el Estado de Florida bajo su mandato.
Hay, sin embargo, en la mayoría de los debates sobre al uso de redes y menores un silencio bastante clamoroso ante dos temas que en mi opinión son de máxima importancia: la explotación y exhibición de los menores por parte de muchas familias en redes y la necesidad de regular los contenidos. En España el debate sobre el acceso de los menores a redes también está sobre la mesa y el peligro de que se enfoque de forma reaccionaria es más que tangible. Sin embargo la conversación debería centrarse no solo en la necesidad de regularizar el acceso a los menores sino sobre todo en garantizar su contenido y en proteger -también a los mayores de edad- de los bulos, la desinformación, los discursos de odio y la propaganda en redes, pues los dueños y señores de las plataformas han abdicado de esta responsabilidad.
No olvidemos además que la locura reaccionaria que estamos viviendo se sustenta en reabrir debates que deberían estar superados, como el de los derechos reproductivos o incluso la desregulación del trabajo infantil, un tema que vuelve a estar candente en los Estados Unidos. Es por eso que no dudarán cínicamente en escudarse en la protección de la infancia para alcanzar sus objetivos políticos, pero, al igual que el chiste recurrente de Los Simpson, me temo que nadie va a pensar realmente en el bienestar de los niños salvo cuando los puedan utilizar para sus propios fines.
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