Opinión
"Mira cómo me tienes" o cómo los abusadores pervierten el consentimiento de las mujeres
Periodista
En una de las escenas en que la protagonista de Soy Nevenka (Icíar Bollaín, 2024) forcejea con su agresor después de negarse a mantener relaciones sexuales con él, este, interpretando al entonces alcalde de Ponferrada, 24 años mayor que ella, le lleva la mano a su entrepierna y mientras se la sujeta sobre su repugnante erección le suelta una frase tan cargada de violencia que a cualquier mujer se le pondrán los vellos de punta al escucharla "mira cómo me tienes". Son solo cuatro palabras que en demasiadas ocasiones bastan para justificar una agresión sexual o para validar la falta de consentimiento previo al abuso o a la violación. Los agresores mayores que disfrazan de romance o de intercambio económico la agresión para proveerse de mujeres mucho más jóvenes no reconocen, o fingen no reconocer, la falta de receptividad ni el deseo ajeno, tampoco el miedo, ni el profundo asco que provocan en sus víctimas, no escuchan el no por respuesta, ni necesitan un sí. Los agresores se valen de un único argumento, su incontrolable excitación, e insisten en que la culpa es de ellas, las chicas jóvenes que deben solucionar el problema que les han generado solo por existir. Ya sabemos que la erótica que conocen los violadores es la del poder y no la del placer, pero en el caso del abuso a mujeres mucho más jóvenes se da una relación semejante a la del amo sobre su esclavo: una parte acumula todo el poder mientras la otra parte carece completamente de él, y por eso ni siquiera necesitan la sumisión física o química, ya tienen la mental. Nevenka Fernández era una mujer adulta con una carrera universitaria y proyección pública cuando denunció a Ismael Álvarez en 2001, asesorada por un buen abogado. En una sentencia pionera en España, a él lo condenaron a nueve meses de cárcel, una multa de 6.480 euros (que se rebajó a 2.160) y una indemnización de 12.000 euros. Pero fue ella la que tuvo que abandonar su ciudad y su país, mientras él jamás se fue de Ponferrada y en 2011 se volvió a presentar a unas elecciones, obteniendo cinco concejales.
Los pederastas de Murcia que no pisarán la cárcel tras haber alcanzado un acuerdo de conformidad han sido castigados con multas oscilan entre los 540 y los 4.320 euros e indemnizaciones a las víctimas de entre los 500 y los 2.000 euros, menos de lo que pagaban muchos por violar a las menores. Algunos de los violadores tenían 60 o 70 años más que sus víctimas, muchos eran empresarios, aunque también había guardias civiles jubilados, conserjes o abogados, y todos sabían perfectamente que estaban abusando de unas niñas vulnerables, la mayoría migrantes, a las que les han arrebatado lo mejor de su vida, la oportunidad de construir el deseo propio desde el goce, la confianza y el amor. Estas condenas bochornosas y estas indemnizaciones tan raquíticas que no llegarían ni para un año de terapia de cualquiera de sus víctimas, que además cargan con un trauma que tendrán que digerir o enterrar para seguir viviendo, son el premio a la misoginia y al clasismo que impera en nuestra sociedad. Misoginia, porque no se puede odiar más a las mujeres como para abusar de ellas sabiendo que no tienen ni la más mínima oportunidad de escapar o resistirse, y clasismo porque estas chicas venían de entornos desfavorables y ellos se creyeron con el derecho de agredirlas y amenazarlas con total impunidad, dejando constancia de sus delitos en múltiples mensajes al solicitar una y otra vez, como perros en celo, a menores de edad.
En los diez años que pasaron desde que se inició la operación policial hasta que llegó el juicio, estas chicas vivieron una travesía del desierto personal y judicial mientras veían cómo sus verdugos, señores de edad avanzada y náusea infinita, seguían dirigiendo sus empresas y organizaciones, e incluso recibían distinciones y honores públicos. Sin ir más lejos, Juan Martínez El Enterraor de Totana recibió en 2020, seis años después de iniciarse el proceso judicial, un homenaje de su hermandad por "por toda una vida nazarena" ocupando pomposos titulares en prensa. "La verdad que ha sido mi pasión El Beso de Judas", señalaba. Tu pasión es violar niñas, Juan. Y ahora, junto a los otros violadores, podrá expiar sus culpas ante Dios realizando un cursillo de reeducación sexual. Que alguien me explique qué educación le podemos dar a un violador de 73, 77 o 82 años que pagaba por abusar de niñas de 14 y qué mensaje se le está mandando a la gente joven sobre el consentimiento cuando la impunidad es la medida de la injusticia que viven la mayoría de las víctimas. Tal como insiste Altamira González, miembro de la Asociación de Mujeres Juristas Themis: "Más del 60% de las condenas por delitos sexuales son inferiores a dos años". A veces se avanza para delante, a veces para atrás, y en el caso de los abusos sexuales a niñas y adolescentes caminamos en círculos desde hace décadas. El último informe del Defensor del Pueblo concluyó que casi el 12% de la población española había sido víctima de abuso sexual en la infancia o adolescencia, la mayoría mujeres. Y esto teniendo en cuenta que solo el 8% de los delitos sexuales contra la infancia llegan a denunciarse.
Yo tenía 15 años cuando saltó el caso de Nevenka a los medios de comunicación, y recuerdo perfectamente cómo la culparon y la crucificaron en todos informativos y tertulias del corazón. Recuerdo también no sentir ninguna empatía por ella, ni por otras como Monica Lewinsky, porque eso era precisamente lo que pretendían los medios, que las mujeres odiásemos a otras mujeres, que no viésemos en ellas a víctimas, sino a zorras. Comentaba el otro día con una amiga al salir del cine de ver la película de Icíar Bollaín, que muchas de nosotras hemos conseguido neutralizar mentalmente las agresiones sufridas usando una fórmula inmejorable: aquello nunca ocurrió y, si ocurrió, fue culpa nuestra por estar con el tipo equivocado y en el momento equivocado. Me temo que la mayoría de las mujeres adultas tenemos un vago recuerdo de cómo nos iniciamos en el consentimiento sexual acatando, sin saber muy bien cómo, que ser deseadas por hombres era el requisito indispensable al que nos debíamos ceñir para follar con alguien. Deseábamos que nos deseasen antes que desear nosotras mismas, porque la expresión de la sexualidad femenina solo existía en relación al otro y pocas veces podíamos erigirnos sujetos activos que vivían el deseo sexual con plenitud y libertad. Toda la maquinaria cultural estaba diseñada para hacernos creer desde niñas que nuestra posición era la del ornamento y la servidumbre. Si antes nos tragábamos revistas y revistas que nos decían cómo nos la teníamos que tragar, ahora se tragan redes sociales y pornografía -la frontera entre ambas es cada vez más difusa- que les dicen lo mismo pero con otras palabras, las palabras del like.
Sin embargo, algunas cosas sí han cambiado. Para empezar, el tratamiento mediático de este y otros casos, la condena social unánime y el empuje del feminismo que, como siempre, va un millón de años por delante de la Justicia, está muy lejos de lo que estaba hace veinte años. El mundo de la cultura también es otro y cada vez más las creadoras están recuperando y dignificando las historias de las víctimas de abuso sexual. Por eso hoy recuerdo a Emilia Pardo de Bazán que hace más de un siglo escribió en su cuento La Casa del Sueño que "luz que rodea a los periodos de la vida que pertenecieron a la primera edad es la luz de nuestra aurora" y por eso tenemos mucho que hacer como sociedad para que no haya ninguna chica más obligada a someterse por miedo, por culpa, por pena o por compasión. Y por eso también, exigimos que este cambio social y cultural venga acompañado de cambios legislativos en defensa de los derechos sexuales de las mujeres y las niñas empezando, claro está, por una ley abolicionista que empiece a perseguir y a castigar a todos los puteros de este país.
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