Opinión
Molly Bloom: la mujer sujeto
Por Octavio Salazar
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
A quien tenga dudas de por qué es necesario que haya más mujeres dirigiendo cine o teatro le recomiendo que no se pierda estas próximas semanas la Molly Bloom que la actriz y directora Magüi Mira encarna tras haberla pasado por el tamiz de su ser. Por el filtro emocional y físico de sus vivencias y por la mirada de quien es consciente de que, por haber nacido mujer, tiene que remover obstáculos que corren en paralelo a los privilegios que nosotros los hombres disfrutamos. Lo más grandioso del texto puesto en escena por la directora que un día soñó con ser amazona es que fue escrito por un hombre, James Joyce, hace justo un siglo y que además, ella misma lo representó en 1979 en la versión que del último capítulo del Ulises hizo Sanchís Sinisterra.
Han pasado más de cuarenta años por este país y por la vida de Magüi, las mujeres han ido conquistando espacios de autonomía que entonces eran apenas una promesa en la incipiente democracia, la sociedad en general ha ido tomando conciencia de que la discriminación femenina es estructural y que los hombres seguimos usando violencias cotidianas para mantener nuestra posición de dominio. Hemos avanzado en igualdad, pero seguimos arrastrando, sobre todo siguen arrastrando ellas como una mochila cargada de piedras, una cultura machista y androcéntrica que se empeña en negarles una voz y una habitación propias, la subjetividad que es la base de la dignidad y el reconocimiento de su autoridad como seres equivalentes a nosotros, aún tan empeñados en ser fieles al mandato de genialidad que nos conecta con los dioses clásicos y con tanta masculinidad sagrada. Todo ello, además, en un momento complejo de reacción patriarcal y de exhibicionismo machista que incluso se propaga por las tribunas de los parlamentos.
No tuve la oportunidad de ver aquella noche de Molly Bloom que se estrenó cuando en este país apenas se habían modificado los artículos del Código Civil que convertían a la esposa en una eterna menor de edad, pero sí que puedo imaginar que la relectura que de ella ha hecho Magüi Mira no tiene nada que ver con la que en su día le generó tantas alabanzas, aunque el “genio” no fuera ella. En prácticamente hora y media, y después de haberse quedado con 7.400 de las 24.000 palabras que conforman el último capítulo del Ulises de Joyce, la actriz, que es Molly pero que podría ser cualquier mujer, cuestiona y retuerce los mandatos de género y se reivindica como sujeto pensante y deseante. De esta manera, la Molly de Mira, que es la que habitaba en el texto del irlandés tan solo necesitada de una mujer que con mirada violeta la rescatase, se convierte en la voz de las que hoy, en pleno siglo XXI, quieren ser las dueñas de su cuerpo y de sus deseos, liberadas al fin de los yugos falocéntricos y de los versos de un amor romántico que las mantuvo siempre atadas a la pata de la cama. La cama que es para Molly/Magüi el espacio, y el tiempo, en el que bucear por recuerdos amargos, lujurias insatisfechas, pecados sin arrepentimiento y reglas del juego dictadas por aquellos que como Leopold, como los Ulises viajeros y heroicos, como los destinados a cumplir grandes misiones y a mantenerse erguidos en la verticalidad del poder, han sido siempre, hemos sido siempre, los señores en la casa y en la cama. Los diligentes padres de familia y los puteros, los sordos a la piel que clamaba de ellas y los empeñados en azotar sus culos como si fueran animales. Las mujeres, en fin, como objetos penetrables, como suma de orificios para el placer nuestro, eternas cumplidoras del deber de satisfacer nuestros deseos.
La Molly de Magüi Mira es un grito descarnado de las Penélopes hartas de tejer por las noches, de las cantantes que nunca llegaron a ser “prima donna”, de las que siempre esperaron que en vez de libros de poemas les regalaran manuales para estudiar. Las que tuvieron que ocultar su cuerpo bajo capas y capas de normas morales y burkas cosidos de acuerdo con patrones masculinos. Las que vivieron ajenas a los placeres de la carne y a los recovecos de sus pieles encendidas. Las hartas de recibir semen en la cara como si fueran las protagonistas de una película porno. Las cansadas de esperar al hombre tierno y empático, y limpio, con el que compartir lujuria. Las que a veces encontraron en otra igual el cáliz abierto de las amapolas.
Magüi Mira, que no se resiste a ser borrada del mapa por haber nacido con un agujero entre las piernas, además de por haber cumplido los años que a nosotros nos convierten en eminencias y a ellas las reducen a abuelitas, suelta todo el lastre de Molly con ternura y humor. Con la aparente sencillez de quien está contando a una amistad cercana, en una noche de insomnio, los fantasmas que la persiguen y los sueños que anhela. Sin más objetos que una cama de hierro, su infierno y su paraíso, y una ropa oscura que tal vez nos esté diciendo que con frecuencia Molly quiso ser un hombre. Sin enaguas ni encajes. Con botines de sufragista y el pelo salvaje de las que ya no se ven obligadas a fingir orgasmos. Su interpretación nos conduce de la risa a la emoción, del precipicio a los tejados por los que libres pasean los gatos, de las luciérnagas de Gibraltar a las oscuras salas donde los hombres hablan y hablan de política. Y todo su cuerpo, desde los pies que con timidez bailan al pelo blanco que a veces se nos antoja de colores, se convierte así en el pasadizo por el que las palabras de Joyce nos llegan como si de un juego erótico se tratase. Olor y tacto de melocotones, una mezcla de ciruelas y manzanas. Y en el aire de la sala, como si una bandera ondease al viento, las heridas abiertas de tantas mujeres y ojalá, sí, ojalá, los interrogantes clavados como puñales en el pecho de los hombres.
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